El destino de todo texto

El destino de todo texto
Aldous Huxley "Si uno es diferente, está condenado a la soledad"

jueves, 4 de diciembre de 2014

Dime cómo orinas y te diré quién eres

Las feministas llevan tiempo dando un curioso giro hacia un dogmatismo consistente en imaginarse a la gente como salida de un comercial de lavadoras de los años 50: su personaje favorito, el hombre -como si fuéramos uno solo los cantantes de vallenato, los vendedores en el calle, los profesores de yoga, los malabaristas y los conductores de bus- este extraño y odiado estereotipo, el hombre ahora hizo una más de las suyas; otra micción en la cama, que sólo para eso sirven nuestros órganos vestigiales. En la pasada edición de Arcadia Carolina Sanín publicó en su columna un grito indignado como respuesta a SOHO que acaba de sacar una aplicación para reportar avistamientos de ‘viejas’ buenas. Según Sanín, los hombres les tememos a las mujeres hermosas por un problema gonádico:
«…la mujer deseable es un adversario: es la detentadora y potencial negadora no solo de la satisfacción, sino de la virilidad; es virtualmente, una castradora»
Freud elaboró el complejo de castración con base en una crítica a los valores hasídicos, no a la mujer deseable. El psicoanálisis que aducen las feministas, que duele de obsoleto -los primeros escritos de Freud sobre la homosexualidad datan de 1914-, lleno de teorías que ni siquiera en la vieja escuela de Viena se aceptaban como el factum, ahora son la verdad fresca y revelada. Qué le hacemos…a las feministas no les gusta la nueva neurología, es falocéntrica – léanse los escritos de la feminista Ruth Bleier contra la investigación cerebral adelantada por hombres.

Pero no solo estoy asustado…a ver si he comprendido bien: yo estoy acá sentado en mi casa, con mi hija, acabo de hablar con mi amiga más cercana en toda confianza, ¿y resulta que estoy orinado del susto del matriarcado sin saberlo? Siempre me ha parecido que aplicar terapias contra la voluntad del otro implica no solo cometer varias falacias, entre ellas la ad hominen (ojo, contra el hombre acá adquiere todo un nuevo significado)…sino que es simplemente tan rudo e innecesario como un electroshock: ¿por qué no criticamos a las feministas diciendo que en realidad lo que les falta es una dosis de aquello con lo que nos orinamos en la cama…pero ellas no lo saben? El que sabe argumentar comprenderá que el razonamiento es efectista, pero no lleva muy lejos dado su contenido falaz. George Orwell ya apuntaba en 1984 que el sello distintivo del los nuevos dogmas con los cuales conviviríamos es que uno puede odiar, temer o delinquir sin saberlo; pasa en los regímenes de facto más barbáricos –ningún lugar más barbárico que este, Colombia, según Sanín-, pasa en los procesos de adoctrinamiento más radical de la religión. Los primeros dominicos en llegar a este altiplano, poco se recuerda, tradujeron la lengua muisca para preguntarle los indígenas entre otras cosas si habían tenido efluvios durante los sueños -algo que es más o menos similar a la micción nocturna- porque eso era pecado.
Me pregunto qué sentirán las feministas cuándo a estas columnas nadie las critica; ¿supondrán que es porque todos estamos de acuerdo? La indignación, ese sello que el postmoderno debe ostentar para que le crean que aún lleva por dentro un ser moralmente sensible, ya no tiene el peso que tenía. Las feministas deben emular entonces el paso mismo de la pornografía que critican (Soho es una revista pornográfica según Sanín); entre más explícita esta, más indignadas se mostrarán. A nadie le importa, no porque el morbo o la indignación tengan una cota superior, sino porque la explicitud y el lugar común agotan. Este sentimiento de estar impulsando una causa común, de que el que hable contra uno no es un crítico sino un bárbaro, de que alguien tenía que quejarse…todos estos expedientes tienen el espantoso olor de un nuevo catecismo comunista.
Pero debo decir que no es la indignación lo que socava el argumento de Sanín, sino el cliché que lo acompaña, ese sentido de urgencia moral, el conservadurismo de querer poner todo en orden y la ilusión de creer que es posible, la incapacidad para la elipsis, el extremo cínico y absoluto nacido de una sandez:
«Aquí se habla exclusivamente de niñas o de viejas, con lo cual no solo se desconoce la independencia y el poder de las mujeres, sino incluso su deseabilidad»
“Vieja buena” es tan lateral y oblicuo como cualquier juego tonto de la publicidad: cuando Revlon preguntó “¿alguien reportó un fuego?” no por ello había que venir con extintores. “Soho, una revista prohibida para mujeres” no era una estrategia de mercadeo encaminada a venderle un producto sólo a la mitad de los potenciales lectores. Era una incitación, pobre, pero pobremente efectiva porque estadísticamente las mujeres son un segmento enorme de sus lectores. Vemos la incorrección política cuando reparamos que sonaría muy mal que Soho se hubiera anunciado como una revista prohibida para homosexuales, o indios dice Sanín. Pero las mujeres no son minoría; de hecho son más que los hombres sobre este orbe. Curiosos tiempos estos en los que todo el mundo pareciera querer desempolvar las vertientes de una marginalidad minoritaria inexistente. Y si algo hacía el slogan era reconocer el poder de la mujer en muchos niveles. Allí no hablamos de viejas ni de niñas, sino de mujeres, algo que Sanín no vio. Pero las feministas tienen esta sospecha de que todo saldrá mal, un insufrible legado de la izquierda: por ahí comienzan, por las palabras, y luego viene la quema de mujeres que viven solas y que ejercen su sexualidad con dominio propio. Pretender que esa persecución está tan viva hoy como en el siglo XIV solo ha logrado que las feministas se duelan más por las palabras que por los hechos, otro rasgo de los dogmatismos. Todos hemos visto cómo la Iglesia Católica revuela en indignación cuando alguien habla contra los pederastas o dice “sí” al aborto, pero nunca hemos visto al Padre Chucho hacer una marcha contra las masacres. Como tantas cosas en nuestra confundida patria, la relación de dicción parece ser ostentosa y grave, mientras que la real es perdonable y pasajera. Por eso en Colombia parece ser más ominoso el no excusarse que el delito cometido y puede uno matar siempre y cuando de muy buenas maneras y ojalá llorando pida perdón. Con la misma lógica las feministas se rasgan las vestiduras cuando una insulsa aplicación habla de viejas sin importarle el enorme drama humano, de hombres y mujeres que vive Colombia, en la pobreza, en la desigualdad y cuantas historias más que ni siquiera queremos oír mencionar.

Pero ha uno de ser cuidadoso para no estereotipar a su vez. No todas las corrientes de pensamiento feminista siguen esta línea de argumentación que de la profundidad de los símbolos psicológicos infiere la profundidad de sus argumentos, lo que Gilbert Ryle llamaba un ‘error categorial’. Feministas como Mary Midgley, Susan Haack han hecho un trabajo cuidadoso que ha logrado poner el tema de la mujer en el contexto de una línea de pensamiento universal. El título del libro de Martha Nussbaum alude inequívocamente al esfuerzo por ubicar el asunto dentro de un enfoque más comprensivo que vestir un 'ismo' y salir a asustar: “Mujer y desarrollo humano”. No todos (todas) han dado ese paso; a las posiciones que acá criticamos les ha pasado lo que a las más rancios dogmatismos; han cerrado los ojos con fuerza…y taconeando y deseando estar en Kansas, ¡vaya!, aparecieron en Kansas porque si algo se ha eliminado con este ejercicio es el delicado tejido que va formando la crítica. Humanidad por encima de cualquier ”ismo” (feminismo, socialismo, catecismo) aún gritamos algunos ridículos herederos de Voltaire que no seccionamos el mundo por géneros, porque lo contrario sí que lleva al desastre de los universos diseñados por la intolerancia… y porque hombres y mujeres estamos juntos sobre este planeta, llenos de incertidumbres y casi siempre ad portas de un sentimiento universal de soledad sin tenernos más que los unos a los otros.  Y sobre todo, porque llega un momento en que la palabra del prójimo es alivio y compañía sin importar que orine parado o acuclillado.

sábado, 13 de septiembre de 2014

IA Colombia

He sido un acérrimo objetor a la idea de retirar de los semáforos a los robots humanos, esos seres forrados en tela de aluminio que en alguna parte de su humanidad tienen instalada la alarma de un carro. He sido un enemigo porque es nuestro proyecto de IA (inteligencia artificial), sólo que lo tenemos al revés; mientras en Silicone Valley se intenta que las máquinas actúen como humanos, intentamos que los humanos tengan la mínima precisión de una máquina. Esos robots no son un hobbie casual, son una meta de nuestro pueblo.
Pero me duele ver cómo todo el proyecto parece destinado al fracaso; esos robots han venido evolucionando en personas con apariencia normal aunque conservaron parte de su cerebro positrónico; ahora son una central de datos para las busetas que quieren saber qué tanta ventaja les lleva la que acaba de pasar. Como los primeros computadores, se fueron volviendo más amigables para el usuario. Eso sí, que nadie diga que no avanzamos a la velocidad promedio en que avanza la tecnología en el mundo.

sábado, 16 de agosto de 2014

La Ley de Murphy: por poco un producto nacional


El capitán Edward A Murphy era un joven ingeniero aeroespacial que luego de la Segunda Guerra Mundial trabajó en seguridad aérea en la base Edwards en los Estados Unidos. En 1949 llevaba a cabo experimentos para medir qué tanta desaceleración soportaba un ser humano, el elemento más crítico en los accidentes y la causa principal de muerte en una colisión. Los experimentos se habían llevado a cabo con chimpancés, pero no había forma de saber en qué medida los resultados eran extrapolables a humanos. Al fin un físico de la base, el coronel John Paul Stapp se hizo voluntario para soportar la brutal desaceleración de una silla sujeta a un riel que pasaba de 320 veinte kilómetros por hora a cero en menos de un segundo. Nadie  sabía a ciencia cierta si podía sobrevivir. El experimento se realizó en contra de toda recomendación sensata. Cuarenta ‘g’s de gravedad después y mientras Stapp aún vivo pero ciego por la cantidad de sangre inyectada en sus ojos se liberaba de las correas que lo sujetaban, Murphy se dio cuenta de que todo había sido inservible y debía repetirse; las correas que sólo se podían amarrar de dos maneras habían sido sujetadas por su asistente en los ocho puntos de unión al revés y los marcadores quedaron en cero. “Si una cosa puede salir mal, saldrá mal…” fue la frase que acuñó bajo la frustración de que se hubiera arruinado semejantes condiciones irrepetibles.
 Mientras recuperaba la visión lentamente, Stapp dio declaraciones a la prensa en las que repetía con humor las palabras de Murphy, consolidando la ley de la física popular más citada de todos los tiempos que se conoce como ‘La Ley de Murphy’; no es un mito urbano, no es un invento, y sí hay un creador y de hecho una ‘Ley de Murphy’, no válida en ámbitos académicos, ni citable por parte de gente seria y adulta, pero que todos conocemos e introducimos en nuestros razonamientos.

¿Y acaso cómo fuera pertinente la Ley de Murphy para evaluar la felicidad en Colombia? Un ínfimo detalle que parece habérsele escapado a todos los investigadores, irrelevante y desconocido para los que citamos la Ley de Murphy y creemos por alguna extraña razón que las cosas tienen esta tendencia a la entropía, es que el ingeniero y capitán Edwad A. Murphy, por algún desliz del destino o alguna correa mal puesta nació en tierras que antaño eran de  Colombia, en 1918 en la zona en la que se construyera el Canal de Panamá. Por un fortuito accidente del destino y por escasos años este recio fatalista, temeroso de todas las posibilidades fallidas, un malpensado ingiero aeronáutico  -como le corresponde ser a quien se encarga de tan delicado tema-  no nació en el más despreocupado y temerario país del mundo, lleno de gente feliz en su inconsciencia de los avatares del destino que a cada paso y con cada acción parecen mirar a los mismísimos dioses a la cara para decirles «hágale papá que el golpe avisa…». 

jueves, 14 de agosto de 2014

Acá lo que necesitamos es un buen gerente

Acaban de nombrar de Ministra de Educación a Gina Parody, otra de estas mujeres emprendedoras, gerenciales y maravillosas “técnicas”…los eufemismos con los que se denomina a los políticos. Alegaba la impertinencia de la decisión con mi ex-esposa, cosa que no le recomiendo a nadie.  Ella sostenía, quizá simplemente porque yo decía lo contrario, que el acierto de Santos era total, bajo el viejo cliché de que necesitamos un buen gerente. No supe cómo manifestarle entonces mi molestia; creo que algunos nos convertimos en escritores por que se nos ocurre qué responder, pero al día siguiente.

Bien, han pasado las 24 horas para articular los elementos de mi indignación, algo que va más o menos así: considérese por un momento si la educación es “materia” que deba ser gerenciada. No todo mejora cuando se somete a un proceso de escrutinio, eficientización y números; hay cosas en donde gana, como decía el filósofo Ludwig Wittgenstein, quien llega de últimas; la educación el mejor ejemplo. Los años de “gerencia” con Maria Fernanda Campos nos dejaron la situación desastrosa de que nuestros niños bordean el analfabetismo funcional. ¿Acaso hay que recordar que en las pruebas internacionales PISA hace unos años los niños colombianos quedaron en los últimos lugares justo al lado de países como Pakistan y Afganistán? En abril de este año quedaron en el puro y simple último lugar cuando de resolver problemas de manera creativa se trataba. La educación está en una situación tan ominosa que seguramente  lo que se necesite sea un cirujano más que el gerente de la clínica; en este caso y para seguir con la analogía, alguien que sepa de educación, no alguien que la aprecie, que tenga muchos libros sobre ella en casa (como decía el director de la Aerocivil Santiago Castro cuando le preguntaban qué sabia de administración aero-nautica). Lo diré sin más, se requiere un educador: ¿o acaso en el gabinete de economía, cosa que nos preocupa de verdad, nombramos gerentes y no economistas? Los educadores son confusos personajes aletargados a quienes las teorías y la lectura han enloquecido…no les confiaríamos una chequera. Probablemente; educar en la imaginación implica no dejarse sumergir del todo en las circunstancias, no sucumbir ante lo actual. ¿Pero acaso no es mejor nombrar expertos en el tema de la cartera y confiar en que se asesorarán en materia gerencial que nombrar expertos gerentes o políticos y confiar que de alguna manera aprendan del tema de su ministerio? ¿No le extraña al lector que una misma persona como el ministro Cárdenas se pueda pasear de la cartera de Minas a la de Hacienda como si fuera un hombre del Renacimiento? Y es eso justamente lo que se requiere; frente a la lectura de resultados de la gerencia, de los informes hechos en un día, de la regla primero que el criterio, de la obediencia a los números, lo que queremos es volver a educar en la hipótesis, en el atrevimiento que implica entender, en ir despacio, en comprender. ¿Cómo educará un gerente bajo el supuesto de que sus clientes, en este caso los estudiantes, siempre tienen la razón? ¡Cinco aclamado para todos y sigan pagando la matrícula con nosotros! La educación debe ser sostenible, pero eso no quiere decir que ha de manejarse como un negocio. Lo último que queremos es otro gerente; y no se diga lo que los políticos han hecho con los textos y la enseñanza.
¿Qué pasará con la gerencia en educación? Que seguramente vengan más intentos de hacer consorcios público-privados en un país en donde el sector industrial y gerencial no se nutre de la investigación hecha en Colombia; vendrán más recomendaciones de educaciones técnicas, rápidas, certeras cuando a todas luces hace falta volver a considerar el criterio y su hermano el concepto como ejes angulares del aprendizaje. ¿Muy etéreo? He educado por más de 20 años y sé que no se logra enseñar a leer, demos por caso, cuando no se cuenta con estas herramientas que para algunos son desastrosamente holísticas… en la misma medida en que no se las comprende, paradójicamente por la misma pobreza en capacidad lectora, más se las rechaza. La ignorancia, y valga este cliché, es un círculo. En el pasado ministerio los estudios indicaban que en Colombia se requería más formación en carreras ´técnicas’, intermedias, rápidas; hacer en seis semestres lo que toma diez…un asunto, de nuevo, de pericia gerencial: ¿quién mejor que la directora del Sena para ello? ¿Y para qué tomar más tiempo si podemos negociar? La educación al fin y al cabo qué es sino ese proceso nebuloso en que unos aprenden primero, otros después y muchos nunca…¡negociemos! Pero no todo es tan sencillo; un viejo chiste de mi padre quien ejerció la medicina, contaba de un tipo que llegaba al médico para recibir la noticia de que tenía cáncer y era terminal. El personaje le decía al médico bajo los buenos preceptos de la negociación que él aceptaría el veredicto de cáncer a cambio de que el médico no insistiera en que la cosa era terminal. Lo siento, los chistes de los médicos son muy malos, pero este tiene un aire de presagio porque Colombia es el país del ‘hagámonos pacito’…incluso en aquello en que negociar deja a todos en peor situación, como en educación: tú me apruebas la materia, yo me encargo de la matrícula.

El problema de la educación en Colombia ha de medirse también de cara a la sociedad. Siempre me ha impresionado la relación que algunos pueblos tienen con su educación, como los ingleses por ejemplo. Alguien puede haber estudiado el más eclécticos de los pregrados; egiptología –conocí a un hombre que estudio ‘navegación fluvial en el Nilo en época de los Faraones’-, filosofía, o finanzas e igual si así lo desea trabajar en un banco. Confían en que su educación, provenga temáticamente desde donde provenga, les dará criterios básicos; llenarse de información es tarea más bien fácil que no implica más que una práctica juiciosa y suele llegar de manera casi inevitable. En Colombia no confiamos en los criterios inculcados por la sencilla razón de que son el gran ausente en nuestra educación y repelemos a quienes los tienen o saben usar: estudiar una carrera no convencional es una condena laboral de por vida. Poco recuerdan los reclutadores o head hunter criollos que una persona con criterios se desempeñará en lo que sea…y que la plata obra su propio milagro de limar los idealismos sociales e igualitaristas que le causan urticaria al gran sistema corporativo. ¿Acaso no terminaron todos los hippies, los que no viven aún con sus padres, trabajando para alguna petrolera? No debieron entregar su sueño de cambiar el mundo; sólo acomodarlo a la idea de que se puede hacer vendiendo hidro-carburos. En la hermana República de Ecuador, un territorio que vemos como una extensión del subdesarrollado Nariño, por orden del Presidente, el maestro de la más insignificante escuela ganará al menos tres mil dólares americanos. Me disculpo por quienes ven en Correa un charlatán sublimado; pero no me cabe duda de que no se puede pensar en una mejor medida para volver a traer talento a la escuela. El químico alemán del siglo XVII Georg Christoph Lichtenberg en sus conocidos aforismos solía decir que en su patria importaba más la educación de los caballos que la de los niños: ¿acaso no ganaba más un montador que un maestro? Me retractaré con mi ex-esposa el día que nuestra nueva ministra de educación tome una medida semejante, pero lo dudo mucho; pagar bien a los que saben de aquello que uno gerencia, a los que hacen el trabajo más importante y de base poco se ajusta a los criterios  más eficientes y técnicos. Y mucho menos a la política.

miércoles, 23 de julio de 2014

Esos Cochinos Vertebrados

Cochinos...cochinos vertebrados
Cuando Luis López de Mesa, ex ministro y uno de los más prestigiosos intelectuales de la década de 1940 en Colombia dictó las conferencias de apertura de la Facultad de Filosofía en la Universidad Nacional en 1946, disertó sobre un pequeño pececito del precámbrico, el Crosopterigio, una criaturita con las aletas franjeadas a manera de dedos incipientes y posible precursor de todos los animales terrestres. Un periodista lleno de ese entusiasmo aventajado que solo lo  da el olfato de chiva, se permitió interpretar la noticia para que el titular fuera más vendedor y publicó la primicia de que el excelso Señor Ministro había sostenido que los hombres descienden de las sardinas. 


Esto, claro,  ya era demasiado para algunos de los que habían asistido, entre los que se encontraba el aún más excelso arzobispo primado de Bogotá, Monseñor Ismael Perdomo quien al leer el titular cayó en cuenta de lo que se había dicho en la conferencia y montó en cólera. De inmediato, tomó un teléfono y llamó al entonces Ministro de Educación, el doctor Germán Arciniegas, quien gracias al titular también entendió algo de la charla y también montó en cólera y quien a su vez tomó el teléfono y pidió que lo comunicaran de inmediato con el doctor López de Mesa y le  preguntó con todo rigor si «…¿no habría forma de hacer nacer esos cochinos vertebrados de algún otro lugar que no sea la sardina?». Cualquier cosa era más digna que contar entre los ancestros a la criatura cuyo cuerpo inerme se debía consumir los viernes de vigilia sacada de una lata; cualquier cosa hubiera podido pasar por la mente de Monseñor indignado, menos el atormentado y maloliente pez de carnes descolgadas saliendo lentamente de la lata para evolucionar en la criatura a la que Dios le confería la dignidad de ser su imagen y semejanza. Toda la sociedad revoló con la noticia, López de Mesa debió suspender de inmediato las conferencias, Monseñor debió refugiarse en el Concordato y aprendimos que Germán Arciniegas era un experto en historia, pero sólo de la que hicieron sus amigos vertebrados cuando dejaron la cochinada.
De este Crosopterigio evolucionó incluso Germán Arciniegas

sábado, 12 de julio de 2014

La Política no es para las Chicas


No entiendo la obsesión de la intelligentsia con la política. Nada más considérese a Vlado…pareciera incapaz de hablar de algo distinto. Y no se detiene; ahora sabemos que su esfuerzo de hacer textos escuetos en sus dibujos era un acto de contención y todo lo que se guardó durante años lo está diciendo como un naufrago. ¿Por qué no podemos simplemente dejar de hablar de los políticos? Déjenme ponerlo en términos dramáticos, pseudo-académicos: nos arrancaron la mirada. ¿Cómo? ¿Por qué? Hector Abad decía que uno de los mayores retos del intelectual colombiano es resistirse a consultar Facebook cada media hora. Creo que estaba en lo cierto; si la energía mental desperdiciada en Twitter se pusiera al servicio de la humanidad hubiéramos resuelto el problema de la cuadratura del círculo, la vacuna contra el cáncer…No entiendo como puede uno twittear y pensar al tiempo en algo que no sea twittear. Pero creo que hay un reto mucho más grande para el intelectual: dejar de hablar, pensar y escribir sobre política todo el tiempo. Y uno de los primeros que lo debe poner en práctica es el propio Hector Abad.
Estos testigos permanentes de la política tienen una peculiaridad; miran para asquearse, como cuando uno no puede apagar la filmación de una cirugía. No entiendo; lo más sencillo del mundo pareciera ser dejar de mirar. Colombia, se aprende con los años, es un país en donde no es posible dejar de mirar, en donde dos o tres nos tienen atrapados contemplándolos, un rasgo muy peculiar de nuestro carácter nacional, aunque no exclusivamente criollo. Pero permítaseme explicar ese talante tan profundo del colombiano: ¿no ha visto ud. que no tiene sentido hacer una protesta en un lugar que no estorbe? Deben hacerlo los manifestantes de tal manera que obstruya, hiera, lesione, donde sean vistos. ¿No ha visto que es un deporte nacional caminar por la calle y no por la acera? Tan conveniente y seguro que sería hacerlo por el lugar indicado, pero tiene la desafortunada consecuencia de que no hay forma de crear un peligro si así se hace. Colombia es un país que vive en una perpetua huida de la lateralidad, de lo que se percibe como abandono y desolación.

La declaración de alias Popeye al ser interpelado por el hijo de Gerardo Arellano muerto en el avión de Avianca en 1989 sobre por qué decidieron asesinar civiles pareciera poner todo en perspectiva:
«Nosotros no podíamos dejar que la gente comprara sanduches y cocacola y fuera a mirar cómo se mataban los malos...»
Había que llevar la guerra a todos, sólo para denotar que se estaba haciendo. Hay una forma muy sencilla de cerrarle el juego al exhibicionista en público, y lo diré con un moto muy criollo; apagar e irse. No nos quejemos del exceso de poder de la política porque justamente se lo ha dado el no poder dejar de mirar. Creo que la labor del escritor en una sociedad como la colombiana es hacer ruido con otras cosas; es hacer parecer menos serios, menos fatales los twitts de Uribe contra Santos. No lo son. Nos tiene cautivos un rifi-rafe entre un gamonal paisa y hombrecito de club y el mundo pareciera pasar por la ventana de al lado. ¿Es que los grandes conflictos de la humanidad no nos afectan, no se ciernen sobre nosotros sus progresos o sus historias o es que toman la forma de una pelea de twits entre expresidentes?. Ricardo Silva lo ha dicho en una frase: Colombia; un país que le cuesta trabajo creer que queda en el mundo. En otras sociedades ha habido más fluidez en dejar ir a los pasados dueños del poder: ¿Cómo lo hacen? Crean instancias para que hablen, instituciones desde donde su discurso permite que se perciban como participantes, pero nunca con el poder de ser lesivos. Que los ex - presidentes se sienten y pontifiquen, siempre y cuando no nos importe.
Ya que pasé la barrera del pudor pseudo-académico, permítaseme dejar acá plasmada toda la mamertada; Marx apuntaba que la historia en su primera aparición es tragedia, pero en su repetición es farsa. Léase a Colombia desde la historia -y ahhhh si este país se ha narrado, pero no se ha leído; quizá por ello tenemos un premio nobel en literatura aunque nuestros niños estén entre los más ineptos en el mundo en comprensión lectora según las pruebas internacionales PISA-, léase de esta manera y se verá que acontecimiento tras acontecimiento no se hace más que apilar farsa sobre farsa. Léanse los telegramas que se enviaban los liberales y los conservadores durante la violencia y se verá palabra por palabra el ridículo vaivén de tweets Uribe-Santos. Ni siquiera hay que cambiar los apellidos. El problema de no poder dejar de mirar es que en algún momento alguien se para y nos propina un golpe mortal. Y qué patético es perder la vida por una farsa repetida.
Sé lo que atrae a mucha gente a ese juego político: la política es una cosa seria, es de verdad, ahora sí estamos hablando de las cosas como son. Es lo que papá y mamá hablaban en el cuarto a oscuras cuando no estaban peleando. La política es para grandes, en ella se encierran las fatales intenciones que se despachan con una sonrisa. No ha de extrañar que varias generaciones de excluidos le hayan cogido tanto cariño:
«Yo no quiero entrar en ese tema» ó «Ayyyy, por favor, me van a meter en un problema si me pongo a hablar de eso…ahora lo que me interesa es desempeñar bien mi cargo»
Y la sonrisa cómplice, que denota intención oculta, el confidencial, la notica, Vicky Dávila revelando lo que todos sabemos, el reportero intentando adivinar si el candidato sí quiere en las próximas elecciones. Claro que sí; en Colombia hay expertos en adivinar el pasado.

¿Cuál es la palabra clave del diálogo imaginado que citábamos?: “yo”. ..ese sentido de pertenencia de propósito; muchos le hacen el juego a la política persiguiendo ese designio. Es la metafísica empalagosa de las clases medias, porque las clases bajas siempre han tenido la suya propia: la polémica deportiva. La política pareciera en Colombia ser la única forma de sentirnos verdaderos intelectuales deliberantes. Es la fórmula de la adultez. La política es para los hombres…junto con la economía, claro. Todo lo demás, las artes, las ciencias, la filosofía, la ética, los misterios de la mente y la materia, bueno…en Colombia, son para nosotras, las chicas. ¿Alguien acaso escuchó en los debates presidenciales pasados una sola referencia a la política cultural? ¿A planes significativos para acabar con los índices de analfabetismo funcional? Desde la era Gaviria se profirió una sentencia fatal; estos, junto con la salud, no son fines del estado. Tampoco lo son el bienestar de los individuos, su protección contra el abuso, su felicidad…como si el estado no se hubiera fundado justamente para estos propósitos. Rousseau, -lo leemos las chicas- se preguntaba para qué diablos vivimos los unos con los otros si no nos soportamos. Si no es porque hay en algún sentido un propósito colectivo de mejorar nuestras vidas y de procurarnos mutuamente felicidad, no tendría sentido. Lograr que otros procuren nuestra felicidad y que nosotros entendamos que vivimos para procurar la de los demás, eso es la política. Pero el fin de la política en Colombia pareciera ser…bueno, justamente más política.
Es mucho más complejo que simplemente desear una porción de poder porque nos conviene, o no soltar el mando porque peligran nuestros intereses. Poco se ha examinado ese componente psicológico de la política: ¿pero cómo se iba a hacer, ¡si eso es para las chicas!? Los americanos tienen una expresión para la clase de gente que describo: “back room boys”. Los chicos que se van al cuarto de atrás mientras los niños y las mujeres disfrutan de la fiesta. En el cuarto de atrás planean lo verdadero, hablan de los linchamientos y las prostitutas a sueldo les bajan la bragueta antes de salir a besar a sus hijos al lado de la piscina. Es la convergencia de la idiotez con al perversidad; es Zuluaga en franca charla con un Hacker que decía saber en dónde se encontraban los aviones espías más sigilosos del mundo. Irse al cuarto de atrás no es para todos, es una molestia que se toman unos por nosotros.
Ese sentido de afán, de urgencia, como si hubiera algo distinguible de la vida, opuesto a ella, más importante que toda la existencia en aras de lo cual vale la pena sacrificar gente, la vida propia o dejar de saludar a otros, tengo que admitirlo, es una de las cosa más ridículamente despreciables de la política, y una de las más opuestas a lo que entiendo es el verdadero ejercicio político. Por eso digo que no me cabe en la cabeza cómo hombres con cerebro propio, que entienden lo que digo dedican su vida a seguirle los pasos a la política tradicional. ¿Acaso en un esfuerzo por ridiculizar o poner en evidencia lo otro, han consumido sus vidas? ¿Por qué simplemente no dejan de mirar y desarrollan su potencial? ¿Los años de sarcasmo los han vueltos incapaces de algo más? La sátira es un género propio, pero no un fin en sí mismo. Bertrand Russell solía decir que la ironía proviene del bienestar en la desgracia; pareciera que nuestros intelectuales se han dedicado a perpetuar unas formas particulares de adversidad porque creen que justamente en ellas consiste su fortuna.
Hace años nos vendieron la idea de que la participación política era un deber de todos. Con los años la idea se transmutó simplemente en que es obligatorio ver el noticiero. El problema es que hay acá la acritud de un sentimiento que originariamente nada tenía que ver con vigilar, con no dejarse sacar. En la Antigua Grecia, las chicas lo recordamos, la política daba un sentido de pertenencia. Pero no se me entienda mal, no estamos diciendo: ‘cómo eran de buenos esos tiempos, ¿porqué no los vivimos de nuevo?’. Es imposible; el sentido de pertenencia entonces nacía desde adentro; ¿como entender hoy lo que significaba ser un ateniense o un espartano? Y a pesar de ello, el ciudadano no vivía todo el tiempo con sus manos en todos los asuntos públicos. No tenía que hacerlo aunque participar en la política era un deber; una señal de cultura política era no saber quién estaba con las riendas en las manos. La política cuando es una máquina bien aceitada, cuando hay institucionalidad que acompaña los mandatos, en poco cuando el estado ha sido bien diseñado y operado, es una artefacto que no hace ruido. No toca levantar el capó para ver dónde está la vibración escandalosa. Desafortunadamente en Colombia a todos nos ha tocado aprender de mecánica. Eso no quiere decir que nuestros pocos pensadores se deban volver redactores de manuales sobre cómo eliminar vibraciones.
Junto con el sentido de inevitabilidad de la política al que hemos aludido va atado el de destino, va la revelación, la intuición, la alianza inexorable, incomprensible pero que se cierne sobre nosotros como una conspiración. El que la ve, un clarividente que comporta el sentido de la desgracia. En las pasadas elecciones alguien se lamentaba de que el candidato Zuluaga fuera el ganador, antes de la fecha de los comicios, porque William Ospina lo había apoyado y un hombre con esa clarividencia táctica no se equivoca en sus presagios lisonjeros. Hay que detenerse para entender la manera del augurio que se inserta en lo inevitable, Zuluaga era el ganador porque Ospina lo habían alabado. Era inevitable, estaba escrito, todo está resuelto de alguna manera y otros lo saben como si tuvieran un contacto antinatural con algo que está más allá. Creo que a esto es a lo que Hanna Arendt llamaba la banalidad del mal; la idea de que en la estupidez hay algo grandioso e insondable, cuando en realidad el mal político es indistinguible de la idiotez. En Colombia el dicho es claro: ‘No, ese no es ningún bobo, lo que es es un hp…’ Resultan ser realidades no excluyentes.

Y cómo no que me he contagiado de la misma estupidez por andar escribiendo sobre estos temas. Debo confesar que ahora mismo que redacto estas líneas he albergado el secreto deseo de ser tomado al fin como un escritor serio: ¡también tengo algo que decir sobre política! Ya no me cabe duda, que me den una columna, o al menos un programa televisivo de entrevistas…a políticos, claro.


viernes, 27 de junio de 2014

Mild Naruhito o el barco más grande que puede navegar por el Nilo


(Un recuerdo de cuando el autor conoció al heredero del Imperio del Sol Naciente)

Para cuando conocí al heredero del Imperio, en 1993, o tal vez en 1994, había pasado unas tres semanas en el New Otani Hotel de Tokio fumando. Había tenido la fortuna de ganarme una Beca JAICA sin consultar una sola vez la página del Icetex, un programa del gobierno nipón para que desventurados sin ningún futuro económico pudieran viajar a las antípodas. Yo clasificaba. Fue así como luego de un viaje de 14 horas sobre el Polo Norte desembarqué en Narita International Airport preguntándome qué había hecho yo para estar ahí.


Mild Seven; tubitos blanquecinos de actitud y felicidad
Los japoneses acostumbraban salir tarde en la noche de sus lugares de trabajo y antes de viajar dos o tres horas en un tren muerto y silencioso atiborrado de publicidad pornográfica a sus diminutos dormitorios se bajaban una botella de bourbon para sentir por unos instantes la magnificencia del samurai. Mi bourbon eran los Mild Seven, los cigarrillos más deliciosos que se hayan enrollado jamás, blanquecinos tubitos de actitud y felicidad.

Fumando recorría la ciudad llena de recovecos que parecían armados por un niño muy sabio y juicioso educado en la China. Un vómito casi convulsivo que me atacó los primeros días me enseñó que no podía comer en cualquier parte en que me detuviera. Los japoneses acostumbran poner deleitables imitaciones de plástico de los platos que sirve el restaurante en las vitrinas y ha de admitirse que el plato servido se le asemejaba casi siempre. Pero pronto descubrí que invariablemente a la segunda o tercera cucharada cuando uno ya ha dicho que la advertencia sobre la comida oriental es un mito inventado por la gente que no sabe comer, irrumpe ese sabor entre mentolado y agresivamente fresco del guasabe cuyo analogía más favorable es la de un pescado descompuesto lleno de clavos de olor que como un muñeco de vudú es arrastrado por el piso de un consultorio odontológico. Y sale prendiéndole fuego al intestino bajo, como un camicaz que ya no tiene nada que perder. No entiendo cómo hay gente que lo pide con aire de gourmet: “Más guasabe mi buen hombre, no escatime…a ver…”. 

Me gustaba entregarme  al metro, dejarme llevar a lo largo de una hilera de estaciones que eran cantadas por lo que imaginaba como una muñequita de Manga lasciva: ‘Acasaka Mitsuke’, ‘Ropongi’. Bastaba aprenderse el nombre de la de origen; bueno, «bastaba» suena tan factible… Emergía en rincones de la ciudad en esencia similares a todos los demás pero con pequeñas variaciones gracias a su uso: el distrito de las flores, el de los anticuarios, el de los vertederos de basura que en Tokio son una especie de colección surrealista de cuadros de de Chirico. Se me ha olvidado el nombre del distrito botadero, pero era como una especie de ‘Day After’, intacto, sin humanos, lleno de carros parqueados a lado y lado de las calles casi nuevos de los cuales sus dueños salieron tan rápidamente que algunos dejaron la puerta abierta en lo que parecía la huida de una persecución alienígena. Mejor de Godzilla…sí. Otros habían atado a los postes motocicletas que pretendían abandonar con la esperanza de que nadie advirtiera el abandono, lo cual es ilegal  pero más económico que llamar al camión de la basura para que recoja un carro de tres años de uso.

Al final de la cuadra, dominando ‘The Day After’, como el templo de la deidad del despilfarro, sobre un lote con piso de tierra se levantaba una montaña de televisores nuevos, una pirámide hecha de bloques de plástico negro. Me paré frente al absurdo cerro y luego de observarlo absorto por un rato levanté los brazos con las manos encocadas como garras, y lleno de poder como Ronnie James Dio en el video de ‘Holy Diver’ le comandé a todos los receptores que se encendieran al tiempo. No se movió un solo cable. Caminé por el lugar, tocando pedazos de electrodomésticos con la punta de los pies, merodeando. No importaba estar allí, ni un alma vi en todo ese tiempo que deambulé. Después me dijeron que era frecuentado por turistas y residentes europeos que recuperaban mercancía en perfecto estado: indigencia europea, pensé, ¡qué lujos había en este país!


"...comandé a todos los receptores que se encendieran al tiempo"
No estaba yo haciendo mucho más que vagar, indigestarme y cancerizarme cuando llegó el anuncio de la visita al palacio real. No la esperaba, de hecho no tenía mucha claridad que los organizadores de JAICA la hubieran programado y en mi jerarquía de cosas, no hubiera sido algo que me generara la más mínima expectativa.

Esa mañana me subí a un pequeño busecito en el que las sillas eran escualizables y podía uno darles un giro completo. Fue inevitable quedar de cara a otros colombianos que habían sido invitados por el programa. Como siempre que se hace una convocatoria de lo «más representativo de la juventud colombiana» había de todo, menos lo más representativo de la juventud colombiana. Adelante iba un grupo de bogotanos de estrato 6 ó 16 ó 226 quienes me saludaron con frialdad y en el que todos parecían conocerse; hablaban de cambiar su pasaje de regreso para ‘darse una pasadita’ por Indonesia. Más adentro había un grupo de personas de la costa Atlántica de Colombia, seguramente también de lo más exquisito de su mundo, una mujer con bigote que curiosamente tenía nombre colombo-japonés Yusemi  ó Yukemi y recuerdo haber pensado que su pecado no consistía en no ser representativa sino en ya no pertenecer a la juventud colombiana. En la parte de atrás asistían algunos dignatarios de la clase media; Rodrigo, un periodista que cuyo equipaje iba aumentando cada noche gracias a las existencias de toallas y sábanas que robaba y Hernando, un estudiante de medicina de la Universidad Nacional que estuvo a punta de que le cancelaran la matrícula por haber propuesto un proyecto de investigación como requisito de grado. Me senté al lado del médico; no paró de hablar.

Mientras recorría la ciudad arrullado por una voz que parecía practicar  la consulta, nos fuimos acercando al Palacio Imperial. Comenzaba el invierno y ya las ramas de los viejos pinos que rodeaban la gigantesca edificación blanca, que a pesar de su tamaño persistía en la fisionomía de una casa, habían sido delicadamente forrados en esterilla para protegerlos del frío y apoyadas en horquetas. Me pregunté cómo estas mismas gentes llenas de arrepentimiento matan ballenas en el pacífico norte.

El perímetro del Palacio era descomunal; ese complejo al cual entraba me lo había topado cien veces en mis caminatas y en mi cabeza se denominaba “la reja verde que no deja pasar”: en mi ciudad también las había, estorbando, tiradas justo en la mitad de los pasos como si al niño chino se le hubiera caído un cubo en la mitad del corredor; el Cantón Norte, el Country Club. Ahora yo llegaba como invitado especial al interior de la reja verde. Una vez adentro, me extrañó que nos hicieran entrar por lo que me pareció entonces la puerta de la cocina.

Adentro, nada era como me lo imaginaba. La enorme edificación conservaba las proporciones de una casa acogedora. Comenzamos a pasar en fila de una habitación a otra, encabezados por un guía japonés que actuaba como si el llegar tarde lo fuera a deshonrar de alguna manera ceremonial y absoluta. Había algo absurdo de darse afán para saludar el Hijo del Sol. Recorrimos infinidad de salas, una tras otra, todas dispuestas acogedoramente, con las luces encendidas y los cojines probablemente calentados por el trasero de algún esclavo del Imperio entrenado para empollar mobiliario. Imaginé a Naruhito persiguiendo a la princesa consorte por las habitaciones, engendrando un nuevo emperador en cada sofá empollado. Apenas si había tiempo de detallar los espacios; unos eran de temáticas azuladas, cortinas aguamarina y lámparas con velo de añil; otros rojos, con potencia premeditada en donde parecía que alguien hubiera fumado una pipa y planteado la guerra hace un instante.

Un ‘clock’, la puerta de entrada, un nuevo espacio, una  sala, colores, iluminaciones, caminar hasta el extremo, otro ‘clock’, la puerta de salida y así continuamos por más sitios de los que tuve cuidado en contar. En algunas habitaciones había delicadas cigarrilleras de plata al alcance del caminante, llenas de blancos cigarrillos similares a los ‘Seven’ que adoraba, pero con una flor de cuatro puntas como el logo de un Montero Mitsubishi en esteroides; ¡el símbolo imperial! Luego descubrí que por más imperiales que fueran, no se comparaba el sabor a los callejeros ‘Seven’. Deseé encarecidamente por mi país, por Colombia, que Rodrigo que venía detrás no se estuviera guardando las cigarrilleras para hacer juego con sus cobijas y sus sábanas de conocedor del mundo y posiblemente con el chaleco de supervivencia de su silla en North West Airlines; Rodrigo tapado hasta el cogote flota debajo de las sábanas japonesas protegido por un chaleco salvavidas y mientras saca un Mustang de una cigarillera de Plata del Imperio ahoga las cenizas en un cenicero de cristal que dice Lobby New Otani Hotel, Tokyo… en alguna parte de Bogotá y sonríe satisfecho. Maldita sea ser un habitante del segundo país más feliz del mundo; yo que no quiero estar contento.

Me adentraba en las entrañas de una bestia y no hubiera podido salir en ese instante si me lo hubiera propuesto, algo que siempre me ha molestado de los aviones y los ascensores; yo no me reservo el derecho de admisión propio  -a veces me toca entrar en sitios que no me gustan-  pero sí el de expulsión en los momentos, llamémoslos así, «sofocantes». Me consoló pensar en todo lo que le tocó sufrir a Richard Chamberlain en Japón cuando fue ‘Shogún’. Tampoco lo dejaron salir por mera y pura amabilidad y tuvo que terminar desposando a una mujer que portaba un honorable nombre como ‘Masato’…’Mariko’, eso es.

La caravana finalmente se detuvo en un lugar que no me pareció adecuado; no era una de las miles de salas sino una especie de desapacible corredor curvo; ¿no era acaso esta gente de Feng Shui? Una traductora japonesa que acompañaba a la comitiva, una mujer a la que nunca le vi ni soltar ni consultar un cuaderno que llevaba tapándole el seno izquierdo, nos hizo gestos circulares con las manos que no entendimos. No habló en español porque para el momento ella misma entendía que era más comprensible su japonés. Con la cara agachada como si nos deshonrara, optó por tomarnos de los hombros y ubicar a cada uno en su sitio, describiendo una especie de semicírculo en el que mirábamos hacia el frente. Hicimos silencio.

Luego de un rato más largo que el que nos tomó llegar hasta allá hubo un ‘clock’ final y de las entrañas más íntimas del monstruo emergió Naruhito, el Hijo del Sol. Era como del mismo tamaño que su ‘action figure’; de seguro existía en alguna parte del mundo una figurita Naruhito articulada con un imperio por gobernar [imperio y las pilas no incluidas]. Me tomó un rato descubrir qué tipo de hombre era. No me refiero claro, a su fuero más interno, a sus amores y sus trásfugas sentencias. Me refiero a su fisionomía: ¿qué clase de hombre era? Con el tiempo le he podido poner una etiqueta: era Ben Kinsley en esa película en la que se hace matar por defender una casa que compró en Estados Unidos; digno, frontal. De ojos muy juntos, casi distrábico, blanco como el pecado, como una cajetilla de ‘Mild Seven’. No era el tipo de la calle, y me pregunté si entre estos seres humanos también se clasificaban por estratos del uno a seis como en mi país. Llenaba su traje azul a la perfección, rasgo que me pareció el producto de un trabajo de equipo, no de Naruhito. Era un hombre que no se imagina uno agachado recogiendo los calzoncillos:

«Déjalos, buen asistente Totumi, han caído al piso, prefiero por todos mis antepasados perderlos»

«Pero…pero, su Majestad, le imploro, es el último par…»

Mirando el Sol poniente, abraza a Totumi y ambos se sumergen en un momento de profunda compenetración durante el cual suena una flautica anecdótica y aguda

«Déjalos buen Totumi, que esta noche, cuando me venza la irritación del paño inglés, cuando mi blanca piel nipona sea un nido de prurito e irritación incomprensible para occidente…¡me rasco el real culo!»

Totumi deja escurrir una lágrima en silencio.
'Action figure' de Naruihito
 

En efecto, era todo verticalidad.

Caminó por la fila haciendo charla cordial  de tiempo controlado con cada uno de los presentes. Hubiera dado plata por saber qué habló con Yukemi. En la fila me precedía uno de los bogotanos, quien invitó a su Majestad a ‘conocer nuestro país’ tan reiteradamente que el hijo del Sol se vio obligado a levantar la mano y pedir que ya no lo invitara más. Mientras se retiraba, este personaje, que debía llevar un nombre altivo y lisonjero de clase alta, algo así como ‘Juan Fernando Soto’ lo seguía invitando desde lejos.

Cuando me tocó el turno de intercambiar algunas ideas con la única deidad que yo haya contactado, no supe qué decir; aún estaba un tanto indignado con ‘Soto’ y creo que caí en la misma estupidez de preguntar “qué conocía de nuestro país”, externalicé mi Juan Fernando; me faltó poco para invitar a Naruhito a Bogotá una vez más. Los colombianos no estamos contentos si no le restregamos a algún extranjero en la cara el no tomar aguardientes dobles uno tras otro, el no comer arequipe a paladas y el no bailar salsa como un gallinazo sobre una teja caliente, única y verdadera forma, como lo saben hacer los negros de zapato blanco en Juanchito.

A través de la traductora me hizo saber que no conocía a Colombia, pero que era de su mayor interés este país engastado en la mitad de ningún lugar en especial, de gentes que hacen básicamente lo que hace la mayor parte de la gente del mundo; lo hubiera dicho de Kazajstán, de Borneo, de Vanuatu. Me respondió en japonés, cosa que luego me asombraría porque la traducción era casi incomprensible y el Emperador sabía español. No supe qué más preguntar; me miraba penetrantemente, pero no tomaba iniciativa y mi tiempo para decir algo que simulara inteligencia se agotaba. Le pregunté entonces qué había estudiado. “Navegación Fluvial en el Nilo” me dijo, “en Oxford”; carrera increíble, improbable. ¿Qué clase de pregrados hay en Oxford? Yo le advertí con mucho presunción que era estudiante de filosofía, porque eran épocas en las cuales aún tomaba orgullo en ello. Fingió interés, realmente lo fingió.

Por unos instantes, la conversación cayó de nuevo en un punto muerto y recuerdo haber mirado al piso con gran incomodidad antes de proferir la más estúpida de las preguntas: “¿Y hoy en día pasan barcos muy grandes por el Nilo?” ¡Qué interés desbordante por las condiciones fluviales y de navegabilidad de un río en el otro extremo del mundo! ¡Qué inspiración divina y eterna de una inteligencia fracasada! Por un instante hubiera podido asegurar que  prorrumpió en el rostro de Naruhito algo similar a  una sonrisa, como si en su calidad de emperador magnánimamente perdonara mi brutalidad y se condoliera de mi incomodidad:

«Oh no…no tengo ni idea qué barcos pueden pasar por el Nilo»

«Pero, pensé que era lo que había estudiado…»

Se me acercó, riéndose conmigo, casi demostrando intimidad.

«Tal vez no le dije el nombre completo de mi ‘Mayor’ en Oxford: “Navegación Fluvial por el Nilo en la Época de los Faraones”»

Y yo que pensé que había estudiado algo inútil.

Con los años lo comprendí, entendí por qué el Hijo del Sol había podido interesarse por un tema que en ese momento parecía un poco más que un cuento de hadas, por qué había colosales pirámides de plástico en la mitad de Tokyo, guerreros del bourbon en las calles y deliciosas Isis del amor y la locura en las paredes del metro; todos decían ser hijos del mismo padre.

jueves, 19 de junio de 2014

La Mierda del Sol

(Carta Abierta al Sistema Financiero)
Qué abstracto resulta ser todo lo que hacen, qué innecesario y prescindible. Lo ‘etéreo’ no es lo que yo hago, aunque me pase la vida entre páginas y dramas conceptuales que sólo parecen implicarme a mí. Quizá todos estemos enredados en sus negocios, pero no por ello son menos traídos de los cabellos: valores, títulos, confianza, sus amados intangibles. Cuando se han quedado sin liquidez, este flujo no infeccioso que añoran, nos han vendido el oxido de sus construcciones imaginarias: Mortage Backed Securities. Los bancos americanos vendieron por el mundo más 5 billones de dólares en seguridades respaldadas por deudas. Tanto que todos los bancos del mundo quisieron comprar la basura de otros bancos, aunque a menudo ustedes se curan de adquirir sus propios inventos porque saben de qué están hechos. Pero este era irresistible; lo vendieron dos empresas con nombres de dibujos animados de los años cincuenta: Freddie Mac y Fannie Mae. Tan abstruso era todo ello que el francés Jean Claude Trichet, presidente del Banco Central Europeo tuvo que aparecer en los medios para  pedirle a los ricos que no compraran cosas que no entendían. No pensé que llegaría el día en que un francés desaconsejara lo incomprensible…yo que creía que el cine galo que veía era raro e impenetrable. Ante Uds, Truffaut palidece, los versos de Breton y Soupault parecen manuales y la prosa de Antonin Artuad es un bloque de hierro.

Y al fin y al cabo ¿qué es lo que producen? ¿Con qué derecho llaman sus retorcidas maneras de meternos las manos en los bolsillos ‘productos’? Es parte de un plan que raya en la perversidad: si lo deseas lo suficiente, quizá decida aceptar tu labor y tu dinero; todo ello me lo darás a cambio del trabajo que me tomaré en gastármelo, porque el dinero que prestan no es de Uds., es de nosotros. Uds. nos prestan nuestro dinero. ¡Qué extraños bucles lógicos hay en todo este sucio asunto! Y de ello viven no solo mejor que nosotros, parasitan obstinados y meticulosos hasta del último jugo de la vida que nosotros no podemos tener por andar produciendo sus sueños. Que sea la ocasión de decírselos, es al contrario del comercial; Uds. nos tiene a nosotros. He imaginado el final del mundo…si fuese por un evento predecible y gradual, un asteroide en curso de colisión con la Tierra, por ejemplo…se me interpone una imagen de todas las redes, todos los medios, los cables y las ondas del aire atiborradas con sus mensajes amenazando a sus acreedores para que cancelen su deuda antes de lo inevitable. Quizá con ello puedan arder en el momento del impacto con nuestro dinero en sus manos; tal vez sólo por tener el gusto de verlos se lo deberíamos dar.

Los expertos financistas nos dicen que los que así pensamos no entendemos el fenómeno bancario; ¿acaso es un chiste? Claro que hay algo que se nos ha escapado todos estos años; están en lo cierto, no entiendo. ¿Qué es lo que me lo impide? No es la falta de costumbre con lo abstracto: estoy habituado a la filosofía, la música, las menos representacionales de las artes. Lo que no me permite entender es indescriptible , es lo mismo por lo cual me sentiría mal de siquieraproponerle este juego cruel e incomprensible a mi hija:

 “Dame todos tus dulces; cuando me preguntes cuántos duces te tengo, me como uno; cuando me pidas uno de tus dulces me como uno o dos; tal vez se me ocurra comérmelos todos y para que yo no haga eso me tienes que dejar comer algunos. Si a mí me da mucha mucha hambre y me como todos tus dulces o si se me pierden todos y pierdo los dulces de todos los niños que tengo, tu pierdes tus dulces. Y si no me das los dulces que yo quiero cuando yo quiero, te voy a poner en una lista para que ninguna otra persona te pueda volver a dar dulces. ¿Banqueamos?”

¿Qué niño en sus cabales aceptaría semejante treta? Y, por cierto, ¿de dónde saca uno corazón para jugársela? Y sin embargo, ¿qué diferencia de fondo hay entre esto y lo que Uds. hacen? Para precavernos contra la tendencia a ver estos juegos como naturales hará falta dejar que los niños nos eduquen y nos recuerden que ustedes existen para generar las condiciones que hacen necesarias que ustedes existan.

Nada de esto desvanece el enigma para mí: el sistema bancario es un gran misterio similar a la teología esencialista de la baja Edad Media, en la que lo propio era que su propósito, su sentido y su preponderancia simplemente es mantener vivo el misterio metafísico mismo que le da vida a la teología esencialista de la Edad Media, la irracionalidad idealizada; ya no sólo un juego abstracto. ¿Cuáles son los dogmas que subyacen a sus intrincados sacramentos? Marx decía que la economía es la metafísica de la clase alta. Nadie como él había entendido el misterio.…me perdonan que lo mencione.

Pero no vayamos tan lejos; hay cosas de mínima monta que no entiendo. Todos Uds. lo deben recordar, la crisis de los noventa; estaban decididos a no dejar ir un ápice, aunque fueron Uds. los que iniciaron la debacle. Pero los tiempos de crisis son buenos para Uds., tan buenos o mejores que los de abundancia; en Colombia les regalamos a raíz de ello cuatro de cada mil de nuestros pesos, por estar en “emergencia financiera”. Una bestia paralítica se enfurece dando gruñidos sordos y todos nos rendimos. No…nuestro país no hubiera tolerado que lo hiciéramos por la educación aunque nuestros niños sean prácticamente analfabetas, o por la salud en  un país en el que aún mueren veinte mil niños al año por gastroenteritis. Ese salvamento se lo dimos a Uds. creyendo algunos en la publicidad lacónica que decía que nuestros sueños eran los de Uds. y que si se salvaban nos salvábamos todos. Ahora, por sus voceras aguardientosas, han declarado que ya no quieren el cuatro por mil porque la gente no está ‘bancarizando’ el dinero. Otra de sus altas sacerdotisas se quejaba de que se hubieran dejado de usar las tarjetas de crédito alegando que con ello habíamos regresado ‘a la Edad de Piedra’ cuando fue ella quien defendió las altas tazas de intermediación. ¿Un doctorado en economía en Harvard o Yale o Berkeley no bastan para verlo? De premio el gobierno la mandó al Imperio del Sol Naciente a vivir una vida similar a la de un Emperador porque no hay gratitud más grande que la que se paga por dar latigazos en silencio por otro. Pero no todo fue tan discreto; déjenme recordarles que lo propio de la Edad de Piedra era la usura mortal, el cobrar la deuda por el mazo y con la vida, en libras de carne. ¿Acaso esto no es el nombre que se le debe dar al que se lleva una séptima parte de todo negocio en el que no ha tenido nada que ver?

Épocas primitivas…los niños en clase de historia se quedan aterrados de que la Inquisición fuera tan cruel de incluir en sus listas a gentes que por un desliz blasfemaban… un día se ganaba de nuevo la gracia de Dios y salían de la lista. ¿Cuándo se sale de sus listas de las Centrales de Riesgo? Eran menos crueles e impenitentes las listas de la Inquisición porque el Dios de ustedes es un que no siente ira; el gran ojo en la pirámide del dólar nunca se cierra.

¿Acaso les ha dejado de gustar el dinero de los pobres, los billetes desleídos manchados del sudor de los días y las pesadumbres? Que no se nos acuse de ser exponentes del dolor tipificado del necesitado, del dolor politizado. La estulticia no es fácil de disimular, incluso para Uds.: en plena crisis, la de los noventa, el banco AV Villas tuvo que buscar la intermediación del Gobierno porque habían perdido el amado flujo gracias a que embargaron prácticamente todos los bienes inmuebles de los clientes y nadie aportaba cuotas mensuales. Literalmente, estrangularon con ambas manos al marrano y fue el gobierno el que le tuvo que dar respiración boca a boca. Uds, lo recuerdan, cómo el tuvo que salir y decir ‘Si lo quieren exprimir, no lo  tomen por el cuello” ¿Algo lo trae a la memoria?…son ineptos hasta para lo que dicen ser expertos; “captar”.

Cómo se pulverizan estas lógicas mínimas en su haber…si el tiempo es dinero, idea que nos queda clarísima por los costos mortales del crédito en Colombia, sus enormes riquezas, que en el pasado trimestre llegaban a 7,06 billones de pesos, están montadas sobre el tiempo que les pagamos...en sus sucursales, en sus filas cuando averiguamos por nuestros dulces, o simplemente se nos antoja comernos uno. En alguna época pagué una deuda que contraje en Colpatria como una infección. Las esperas eran especiosas, específicas, nacionales. Esas oficinas no eran para nada sitios desleídos en los que abundara esa desazón de los muelles solitarios y de las estaciones de tren al atardecer. Los locales se llenaban, la unión colectiva creaba un vaho incontenible que hacía llorar las paredes, que aflojaba los carteles en los que una familia de ahorradores se abrasaba y miraba hacia el futuro un logo de Colpatria que era el sol. Los bebés pagaban la pena  también; lloraban la lenta agonía del mero existir con pugnacidad reclamando a gritos en su lenguaje incomprensible «¿Por qué? ¿Por qué mamita me trajiste al mundo para venir a una sucursal de Colpatria?». Si sumara las horas, los días, las semanas en las que he hecho fila en los bancos la vida me daría para volarme a Ciguatanejo a restaurar barcos con Tim Robbins y Morgan Freeman.

A menudo me pregunto cómo perdimos el ímpetu  de los indios del Darien salvaje recordado por el cronista Felipe Guaman Poma de Ayala, quienes durante la conquista de los españoles y conociendo su sed enferma de oro los ataban de manos y pies para verter oro fundido en sus bocas mientras les preguntaban ¿de este oro comen ustedes? Con el mismo tenor con el que ustedes lo harían hoy, no me cabe duda, los españoles respondían, Sí de este oro comemos antes de caer muertos con la barriga llena de lo que los nativos de ese territorio colombiano llamaban La Mierda del Sol.

viernes, 13 de junio de 2014

DANZA DE LA ALCACHOFA





Danza de la alcachofa, pútrida y cerrera.
Danza de la alcachofa, que como vegetal dejas tanto que desear
en tus arcanos dígitos óseos.
Descalabro y danza de las verduras en fausta indigestión, habitando en hídreos vapores, altaneros en sus centellos,
exasperantes en sus implicaciones.
Descalabro y danza de la alcachofa, clorofílica contenciosa, diñarante del bonete, oclusiva del afrancesado periné,
Contra ti me alzo en férrea rebeldía, espiciforme malvácea, con clorhídricos asedios a tus apiñadas torres, en medio de cárnicos sucedáneos a tus ungulados amantes, con fe renovada en el potasio, con la mirada serena del destazador jifero.

Contra ti me alzo en férrea rebeldía.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Nadar en la oscuridad

No sé cuándo comenzó esta ‘cosa’ de salir a caminar en completa oscuridad. Sé cuando terminó. Mi familia tenía una finca en uno de los páramos que rodean a Bogotá. En las noches sin luna el aire no era tan frío como de costumbre y a pesar de que la oscuridad era tan espesa que no sabía si estaba sosteniendo mi mano frente a mi cara, cogí la costumbre de salir a deambular en las tinieblas. Me sumergía en el abismo de la noche como en un agua a la que poco a poco me iba adaptando. La última vez, la última caminata, ya era una especie de experto: el sonido de la gravilla me aseguraba que iba por las huellas de las llantas de los carros; el pasto espeso que me obligaba a caminar con pies de plomo indicaba que me había salido del carril y andaba sobre la hierba alta que crecía a borbotones. En mi mente me podía hacer un mapa de  todo hasta la portada. De ahí en adelante era difícil saber si andaba por un camino o me extraviaba por alguno de los potreros que se perdían en riscos en donde el páramo se vuelve un desierto húmedo.
En la última de mis caminatas me perdí en alguno de esos ríos de pasto. Sé que crucé una cerca porque fui tan afortunado de encontrar a tientas un broche que me permitió seguir sin agacharme y correr el riesgo de terminar con un alambre de púas en la espalda. Había una cierta sensación de plenitud en ese paraje en el que había entrado; el pasto estaba bajo, seguramente comido por el ganado y decidí caminar con las manos en los bolsillos, dispuesto a caerme; el olor a tierra y humedad que ascendía desde los montes hacia la noche obviaban el que no hubiera nada que se pudiera mirar. Estaba en un sitio que yo creía conocer, pero eventualmente me tropecé y con las manos en el piso reconocí al tacto una enorme piedra que se podía ver durante el día desde la carretera, deslucida y gris como las nubes plomizas. Sólo podía sentir la superficie gélida, entre ajada y mohosa sobresaliendo como la punta de un iceberg terrestre. A tientas hallé un concavidad en la que me podía sentar; daba igual en qué dirección mirara. Si me esforzaba podía divisar unas sombras tenues; la luz lejana de Bogotá iluminaba el cielo, pero no era lo suficientemente como para alumbrar ese lugar. Preferí mirar la oscuridad en lugar del yodo de la ciudad.
No sé cuánto tiempo pasó, no sé bien qué pensé en el rato que estuve sentado antes del incidente. Pero no me lo imaginé; algo descargó sobre mi cuello dos enormes chorros de aire turbulento: los pude sentir húmedos y prístinos. Tuve la extraña entereza de no moverme, de permitir ser inspeccionado o seleccionado o lo que fuera que estaba siendo. En realidad mi cuerpo fue el que no se movió. Hubo silencio; luego el raudal se repitió, pero invertido, de una exhalación a una inhalación de tal potencia que alcanzó a succionar el pelo de la parte de atrás de mi cabeza. Era sin duda una respiración, un ciclo completo. El cerebro en estos casos se demora en recomponer la escena, debe recorrer todas las posibilidades. El pánico…el pánico sí es certero; la sensación casi inexplicable de que la realidad se está desmoronando por un momento y el esfuerzo por volver a poner todo junto de cualquier manera. Pensé seriamente si no había traído a alguien conmigo, lo pensé por un buen rato, dándome argumentos de por qué lo habría hecho; luego me explicaría cómo y por qué arrojó sobre mí dos chorros de aire húmedo en el frío de la noche. Consideré la posibilidad de una broma pesada, pero el perpetrador hubiera tenido que seguirme sin un solo sonido, porque esa respiración había provenido de la nada, por así decirlo. Antes de ella no se había movido una sola hoja, ni un crepitar en el suelo. Sería un mentiroso, un maldito escéptico y materialista mentiroso si dijera que descarté con el más fino método científico en ese lugar otras posibilidades más misteriosas provenientes de arriba o, el destino no lo quiera, de debajo de mis pies. Tampoco sé cuánto tiempo mi cuerpo estuvo inmóvil siendo inspeccionado, olfateado…imaginaba. En algún momento acepté con resignación, agaché la cabeza. Me senté por un largo rato como un niño que pone el cuello en una peluquería a pesar del temor a las tijeras. Todo se repitió unas tres veces y cuando cesó, salí sin levantar la cabeza, reptando, lo cual me tomó un tiempo mucho más largo del que había tomado entrar.

A la mañana siguiente hice el mismo recorrido. Cuando llegué al broche, un enorme toro de lidia negro, de unos quinientos kilos tenía su mirada clavada en mi, estaba quieto al lado de la piedra en la que me había sentado como si no se hubiera movido desde la noche anterior. Me olfateaba con fuerza en la distancia. Parecía decirme con sus ojos como de niño apesadumbrado que lo hiciéramos de nuevo, ahora a plena luz…si me atrevía.