El destino de todo texto

El destino de todo texto
Aldous Huxley "Si uno es diferente, está condenado a la soledad"

domingo, 30 de enero de 2011

Me piden de Bakánica que describa mi última cena; acá va mi fantasía gastronómica

La última cena de Roberto el Tártaro


De entrada, unas empanadas, pero no de las de cáscara dura, sino las que son como unas bolsitas de arroz con carne envueltas en pan frito, porque no hay nada en el mundo, en ningún lugar del ancho imperio como la empanada. Encierra un universo. Aún así, la empanada no es más que un vehículo para el ají, un débil medio de contraste como dirían los radiólogos. Entonces tenemos esto; empanadas de pan -bueno, bueno, de las crocantes también- bañadas en ají como Alexis Carrington en un baño de burbujas, como la carne se desparrama sobre un gordo. Pero esa ha de ser la entrada. Siempre he soñado comer como un Visigodo, con una daga, empujándome lonjas de jabalí de temporada mientras danza una prisionera gala –puede ser con la acepción que a la palabra ‘gala’ se le da en Cali; una ‘gala, papá’-, y que sea una danza que implique algo con el ombligo. Yo estoy tirado en una litera de piel de oso y la gala baila mientras yo me río y me empujo lonjas…sí, eso es. Pero no me distraigan. Yo me río, a veces aplaudo y la lonja de Jabalí se me sale de la boca, me enfurezo pero la barriga no me deja y sin que yo me dé cuenta un sirviente me trae más jabalí en una daga y me la pone en la boca. De un momento a otro dejo de reírme y arrojo la daga porque me he enamorado de la Gala. Ahora es ‘Gala’ con mayúscula. Claro, antes de tocarla, quiero que todas las condiciones de asepsia sean perfectas. De un grito, viene una joven muchacha llorosa, bellísima, con cuyo pelo me limpio las manos de la grasa del cerdo. Me acerco a la Gala y ella acepta mi amor, ante el silencio tenso de los invitados a quienes podía haber mandado a degollar en caso de una respuesta negativa de la voluntariosa muchacha. ¡Qué siga la música! Todos golpean la mesa con las cachas de sus propias dagas. El único que ha muerto degollado por mi propia mano ha sido un trémulo y amarillento invitado del Tibet que se atrevió a ofrecerme un apio cuando volví a mi puesto. Luego de esto sí viene la comida. Pero antes más empanadas.

Fuentes de costillitas bañadas en salsa tártara con papas sabaneras hervidas en salitres, salpicadas acá y allá por una que otra rellena y delicadas longanizas de cordero del reino vecino de Sutamarchán adornan las mesas; de las cientos de lámparas de la recámara cuelgan salamis húngaros, especialmente el de Zenú. Cada vez que paso, lamo uno. Hay torcaces, tórtolas que hacen el relleno de un buey que lentamente gira y se cuece sobre las brasas; gansos, patos y liebres en salsa garum. Para algunos débiles de corazón se han dispuesto espaqguetis carbonara y pollo de un distante lugar llamado La Brasa Roja, pero yo lo permito porque soy un monarca generoso y amo a mis gentes. De lejanas tierras se me acercan emisarios con nuevas culinarias que se llaman Hamburguesas de Burguer King. ¡Otro rey como yo!, pienso y la pruebo; por un momento me sorprendo con el sabor, aunque le arrojo los restos encima al mensajero que aún no se ha parado de su gesto de reverencia. Mientras camino, todo el tiempo escupo los huesos de aceitunas de piel negra y brillante como el ébano pulido, pico salchichas aderezadas con pimienta y ciruelas y sorbo grandes cantidades de vino griego de Qios de un vaso metálico y remachado…

Mis invitados: ehmmm, no sé. El hermano de Ratatouille tal vez. Pavarotti, Boris Yeltsin escanciando el vino; Enzo Molinari, el tipo de Azul Profundo que no era un mimo, congestionado a punta de espaguetis de la Máma. Me encantaría ser testigo de Joseph Ratzinger empujándose unas guevas de caviar Beluga con esa meno llena de anillos pontificales; amaría ver a Monseñor Rubiano haciendo guerra de pastel con los cantantes de Loco Mía, a las Spice Girls acostaditas desnudas en una paella.

Pero termino este ejercicio porque de la hora del almuerzo real que se acerca no se puede esperar más que el corrientazo con cebada perlada y sopa de ajiaco, garbanzo y acelga toda amontonada sobre una carne de semoviente digno de Monster Quest, breve como la dicha y dura como el caucho Sol, aderezada con una ensalada que no sabe nada de aderezos, sobre dos tajadas de maduro largas como la nostalgia y grasosas como la sonrisa de un payaso, engastadas sobre un molde de arroz con un inexplicable hueco humeante en el centro. Y temo que está sí sea comida de verdaderos bárbaros.

Roberto Palacio F.

lunes, 24 de enero de 2011

Como no me invitaron al Hay Festival, tocó quedarse en la casa y escribir. Regresa antes de tiempo el Pisapapel...

La Arquitectura de los Sueños


‘Somos un viejo simbolismo sobre el que corre un torrente de actualidades’

Trebor Öicalap

Desde hace años me sueño todas las noches lo mismo. Mi sueño soy yo dentro de una casa. No es otra cosa que eso. No es una casa como la del dibujo de un niño, con dos ventanas como ojos, una puerta como boca y una chimenea de la cual salen bocanadas de humo hacia el Sol. Tampoco es una casa sofisticada, de diseños vanguardistas, sacada de Axis. De hecho, en mi sueño, no importa el diseño de la casa, aunque todo el asunto gira en torno a su apariencia. Como suele suceder en el campo de lo onírico, me sorprende esta casa, -que siempre cambia sin dejar de ser la misma- aunque mi cerebro (no sé si decir yo mismo) la haya creado. Sé con seguridad que en el fondo ni siquiera importa que sea una casa; hubiera podido ser un jarrón o un traje. La casa, para no diluir más el único objeto que pudiera ser de curiosidad para algunos lectores, está derruida. Sus pedazos se han desmoronado sin más, aunque increíblemente no se asemejan a unas ruinas griegas o romanas por las cuales ha pasado la historia del mundo. Mis ruinas están abandonadas. Se hallan esparcidos sin violencia, sin premeditación, al libre abandono. Reina ese extraño silencio que se siente pesado en la vejiga. No hay más acción que el estar en ese espacio lóbrego, de pie entre las ruinas, observándolas desencantado, sintiéndome también yo en un estado de decaimiento, como el que se siente ante el error evitable y fatal. Tienen ese sabor acre de lo que nunca ha sido tocado, aunque puedo asegurar, por una paradoja que solo se comprende en sueños, que han sido habitadas hasta el cansancio y luego de mucho preguntármelo, sé que he sido yo el inquilino de quien vengo a observar el desastre. Fatalismos aparte, esa es la versión agradable del sueño.
En sus variantes ligeramente más angustiosas, la casa tiene geometrías improbables. No digo imposibles o de la paradoja porque mis sueños no son tan afortunadamente lógicos como para entretenerme con ellos como con un grabado de Escher. Son difíciles: hay ascensores que viajan hacia los lados, produciéndole a sus ocupantes, entre los que siempre me encuentro, vértigos aplastantes. A veces viajan en líneas que exceden las dimensiones del edificio, hacia arriba o hacia abajo, o a velocidades enfermantes. Por lo general sé que se estrellarán y que no podré hacer nada y albergo la idea de que sé que en el fondo no lo harán pero en todo caso lo hacen creando el desastre; de nuevo, el sueño me sorprende. Viajan de piso a piso de corredores de hoteles, edificaciones enormes que se van oscureciendo a medida que el paseante se adentra en ellas. La reciente película Inception, recoge de manera magistral la arquitectura de los sueños, viejos edificios grisáceos, múltiples, abandonados, que han ido creciendo y aumentando como los recuerdos y como el cerebro que los alberga, siempre dejando tras de sí desperdicios y abandonos que nos llaman con el canto de las sirenas. Los cuartos están vacíos, y los edificios ha tiempo abandonados, pero habitados al punto que los ocupantes agreden a quien los espía. Todo dentro de las habitaciones no son más que aspectos del pasado, espectrales, repetitivos; secciones de un filme que pasa una y otra vez para nadie. Los edificios de estas, mis pesadillas, si los tuviera que describir, se asemejan a la factoría de la bella fábula infantil de Roald Dahl, Charlie and the Chocolate Factory. Cuando leí el relato por vez primera, hace no mucho, quedé estupefacto de que Dahl hubiera jugado con esos elementos de pesadilla en un relato infantil. Pero después todo cayó en su lugar: tiene pleno sentido el ascensor en una historia sobre el deseo de ser otro, de la transformación. El mal-sostenido aparato viaja, al fin y al cabo de un lado a otro del pasado y de las facetas del yo, comunicando partes nuevas e iluminadas con las más antiguas y olvidadas de la edificación. Además, en toda fábula infantil hay la pesadilla de la transmutación, del dolor físico, de la inadecuación, lo cual en parte configura su extraño atractivo para los niños. Esta idea ha sido elaborada por siglos en los cuentos de hadas a través de conversiones de personas en batracios, disminuciones de tamaño como en Pulgarcita, estar muy grande o muy pequeño como en la legendaria Alicia en el País de las Maravillas. Son esas experiencias tan propias de la niñez como el gusto por los dulces y los días de juego.

Una variante especialmente desagradable de este sueño del ascensor, se da cuando en los subterfugios del edificio, en su nivel más bajo, intuyo la presencia de algo terrorífico, más que la muerte. Hay en ese pre-sentimiento -que ni siquiera es una representación ya que nunca he llegado al fondo de la estructura-, auténtica y doliente putrefacción. No se me ocurre una manera más verídica de ponerle una etiqueta. He llenado lo que imagino habrá en ese sótano en distintos momentos de mi vida con vivencias particulares e impactantes: por mucho tiempo imaginé un bebé recién muerto abandonado sobre una bandeja metálica en una sala de urgencias solitaria, como una vez lo observé luego de llevar al niño con su madre de emergencia a la clínica. En mi sueño, de alguna manera yo era culpable de la infección que lo ultimó. Pero más que una imagen particular, he llegado a entender con los años que en lo profundo de ese inconsciente que se simboliza a través de la parte subterránea de la edificación, reside mi máxima traición, mi más guardado y agudo temor que nunca revelaré. Dicen que todos tenemos uno.
En ambos sueños, viajar por la casa ha sido viajar por mí mismo, simplemente porque la casa soy yo. O mejor, es un símbolo complejo y multifacético de lo que soy. No era difícil adivinarlo, pero a mí me tomó años y fue en el mismo sueño que tuve esa epifanía. En alguna ocasión, la casa se me manifestó en forma de jardín de la infancia y el sueño tomó el sabor doloroso, nostálgico y lejano, pero a la vez libre y feliz de la niñez. Es una de las pocas veces que no se me ha dado como pesadilla. Yo me sentía restablecido y reivindicado en ese espacio que no estaba derruido; éramos uno y lo mismo.
En una etapa anterior de mi vida, sin embargo, cuando comencé a tomar conciencia de la casa, todas las noches se me presentaba el sueño en su peor versión. Fue una época de profunda congoja. Mi madre había muerto hace unos meses y yo estaba apenas despertando ante el mundo, como se regresa luego de un cataclismo. Con ello despertaba también todo el profundo hastío y el odio que ese mundo, que me debía una, me procuraba. Había entablado una relación de mucho dar y poco recibir, desesperado por afecto y fue entonces que el sueño comenzó noche tras noche. En sus primeras y brutales versiones, estoy en una habitación de la casa. Una banda de cuatro comienza a tocar una música incontenible que a medida que avanza va ocupando más espacio en la habitación, hasta que me sofoca y en un estallido de apoxia me despierto de un golpe. A veces la casa se encogía sobre mí y era yo el que debía pasar de una habitación a otra pujando y llorando de dolor, como un espeleólogo. Muchos tienen un sueño similar, su propia pesadilla claustrofóbica. Una variante más Stanislav Lem del asunto me ubica en la misma habitación, pero abro la ventana y horrorizado me percato que estoy en el espacio exterior, y la misma apoxia me manda de regreso al mundo de los vivos y la vigilia, afortunadamente.
Fue una verdadera paradoja por muchos años lo que este sueño pudiera significar. Es claro que hablaba de la gordura, de la asfixia y de cualquier otra condición física y psico-somática que pudiera estar viviendo. Pero era su simbología lo que me intrigaba. Pensar que hay estos complejos símbolos rondando dentro de uno, como radicales libres que intentan revelar algo, y los podría haber ignorado por completo, como si no existieran y casi como si me hubiera enterado de ellos por casualidad me exponía a la sensación de desespero de que la vida se me escapaba entre las manos. Era un golpe de suerte aportado por un detalle mínimo del día lo que me revelaba todo ese universo del sueño, que estaba ahí no más, a la vuelta de la esquina, esperándome y determinando toda mi tónica anímica.
La clave de este extraño acertijo me la brindaron mis pesadillas recurrentes anteriores, muchos de las cuales eran simples ensoñaciones de terror que a veces me gustaba provocarme a mí mismo. Mientras me duchaba, imaginaba una ballena en la bañera, gigante, desmedida, ocupando todo el espacio, expeliendo vaho y dejándome sin respiración. Tenía que cerrar los ojos para que la fuerte sensación de irrealidad se fuera. En otra versión, caía en un accidente aéreo y era engullido por una turbina gigantesca, haciendo ese sonido sibilante que va in crescendo. De nuevo, la historia hablaba de la gordura y de la asfixia, condiciones que he padecido toda mi vida. Eso ya lo sabía, pero era apenas la superficie, aunque fue esa sensación física tan peculiar de la asfixia lo que me permitió hacer el puente entre los dos sueños.
El inconsciente, donde habitan todas estas extrañas arquitecturas y escenarios, tiene que ver con lo enorme, lo desmesurado, lo mal puesto, la aparición en el lugar más increíble. En la literatura y el cine que más nos aterran, figuran estas inadecuaciones: buques gigantescos, más que una ciudad, en la mitad del desierto a miles de kilómetros del mar, abandonados, putrefactos; enormes cargueros sumergidos en el océano, a su vez llenos de cargas enormes, perdidos; edificios enteros que penden suspendidos al revés, haciendo sonidos crepitantes, como magistralmente se recrea también en Inception. Por eso la poesía, que se nutre del inconsciente, se nutre de las imágenes de naufragios, mares, ciudades improbables. Para usar la bella metáfora de Aldous Huxley, de las antípodas de la mente. Y como las reglas han de ser distintas en el otro lado del orbe, lo han de ser en ese profundo inconsciente. Él no está configurado según los cánones de la percepción del mundo, en donde unas cosas se ven en proporción con otras. Está hecho más bien a la medida del impacto de la experiencia. Unas cosas nos marcan más que otras y las dimensionamos en esa proporción. En mi sueño, la casa, yo mismo, me asfixio, me sobre-dimensiono o me colapso en torno a lo que soy. No ha de ser compleja la simbología; de alguna manera me digo que a pesar de sentirme en posesión del mundo, me pierdo, me deterioro, me desgasto y el actor principal de ello soy yo.
Con el tiempo, ese sueño se ha moderado. La casa y yo nos visitamos a diario, pero sólo con el mal sabor de la pesadilla de vez en cuando. He aprendido a habitarla y puedo explorar algunos de sus rincones, aunque aún no los del subsuelo. Espero paciente a saber lo que me tenga para descubrir; lo que yo me tenga a mí mismo para descubrir.

Roberto Palacio F.

domingo, 9 de enero de 2011

El Pisapapel de Pilas se despide de sus lectores por merecidas vacaciones hasta el 31 de enero de 2011. Queda un texto para pensar y debatir: 'My own personal atehism'

Dios y ser gay en los ochentas


Cuando la gente comienza a hablar de Dios, yo escucho. No lo logro por mucho tiempo, pero me intriga la forma en que se van acercando a ese tema enfático y extenso, que casi siempre está completo en sus mentes, sin atisbo aparente de duda. Lo hacen como si todo lo que lo precede en la charla fuera un pretexto para llegar a Dios, esa esencia abstracta que los define. Tomé un taxi hace unos días con mi hija de tres años. Íbamos cantando y observábamos las luces de fin de año. El taxista me hizo la sencilla pregunta si la niña era mi hija. Sí, le dije. Divagó un poco sobre la belleza de la paternidad y luego le advirtió a mi hija sobre la importancia de obedecer al padre, ‘Y sobre todo, a un gran Papito que está en el cielo’, le dijo a manera de regaño pedagógico y condescendiente. Para ese entonces los dos habíamos dejado de cantar. Tal vez por nuestro silencio, el predicador del volante sintió que ya nos tenía cautivos y podía darse a su labor salvífica de propagar la palabra; no tuve duda de que era algo que hacía a menudo. Mientras hablaba recordé cómo la palabra en la mente del creyente tiene el mismo patrón de expansión que un virus en un organismo vivo según el genetista Richard Dawkins: se ‘esparcen’. ‘¿Tú conoces a Dios, nena?’ Mi hija no respondió. No importó; la pregunta era artificial, retórica. Agustín de Hipona no hubiera podido replicar acertadamente según lo que el conductor quería escuchar. Pero como en la oratoria clásica, sirvió para presentar todo la Quaestio Dei que nos acompañó hasta la puerta de la casa. Nos bajamos contaminados.

He aprendido con el tiempo a evitar responder a estos profetas ideologizados y calientes; simplemente ya no soporto las discusiones. Conozco muy bien los vericuetos que suelen tomar. Cuando uno advierte que no es creyente, el otro replica que sin duda uno debe creer en algo. Solía responder que me sorprendía la naturaleza: ‘Ahí está; ud. lo llama naturaleza, yo lo llamo Dios. ¿Cuál es la diferencia?’. Y había de nuevo tranquilidad, porque si bien puede creer que una serpiente le habló a una mujer, que todo se creó a partir de la nada y que el Dios que mandó dos osos para que destrozaran a 42 niños que se burlaban de la calvicie del profeta Eliseo es un Dios de amor, el creyente no puede creer que otro no crea. En la sentencia ‘Yo no creo en Dios’, el centro de atención no es la palabra ‘Dios’ sino la palabra ‘creencia’. Me perdonarán el pleonasmo, pero la esencia oculta que define al creyente no es Dios sino la creencia. Su estructura de sentido, aquello a partir de lo cual entiende y elabora el mundo es creer. Y ve creencia en todas partes. Poco ha considerado que fue sembrada en él desde su infancia; si te enseño que los duendes causan la lluvia, cada vez que cae agua del cielo reafirmarás la fe en su existencia. Se piensa en el deber de comunicarla porque el acto de reconocerse poseedor de esa creencia lo llama revelación y si hay aún otra cosa que el creyente no puede hacer es entender que aquello por lo que vive y muere puede que no le interese a nadie más que a él.

Ser ateo implica elaborar el sentido y la comprensión del mundo a partir de la misma experiencia de vivir. Nuestra interacción con el mundo -y con sus habitantes- tal como es puede bastar para desarrollar caminos vitales para el entendimiento y la emocionalidad con sólo saber observar, lo cual implica tener la disposición de ánimo de no aburrirse en el descubrimiento y un mínimo de curiosidad por la manera de ser de mecanismos a veces sutiles. También implica abstenerse de proyectar sobre él la sombra de la insatisfacción: el mundo en la visión del místico -de una forma o de otra- termina siendo de mal gusto, in-mundo. O peor, sobrecargado de sentido, lo cual expone aún más a la decepción. Comprender no es un proceso en el cual se antepone algo perfecto y autónomo a algo sucio que hay que despejar para descubrir lo primero. Alejandro Rozitchner en Hijos sin Dios, un estupendo debate sobre cómo pueden los niños responder sus preguntas fundamentales sin religión, advierte sobre los peligros no solo de la educación religiosa, sino de la educación en la trascendencia: instruir con el ojo puesto en el más allá implica limitar de mil maneras esa complejidad del mundo y transformar la aventura de vivir en una repetición de tradiciones salvadoras.

Pero ante todo, ser ateo en el sentido que especifico implica algo más difícil aún. Quien no cree se abstendrá de proyectar su no creencia; no pregonará ni catequizará y poco intentará valerse de otros para generar servilismos que inviten a seguir ciegamente. El ateísmo no es un credo, no es un club. No es madrugar a votar, pero en blanco. Por eso siempre he creído que ser ateo no es algo que me defina, porque mi vida no gira en torno al problema de la existencia de Dios. Cuando era adolescente, me invitaban a los clubes ricos de la ciudad, y yo asistía entusiasmado por la idea de poder anteponer mi mala cara a la petulancia de los ricos. De ser más consecuente no hubiera ido. El ateo debe saber no hacer, dejar de proclamar, una tarea infinitamente más difícil que irse lanza en ristre al calor de las convicciones; debe asumir el valor que hay en contenerse. El escritor Hector Abad Faciolince se definía como un ateo manso y me imagino que a algo como esto se refería. Pero el concepto de mansedumbre y el de tolerancia no describen lo que digo; qué mayor felicidad para el fanático, ¡ateos que se guardan su porción! Más bien lo describiría, con todas sus utopías e ingenuidades como un dejar pasar. Como con todo laissez faire, uno guarda la esperanza de resultados y autoregulaciones. Claro que con el triunfo de los dogmatismos en nuestro tiempo, habrá que levantarse cada vez más con voz clara y tendida simplemente para que los fanáticos no intenten adoctrinarnos contra nuestra voluntad, aunque a veces es poco lo que se puede hacer contra un cura con megáfono.

En mi experiencia personal, más que vivir sin Dios y la idea de la vida en el más allá, una de las mayores dificultades de ser ateo ha sido la de no influir incluso en lo que me conmueve profundamente bajo la convicción de que hay cosas que se deben dejar a su determinación, al tiempo que veo a otros abalanzarse sobre esa silla vacía. El peor campo de batalla en el cual se ha jugado esta contienda: la educación de mi hija. Hace casi cien años Bertrand Russell declaraba que uno de los grandes problemas del mundo es que la gente pensante está llena de dudas y los ignorantes de certezas, lo cual implica que el sabio a veces se abstendrá mientras que el atrevido no para de hacer. El creyente no sólo ve esta pasividad como un signo de debilidad, la aprovecha para conquistar lo que el ateo a sabiendas deja en libertad. Se ha vuelto frecuente que mi hija llegue a la casa con elaboradas mitologías en las que se reconoce el lenguaje de un pueblo de pastores del Medio Oriente de hace dos mil años, historias de vírgenes y niños que son Dios que no se le han enseñado en el hogar simplemente porque no son nuestras ni suyas. Las puede haber recogido en cualquier lado: ¡un taxi! No queda más que sentarse en silencio y escucharla. Lo más que puedo hacer por ella es procurar ponerla en el camino de desneurotizar la experiencia de vivir frenando el ímpetu de llenar cada espacio vacío con significados. Luchar obstinadamente contra las vírgenes y los santos es aportarle un fanatismo más por el cual no quisiera sustituir el anterior, como los absurdos intentos de rehabilitación de drogadictos que comienzan por convertirlos en adictos a Jesús. ¿Cómo ver en ello una verdadera reforma a la manera de pensar? En el peor de los casos es exponerla a la dogmática experiencia de los primeros cristianos, obligándola martíricamente a creer en silencio. Es tan fácil que los niños se apropien de esas historias religiosas; necesitan mucha contención porque están en un continuo proceso de definir sus límites. Las instituciones como la religión, la pertenencia a clubes, equipos deportivos, partidos contienen y definen; yo soy de tal o cual color electoral, yo llevo esta camiseta, soy judío o cristiano. Es un legado de nuestro pasado neolítico en el cual saber a qué grupo se pertenecía era fundamental para sobrevivir. Pero con esas membrecías siempre se corre el peligro de evitar definirse en torno a lo que verdaderamente se es y se posterga, a veces para siempre, el proceso de una búsqueda auténtica. Autocontenerse es increíblemente más difícil; me encanta la imagen volteriana de un reloj que se da cuerda a sí mismo. Implica saber qué hacer con uno mismo; se llega a ser ateo precisamente porque uno accede a ser uno mismo, a su cuerda.

Pero he caído en el viejo vicio de la filosofía. Tal vez una anécdota disipe esa tendencia a la teoría. Una de las experiencias más bizarras de este joven año, la que justamente me movió a escribir estas líneas, fue el haberme comido un perro caliente en una estación de gasolina con un transvestista amigo de mi esposa, que no hizo más que agradecerle una y otra vez a Dios el que le hubiera hecho dejar el alcohol. No suelo hablar del asunto a menos de ser interpelado, pero pensando ingenuamente que la radicalidad de la elección sexual de nuestro amigo hubiera expandido los horizontes de su aceptación por la diferencia, declaré con toda vehemencia que yo era un ateo que estaba saliendo del closet, lo cual le divirtió muchísimo. La empatía, sin embargo, sólo sirvió para canjearme su condescendencia. Puso su mano en mi antebrazo y me dijo ‘Ay, querido, yo ya pasé por eso. Renegué de Dios, adoré a Satán. Pero ahora estoy de regreso.‘ Dudo mucho que nuestro amigo y yo hayamos estado en el mismo sitio; su núcleo era la fe ciega, en Dios, en el Diablo, en el Feng Shui, en la ceremonia o el escándalo. A mí no se me hubiera ocurrido adorar al Diablo cuando me alejé de Dios simplemente porque no se me hubiera ocurrido adorar… y bueno, porque la pinta satánica no me va. La inscripción en una camiseta que vi por internet puso toda esta historia en perspectiva: ‘Ser ateo en nuestro tiempo: como ser gay en los ochenta’. Como último argumento en mi defensa ofrezco el más manido y rastrero de todos: yo ya lo era entes de que estuviera de moda.


Roberto palacio F.

lunes, 3 de enero de 2011

Improperios en torno al culo; ahora sí va...

Variaciones alrededor del culo


“Los culos son las nuevas tetas”. Eso decía Desmond Morris resumiendo las tendencias de los noventa; fueron años del culo. A finales de esa década se rumoró que Jennifer López había asegurado el suyo en mil millones de dólares. Ella salió en público con su culo y dijo que no era cierto, pero quedamos con las ganas de saber cuánto le habrán dado por él. En Brasil en ese entonces se llegó a inventar una nueva palabra de ridícula dicción para una mujer de bello trasero: popozuda. Espero de corazón que no tenga nada que ver con el uso oficial del culo. Ellos simplemente las llaman así, como ponen aguacate en el salpicón. No es nuevo. Los antiguos griegos erigieron templos al cuadril. Los eruditos escritores Ateneo y Clemente de Alejandría, entre escandalizados y arrechos, contaron cómo en la época clásica los sabios helenos erigieron un santuario a Afrodita Kallypigos, literalmente la ‘Diosa del bello culo’. A la virgen le hemos visto los pechos pero nunca el culo, aunque en un capítulo de South Park una estatua de la virgen sangró por ese delicado órgano. Pensaban los sabios antiguos que el culo era lo que nos separaba de los animales, un rasgo humano más pronunciado que el uso de herramientas, el lenguaje y hacer visita con la pierna cruzada, porque la mayoría de los animales no tienen culo: considérese un gato empinado. La estatua reposa, aún mirándose el culo, en el Museo del Hermitage. No es tan buena como uno se la imagina: un trasero un poco terco en su declive, una prolongación de la espalda. Lo que en Boyacá llaman ‘culo lamido é vaca’. Pero el gesto es incitante y desde hace más de 500 años se hacen copias de la preciada estatua para los príncipes ilustres que han adorado el derriere.

Los cristianos medievales pensaron que el diablo les envidiaba el culo porque él no tenía uno. Una forma de espantar al demonio era mostrándole el culo. Nadie lo entendió, pero era lo que intentaba hacer Antanas. Las damas salían durante las brutales tormentas a ponerle el culo a los rayos para apaciguar al demonio. Con los jesuitas, el culo llega a América. Antes acá no se usaba eso. En 1786, en su Monarquía del Diablo, el jesuita Antonio Julián declaraba en tono vehemente, doctrinero y dogmático —similar en todo al de su colega contemporáneo Alfonso Llano— que había sido testigo presencial de cómo una feligresía de brujos y brujas volaban hasta una llanura para reunirse en aquelarre con un macho cabrío que no solo representaba sino que era el mismísimo demonio. Contaba que formaban una fila, de manera muy similar a como hoy en día a los empleados les toca cuando el jefe cumple años “… y todos iban a darle ósculo de paz en el proprio sitio, por mal nombre llamado bajo la cola”. A los colombianos, cuando nos da pena decir culo, decimos ‘colita’.

El tema ha atraído a las más grandes mentes, por lo menos hasta ahora. En su Enciclopedia filosófica Voltaire le dedica un capítulo entero al culo, pero lo hermoso e inteligente es que lo hace bajo la entrada de la palabra ‘Ignorancia’. Y es cierto. Todo lo que gira en torno a ese remate corporal es puro tema de ignorancia; nos sentamos en la mica y tenemos ideas metafísicas. La gente se lleva una revistica al baño. Los más grandes hombres, Alejandro y Adriano, se fueron lejísimos por un poquito de culo. No lo hicieron por una porción del otro histórico huequito por donde venimos a este mundo sino por el tafanario. Y pensar que algunos han subestimado el poder del nalgatorio omnipotente. Dalí lo sabía: ‘Es en el culo en donde se pueden desentrañar los mayores misterios de la vida’. En lugar de mirar unas yemas para inspirarse, si hubiera podido mirar su propio campanario, ¡cómo hubiera sido de concreto el arte abstracto!

En el mundo entero han proliferado los blanqueamientos anales. Para los que no nos hemos mirado, esas delicadas células del órgano que amaban los sabios antiguos tienden a negrearse. No quiero pensar por qué. Un médico me explicó que lo mejor para que quede resplandeciente es pulirlo con algo similar al vinagre. Pero no con Heinz, sino con uno que ellos preparan. Queda ese último esfínter que nos separa del mundo externo como una verdadera estrella de Belén hacia la cual habrá que peregrinar, de rodillas, con la lengua afuera, con ofrendas, en paz, con mirra, a conocer al chiquito… “vamos a llevarle al pesebre requesón manteca y vino” dice un villancico. Eso no se le regala ni al celador dice Juan Bentz.

En Colombia ha prosperado el peeling del bul. Al parecer, nos hemos dado cuenta que nos gusta el peregrinaje. Pero la idea de alabar la horrible cloaca personal es mundial. Benedikt Taschen acaba de publicar The Big Butt Book, en donde explora esa fascinación perenne por el trasero. Con más de 400 fotos desde 1900 hasta la fecha, es una verdadera culopedia. En una canción que nunca he podido entender, la mente musical de Sting, que fue estudiada por Discovery Channel mediante una serie de TACS, declara que el corazón del naipe no tiene la forma de su corazón. Claro que no, tiene la forma de su culo.

El cuerpo desnudo no tiene bolsillos, ni guanteras, lo que hace que fumar desnudo sea difícil. Hay quienes creen que lejos de ser un objeto del culto, el final del colon es un estuchito cuco. Aparte de las consabidas botellas, vasos, velas, huevos, zanahorias, plátanos (con y sin condón) y bombillos que podría uno suponer son los objetos más usuales a ser encontrados en tan íntimo compartimento, los proctólogos David B. Busch y James R. Starling de Wisconsin ofrecen en internet una lista entre la que se cuentan: 402 piedritas en un solo tipo —iniciando un negocio de gravilla, tal vez—, unas gafas y un periódico —me dejó el avión, ¡y tenga!—, una jarra de cerveza de esas que había en la cabaña del Tío Tom con portavasos —no vaya a ser que dejemos feas manchas en el colon—, una anguila viva que innominado coreano decidió introducir para relajar su llenura —¡hay una cosa que se llama Alka Seltzser!

En Colombia somos especialmente afectos a las chuspitas. Una mujer llamada Tirsa intentó introducir a la Picota en el 2000 un arma semiautomática de calibre 7,65. El arma se le atascó, como era de suponerse, y Tirsa alegó estar embarazada. Sólo tres días después confesó que los verdaderos padres eran dos caballeros americanos muy arevolverados: Smith y Wesson. El arma se había alojado tan arriba que quizá la idea era que saliera por vía bucal con una leve tos nerviosa. En Medellín hizo historia en el cuerpo médico la triste anécdota del habitante de la calle que quizá queriendo darle a su mejor amigo una morada, le permitió vivir en su culo. El problema es que su amigo no era imaginario sino una rata real. La criatura murió en la cavidad rectal y tuvo que ser removida quirúrgicamente. En casos como ese, el paciente queda con colostomía permanente: sí, esa condición en la que pende una bolsita en la que se deposita lo que uno carga en una bolsita cuando sale con el perro. Famosas prostitutas de Bogotá, mujeres que conducen camionetas Mercedes hasta la casa de sus clientes, que han tenido desgarraduras anales por efectos de su oficio también terminan con colostomía. Lo paradójico es que lejos de complicar su comercio, lo expande: hay clientes que ofrecen mayor cantidad de dinero por la experiencia antinatural, lo cual parece sugerir que lo que se ama es el colon y no el antifonario. ¡Vaya extraño apego a un órgano interno! Es famosa la anécdota entre el cuerpo médico del sacerdote bogotano que llegó a las urgencias de una prestigiosa institución capitalina con una Barbie atascada en el mentado orificio. No me consta, pero como rezaba el extraño culto de Molder en los Expedientes Secretos X: quiero creer. Como ultimísimo recurso, uno se introduce un Ken a ver si le da una mano.

Sabios los inventores del Nexus, un objeto similar a la palanca de cambios de un Twingo, al fin diseñado específicamente para que el viejo cincuentón con esposa e hijos experimente sin saber un culo del culo; le pusieron una manija bien bien larga.


Roberto Palacio F.