(Un obituario a mi madre Olguita en sus 27 años de ausencia)
Hace
tiempo no soñaba contigo. Anoche como en una premonición de tu día, llegaste en
uno de mis sueños. Ni siquiera recuerdo por qué estaba yo en donde estaba. Era
la cocina de nuestra casa, pero al tiempo no lo era. En los sueños sucede como
si las sensaciones de intimidad, cercanía se desprendieran de las cosas y
gravitaran hacia otras, unas que inventamos. En los últimos sueños te había visto
en sitios extraños, viviendo sola en una casa, con el pelo corto. Ya no enferma
sino penitente, una vida sin mundo. En este eras la de siempre, pero en tu cara
se veía mi cansancio. Es la forma que los sueños tienen de elaborar la muerte;
rostros que como habitaciones están quebrados, decadentes, ciudades perdidas,
mundos lejanos estancados que como en un breve filme se repite automáticamente
su inacción, una y otra vez sin fin. Así es tu vida ahora para mí, una especie
de cinta ocre, irreal que revivo repetitivamente, una en la que las palabras ya
no significan. Todo esto, que parece tan remoto y muerto, es un objeto amado
que se atesora incluso resquebrajado por todas las veces que lo he repasado. Mi
talismán es ese período especial y único que te perteneció. Y no lo quiero
olvidar así el juego me tronque a mí.
En el
sueño, yo me quejaba de la manera en que me hablaba mi hija Gabriela, que el día
de hoy me había sumido en el dolor: con ironía, con indolencia. En el breve
período en que te vi, lo elaboré como una queja por la forma en que yo te
trataba a ti, con la misma dureza y las palabras inmisericordes cuando era un
adolescente. ¡Yo me quejaba contigo de las cosas que te había dicho! La locura
de los sueños no se equipara con la de la vigilia, aunque en los sueños tenga
sentido. Como sucedía cuando vivías, me consolaste por las cosas que yo hacía,
y me perdonaste las que me pasaban. Tenías ese poder de redimir. Siempre lo
tuviste, uno muy real y certero. Ahora sin padre ni madre -la ridícula
confesión de un hombre de 54 años de su orfandad-, me falta ese poder. ¡Cómo lo
he añorado en mil circunstancias, en mil derrotas! Y cómo me arrepiento de no
haberlo reconocido antes en ti. La nostalgia es el dolor del pasado que no podemos
borrar y que se transforma en otra cosa: a menudo en algo semejante a la alegría y
el consuelo. Pero a veces en esta sensación de otra vida del pasado que no
podemos cambiar y sólo nos queda sentarnos a presenciar. Tal es mi nostalgia
por ti.
En el
sueño, el dolor por las palabras de mi hija se transformaba paulatinamente en
una declaración de derrota personal. A menudo he tenido esta sensación de haber
sido sobrepasado por la vida, de que mi forma de ser me eclipsó como la sombra de
un árbol que lo priva a él mismo de la luz del Sol. De tantas cosas me perdí,
decía patéticamente en el sueño, lo vociferaba. Y me diste la razón. Yo me
asombraba de que lo dijeras.
Qué
extraño es que lo asombren a uno cosas que uno mismo ha creado. Yo quería que
me dijeras que no había arruinado mi vida, pero me dijiste justo lo contrario. E intentaste confortarme. Te veías cansada en ese momento, con el
rostro agotado. Habías estado haciendo los oficios de la casa todo el día, una
que era nuestra casa, pero que no lo era. En el sueño lo comprendía aunque yo
era este hombre de mi edad que nunca conociste, y tú eras mi madre de niño. Te
sentaste y me explicaste que me ayudarías a reponer todas las piezas faltantes de mi vida. Tuve la sensación
clara de que había dejado de mirarte hace rato mientras me hablabas. En algún momento levanté la cara y me asombró
verte. Tenías estrellas doradas de papel desgastado y viejo en la cara, pero
que relucían como el oro real.