El destino de todo texto

El destino de todo texto
Aldous Huxley "Si uno es diferente, está condenado a la soledad"

martes, 11 de septiembre de 2018

Breve historia de un país que no produce ideas

"A mi me joden por mis ideas, pero esto presupone una cosa tío, que yo tengo ideas"
Mariano Rajoy


En un país que no produce ideas, te cobrarán hasta la última gota de agua, el dólar por una porción del subsuelo líquido y lo que es de todos te valdrá lo que en ningún lado, porque a muchos no se les ocurre más que comerciar con lo que no tiene precio.
En un país que no produce ideas, diez personas te llevarán una papa a la boca, quince intermediarios acariciarán una piña antes de que llegue a tu mesa y el que menos ganará es el que la ha cultivado, porque a nadie se le ocurre qué más hacer sino entorpecer lo que es en esencia simple: llevarse una papa a la boca.
En un país que no produce ideas, lo común será extraordinario, las referencias simples un recuerdo; así, un yogurt no es yogurt sino una bebida lácteo tipo yogurt, una vivienda no es una casa o un apartamento, sino una solución de vivienda, un  espacio fraccionado hasta hacerse invivible, porque el poco ingenio se agota en estirar lo que producen quienes producen.
En un país que no produce ideas, impera la gente práctica que nunca piensa en lo que no existe, porque es práctica. Toda idea fuera de lo común será coronada como incompetente porque lo único que todo el mundo sabe es estar en el mismo sitio y pensar los mismos pensamientos, aunque se añore y se alabe el ingenio como valor supremo.

En un país que no produce ideas, lo más común es que vivamos pendientes de lo que dice uno solo que nos ha atrapado en los ángulos de sus conceptos, que parecieran inevitables porque se cree que lo más valioso por encima de la incertidumbre de la inteligencia es la certidumbre del poder.
En un país que no produce ideas, el que produce ideas será esclavo del que no las produce porque el que las puede concebir tendrá su mente ocupada creando, dudando y sirviendo a la causa ardua del pensar, mientras que el que no las produce no hace más que maquinar para tomar lo que no ha concebido.
En un país que no produce ideas, el que piensa es sospechoso -aunque mantenga todo el endeble edificio- porque no vende, y tiene la sensatez de no anunciarse a sí mismo como mercancía. El que piensa incurre en ese molesto acto de producir lo que sirve, mientras los demás producen “verdadero valor”.
En un país que no produce ideas, los niños trabajarán mientras los adultos andan desempleados porque a la astucia, que a menudo se confunde con inteligencia, se le ocurrió que con ello podría hacer el doble bien de favorecer al niño y ahorrarse un importe.
En un país que no produce ideas, los de poco talento prosperarán, y multiplicarán lo que tienen porque todo el tiempo hacen, mientras que el pensador duda. Un mundo así es el suyo y se acomodarán al sistema como la pieza faltante de un rompecabezas, mientras que el que piensa siempre será inadecuado y desadaptado, porque la duda no ofrece la visión edulcorada del feliz encaje de las soluciones simples.
En un país que no produce ideas, pretender que las cosas sirvan sus propósitos es rebeldía. Así, el colegio no educa, los restaurantes no nutren, la medicina no cura y la vida es un triste remedo de lo que podría ser. En un país que no produce ideas, las personas se dedicarán a crear toda clase de monstruosos insumos, estructuras increíbles para que las ideas asciendan hasta una sola persona que no las tiene ni las ha gestado.
Si no pensar implica una voraz reducción al absurdo, si arruina nuestra vida: ¿por qué no aprender a producir ideas? ¿Acaso no resulta más "económico"?



sábado, 2 de junio de 2018

Quise

Quise los días largos y las risas,
las prolongadas sobremesas y las historias.
Por tuve el silencio de mi silla,
la mirada única del deslucido tarro
y la voz de estertores y radios lejanos.

Quise la hora en que las colinas y la bruma se encuentran con la noche, las sombras largas de ciudades que no conozco
y la brisa inesperada.
Pero tuve las calles, el sudor intonso de la tarde y la garganta agria de los días de sol picante,
el mugre en torbellinos que se hace barro con el agua
y juega a quedarse en este mundo.

Quise las ciudades en la distancia y el olvido de las luces titilantes que acompañan los viajes y la deslealtad.
Pero tuve el albor gris que no parece callarse,
la presencia desmedida en la que nadie olvida y ningún lugar es solitario.

Quise la extensión y la llanura,
el horizonte sobre el que se tienden las Pléyades en la noche,
el augurio y el frío.
Pero tuve el hervor del tumulto y la voz que grita desde la calle y reclama a diario la botella y el papel, las cosas quemadas y las olvidadas.

Quise los remolinos y el suave temblor pavoroso del zarpar y del mar.
Pero tuve el bullicio y la estrategia, el cuidado y el saludo que no perdona.

Soñé contigo en ese pequeño patio,
que te llegarían los años con la melisa y la verbena
y pasos sosegados,
que nos olvidaríamos lo que éramos el uno para el otro,
que las palabras entre los dos penderían como murmullos
o sobrarían como el asombro.

Pero tuve tu silencio y la distancia,
una que tenía tu nombre,
tu olvido de piedra
en medio de este remolino estático en el que todo parece fechado,
que poco a poco me alcanza y me rodea,
moviéndose por su cuenta, cercándome,
y que ahora me hace inevitable pensar
que todo lo que quise
ya me había sido dado y al tiempo arrebatado
la primera vez que pronuncié tu nombre.

martes, 6 de marzo de 2018

Tus Manos

(Un obituario en los 23 años de ausencia de mi madre)

A Sofía y Gabriela que están en el asunto de preguntar.
A Martina que pregunta con los ojos.

Recuerdo tus manos.
Tenían una especie de poder, una suavidad y una firmeza entrelazadas. Muchas cosas las he olvidado. Esta fecha se me había obliterado de los recuerdos. No como se olvida una cita o tomar una pastilla, sino como se olvida lo que siempre llevamos puesto. Yo te llevo de esa manera, tu mano puesta sobre mí.
Cuando éramos niños, tus manos eran el mundo; sobre el pecho cuando estábamos enfermos, en la mejilla cuando se cometía un error y nos corregías con suavidad, cuando dolía…las siento tan reales como cuando eran el día y el comienzo de la noche, la diferencia entre la locura de la fiebre y el alivio del paño húmedo.
Recuerdo tus manos porque sus venas son las mismas que veo ahora en las mías, un hombre que tiene la edad que tú tenías antes de la muerte.

Recuerdo tus manos porque quisiera pensar que tengo el mismo poder con mi hija, que en sus momentos de dolor busca esa firmeza y tesitura tuya en las manos de su padre. Es algo que acepta sin explicación, magia pasada de madre a hijo, cree ella.
(El otro día en el odontólogo a Gabriela le sacaron un diente. Luego de la dolorosa punzada, por un rato largo estuvo como una niña pequeña entre las manos y los brazos de su padre, en silencio, con los ojos abiertos, con resignación, protegida contra el dolor inclemente del mundo.)
Recuerdo tus manos porque son las mismas de mi hija, una conformidad que llega hasta los pies -los dedos de sus pies se montan el uno sobre el otro como cuando te ponías zapatos abiertos-. Ella no lo sabe, pero cada día te veo en sus detalles, en sus dedos, en su cadera.
Recuerdo tus manos porque algo las resguardaba de todo lo que debiste hacer cuando vivíamos en el viejo hospital militar y yo aprendía a montar bicicleta entre los robles y las hayas al borde del Mississippi. Las recuerdo porque nunca cambiaron; fueron las manos de una niña y de una esposa y de una madre y de una mujer amada. No envejecieron, como no lo hizo ese anillo infantil de oro que nunca te quitaste.
Recuerdo tus manos y la manera en que trenzaron las velas y el yute y el costal y los frutos de rojo rimbombante antes de la llegada de cada navidad. Las recuerdo enredadas en el hilo en tu Singer de la era espacial, la forma en que se acomodaban a las tijeras que tuviste por años, cómo sostenían el café y el inclemente cigarrillo de las mañanas.
Recuerdo tus manos y nunca las olvidaré porque son las mismas manos que se posan sobre mi hija y que ella posará sobre sus hijos; que mi hermana posa sobre Sofía y mi hermano Andrés sobre Martina.
Las recuerdo también en el último día de tu vida cuando pediste una hoja de papel para escribir algo y no pudiste. Eran las mismas manos que en la muerte fueron tu voz, pero aunque tratamos con furia no entendimos lo que nos querías decir…si tan solo fuera que las sostuviéramos por un instante.

sábado, 10 de febrero de 2018

Por qué no soy feminista


No soy feminista. Ha llegado el tiempo en que uno debe explicitar que no lo es. Una y otra vez se debe recordar que esto no nos avoca a la misoginia, o a la defensa de la cliterectomía, o a querer instaurar la obligatoriedad de la hiyab. Tampoco implica no querer defender las causas de las mujeres. Significa sin más que no encuentro dentro de mí la afinidad para avanzar las tesis de ese algo amorfo y difuso que se llama “feminismo”, de la misma manera que no defiendo cualquier otro “ismo”.
En mucho se parece esta situación a la del comunismo hace cuatro décadas cuando el que no lo defendía declaraba implícitamente no tener corazón. Otras cuatro décadas antes, en 1927, Bertrand Russell se había visto avocado a escribir “Por qué no soy Cristiano” como un texto emblema contra el dogmatismo dominante de su tiempo. Estas eran las cosas correctas para hacer; amar a Dios y ser comunista. Mientras que no es preciso en una sociedad secular tenerse que explicar en uno u otro sentido,  no defender el feminismo hoy es una declaratoria de inmoralidad con visos de republicanismo americano, algo semejante a negar el cambio climático y la importancia de las vacunas.
Para comenzar,  simplemente no veo a las feministas haciendo una labor paciente de tejido argumentativo y persuasión por medio del cual deba yo convencerme de que este es un “ismo” que vale la pena salvar. Quizá esté apegado a una lógica que la feminista Ruth Bleier llamaba “falocéntica”. Llámese como se llame, múltiples formas del feminismo contemporáneo parecieran cubiertas con el velo de la obligatoriedad. Y cuando una ideología se presenta con el velo de la obligatoriedad, en ella algo ya está sancionado. Quizá sea mi maña de sospechar de aquello en donde veo tumulto. Tal vez esté yo sólo en esto de de preferir el disenso al consenso, en resistirme a creer que lo que todos llaman bueno lo es porque todos lo llaman bueno. Me cuesta trabajo, por ejemplo, creer que hay una conspiración misogínica profundamente enraizada en la cultura. Por desgracia, los misóginos son bastante reales. El filósofo Karl Popper ya lo advertía en la Miseria del Historicismo, criticando la idea de que siempre que algo malo pasa, muchos creen que hay gente responsable sobándose las manos a carcajadas. La falacia está posibilitada por el hecho de que nada sucede sin una causa, y a menudo causa son las voluntades.
Imelda Marcos ostenta un rubí incrustado en base de diamantes
Pero yo prefiero centrar el problema de la mujer en otro lado menos evidente.  Como en el caso de los grupos marginales, se trata de una especie de desprecio ideológico que es difícil de percibir o explicitar. Poco se pondera que desde hace más de cinco siglos la historia de la vida en la cultura occidental es una historia del individuo, y en el fondo de nuestras cabezas, ese individuo es un hombre blanco de edad mediana. No es una mujer negra y anciana. Y si a ello vamos, tampoco un hombre obeso de oriente. Esto ha hecho que en la historia estas personas hayan pasado por canales secundarios, no insertos en el torrente principal de la vida. El feminismo en un sentido estricto debería contar estas historias, entre las cuales están las de los hombres. Porque esta forma de marginalidad no es exclusiva de las mujeres; la comparten con los pobres, con las minorías étnicas y básicamente con todo ser humano que haya alguna vez sucumbido a lo que García Márquez llamaba el óxido del poder, esa fracción de la política, de las instituciones que logra colarse hasta la intimidad de la vida.
Poca reivindicación se ha logrado revirtiendo la historia para poner a los ignorados en posiciones de dominación. Las mujeres en los mismos cargos que los hombres han demostrado ser tan falibles y tan sedientas de poder como sus contrapartes. Imelda Marcos en Filipinas poseía la ridícula proporción de 2000 pares de zapatos, incapaces de ser calzados en treinta años así se cambiara su ajuar dos veces al día. O sin ir más lejos; ¿la política colombiana se ha visto aireada por Maria Fernanda Cabal, Paloma Valencia o Sofía Gaviria? La mujeres en política han demostrado ser tan capaces como los hombres sin duda, pero eso sí, en el mismo escaño de corrupción. Hay que recordar que esta última, Sofía Gaviria, obtuvo sus votos para el Senado en la remota región del Putumayo en donde por algún motivo sus ideas tuvieron un eco sin precedentes. Detrás de la concepción misma de que los hombres son inferiores a las mujeres o de que las mujeres son superiores a los hombres, ideas en ningún sentido equivalentes, no puede yacer más que una generalización insoportable, ya que si bien hay que aceptar que no somos iguales, no se puede con base en ella reclamar porciones de la realidad.
En días recientes, un grupo de profesoras feministas de la Universidad del Rosario se quejaba -a raíz de la elaboración de una infografía para ser colgada en el Aula- de la poca participación de la mujer en la historia de la independencia de Colombia. Un aspecto ominoso de la obligatoriedad de ser feminista es que parece extenderse a los hechos. Uno no se puede quejar contra los hechos; que estos sean infaustos, incómodos o risibles, es otra cosa. Pero un reclamo sobre su incorrección no ha de permitir como si fuera, regresar y reescribirlos desde una teoría de los derechos que uno considera correcta. La historia de Colombia, patriotera y bufa como es, es un ejemplo perfecto de hechos ridículos que están ahí, mirándonos a la cara, no a la espera de ser re-escritos sino evitados.
Considérese el asunto de las escritoras colombianas subrepresentadas frente al número de hombres en certámenes literarios internacionales recientes. El problema de este grupo de personas que ponen como estandarte de la literatura en Colombia no es que sean hombres; son las relaciones de poder que manejan, de las cuales sólo una es el género. Es la rosca, es la intención de exclusión. El feminismo al acentuar el rasgo de género obnubila estos viejos problemas que no por viejos hemos resuelto. Detrás de la decisión de que estos sean los escritores colombianos, hay una cantidad de mujeres, empezando por la Ministra de Cultura. De tal forma que no es un fenómeno orgánico y espontaneo de la sociedad machista, sino una decisión explícita en la cual han tomando parte muchas personas. Si a ello vamos, gran parte del reclamo de las feministas debería estar enfocado contra al labor de algunas mujeres. ¿No suelen acaso las mujeres tiranizarse, exceptuarse y aniquilarse entre ellas con una crueldad irredenta que no se detiene? Un prejuicio mío, quizá. Tal vez he estado hablando con las mujeres equivocadas. La imagen de la cultura contemporánea, del persecutor masculino; la historia de la infalibilidad femenina y de su compasión son historias que no podemos dejarnos de narrar, a pesar de su unilateralidad y de lo poco que se asemejan al orden de los acontecimientos.
Detrás de la subrepresentación expuesta en el caso de las escritoras lo que hay es un criterio gerencial, sostenido en el aire por un lenguaje como este: convoquemos firmas, unas que le den tranquilidad a los inversionistas que quieran apostarle a la cultura en Colombia. Se trata de ese insoportable misticismo de la consecución de recursos. ¿Acaso en ese lenguaje unilateral y optimista no quedamos excluidos muchos hombres que escribimos? Y si vamos a las consideraciones de calidad, ¿debemos confiar de manera tendida en que las personas que nos dan tranquilidad entregan calidad? Esto lo digo independiente del hecho de que sean hombres o mujeres. Un sistema de cuotas no subsana la inconsistencia. Uno de los reclamos más inteligentes que le he escuchado a una feminista, la filósofa Susan Haack, contra corrientes dominantes del feminismo de su tiempo, es el constante recorderis de atenerse a la evidencia: si no me gusta algo, no lo descalifico por sus resultados, sino por su conformación. Si no me gusta que los neurólogos afirmen que hay diferencias significativas entre la cognición de los hombres y las mujeres, habrá que mirar la evidencia y no rechazar la investigación porque sus resultados no encajan con mi representación ideológica del mundo. Esto dicho en un mundo en el cual quedan pocas cosas aún por tergiversar…
Ahora, hombres y mujeres nos hemos dedicado a atacarnos en los detalles, en las tareas ínfimas. El Malpensante publicó hace unos números un ensayo de corte feminista contra los hombres que enseñan. Imagine la categoría, tan amplia, tan poco reductible a algo concreto; los hombres que enseñan. El artículo  se ensaña y con razón contra la prepotencia de algunos hombres que enseñan. Justificado.  ¿Pero no parecería claro que no importa quién enseñe con esa actitud? ¿Qué tienen los hombres que enseñan? Una acusación de la que uno no se puede salvar sin aniquilarse, sin poner en ruda credibilidad no sus ideas sino quien uno es, ha de ser injusta. Si no es así, podríamos y deberíamos enfilarla contra las mujeres mismas…Yo Roberto, un hombre que ha enseñado toda su vida ahora resulto terriblemente inauténtico, manchado con la más infausta forma de deshonestidad que resulta ser la interminable tarea de intentar ser uno mismo. De nuevo, me pregunto por todos los verdaderos impostores, hombres y mujeres, que han vendido productos bancarios asquerosos por el mundo causando hambre y muerte; por los príncipes árabes que han comprado una sola obra de arte, como denunciara recientemente Peter Singer, por la suma que se requeriría para curar toda la ceguera prevenible de África; por las mujeres y hombres apegados al poder incapaces de vivir sin un i-phone, sin piscina en el conjunto y sin hacer spinning en un maldita ventana. Piense en lo que verdaderamente nos desdibuja a todos y nos denigra por pedacitos; la desigualdad, el sometimiento a mediocres que son nuestros superiores, el triunfo del que está emparentado con el poder.

A esto le temo realmente, y al hecho de que las luchas intestinas de las mujeres parecen estar olvidando que no es a su libertad a lo que le tememos. Las feministas radicales no nos causan temor, como algunas de ellas mismas creen. Es algo más similar a una saciedad que se ha uno de aguantar en silencio. Porque el sueño de ir por ahí asustando parece instanciarlo sólo el que se ha puesto una máscara. Eso, andar con una máscara puesta, todo el tiempo hasta que llega un momento en que uno cree que es el rostro propio. 

miércoles, 17 de enero de 2018

La escurridiza seducción y el inapelable abuso

La seducción suele ser materia muy escurridiza.
En la seducción todo pende de la perspectiva. Una que a menudo no soporta una traducción pública, porque no tiene equivalentes públicos. Para desgracia de la especie humana, a lo que más se le asemeja, este, el lenguaje del deseo sexual, es a una cierta forma de habla corrupta, porque en la seducción pareciésemos especialmente escrupulosos y orientados por el simple hecho de que sabemos lo que deseamos con una certidumbre poco común en nuestras vidas. Esa misma direccionalidad pareciera perversa y premeditada cuando le subyace el ordenamiento de los pasos para la seducción. Imagine nuestras charlas más intimas reveladas en la radio; todas sonarán sucias. 
Piense en esta descripción de un hecho que bien puede acontecer en un encuentro de pareja: “Y fue en ese momento, en el que mirándome fijamente a los ojos, él me puso la mano en el muslo.” Lea esa frase dos veces; primero en el prontuario judicial al son de las lágrimas y las recriminaciones. Ahora imagínela inserta en la conversación de una mujer que le cuenta a su mejor amiga el rumbo que tomó la cita de la noche anterior con un hombre que del que está enamorada. La diferencia entre seducción y acoso es eso, esa cosa ínfima, poco registrable que no tiene peso físico y que llamamos perspectiva...una fracción invisible de nuestras vidas y que sin embargo hace un mar de diferencia. La violencia no es un indicador porque no todo acto de acoso es violento ni toda relación consentida es pacífica.
El problema es complejo, porque no es posible seleccionar una serie de hechos que sean en sí mismos indeseables. Los hechos, para desgracia de los que componen códigos legales o morales no son perversos. Las emociones lo son. Los intentos de regular los hechos en torno a la seducción por ello resultan ridículos, como el que nos narra el historiador Paul Johnson acerca de la universidad estadounidense que estipula que cada acto conducente a una relación sexual en el campus debe ser consentido. ¿Te puedo quitar este botón? Sí, ¿Te puedo quitar el siguiente? Siiii. ¿Y este broche? SIIIII. ¿Qué sería de la sexualidad sin el acto implícito? Al decir del psiquiatra Adam Phillips, siempre hemos sabido que la pasión es transgresora y que el placer es robado.
Al tiempo que proscribimos el abuso, no quisiéramos regular los pasos de la conformidad sexual, de la misma manera que no quisiéramos regular los indecibles caminos, con altos y bajos, con zonas maravillosamente improvisadas que conducen a la amistad, por ejemplo. Sin embargo pareciera que estamos abocados a una tarea semejante.
Considérese luego de los hechos, sea que terminen en de abuso o no, cómo las acusaciones no pueden dejarnos, algo especialmente grave para los acusados de abuso que no han abusado. Es como si ahora se conociese nuestra más recóndita maldad interior. Al fin, sabemos que x es un maldito violador, o que disfruta con fotos de niños desnudos. Al fin podremos hacer con él lo que siempre quisimos. La sonrisa en su cara es la maldita perversión de la lujuria que se derrama por sus ojos
Lo más ominoso es que esta forma de ver y sentir, de etiquetar se puede fabricar. Y se puede hacer de una forma en la que se desafía la normalidad de la afectación: x gusta de la pornografía infantil. Yo también pero en mi caso es una curiosidad sana, una cosa inocente. En el caso de X, … eso sí es grave. Se trata de esa autogratificación en la que nos reconfortamos explicando cómo las condiciones de otros, que yo también tengo, son graves. En el mío no. La inmediatez de la experiencia subjetiva me asegura que yo no soy un perverso, porque nadie lo es para sí mismo. Pero ese otro, ese otro sí que lo es. Es la lógica del hombre que posee a otro; el marica es él. Así, es posible que otro que participó en un acto sexual consentido conmigo, en el cual yo jugué parte igual, sea un maldito pervertido, con la consecuente única calificación que me puedo dar a mí mismo; una víctima.
Aziz Ansari
En toda esta ola de acusaciones que hemos visto proliferar se resalta algo; lo que pasa posterior a los encuentros ahora parece estar siendo tan complejo como lo que sucede durante ellos para declarar el acto abusivo, como lo podrá constatar cualquiera que se tome la molestia de estudiar el reciente caso contra el stand-up comedian de Nueva York Aziz Ansari. El arrepentimiento posterior a un acto sexual no puede ser signo de la inadecuación del mismo, como si hiciera falta recordarlo. No lo es porque retrospectivamente el acto no puede ser recreado por los sentimientos que comanda, ni los actores están en condiciones de modificar cosa alguna. Incluso lo que tenemos por signos más fuertes y duraderos, esa sensación ominosa de que todo fue una equivocación, no es prueba de su inadecuación. Bajo la idea de que mis sentimientos, si son sinceros, reflejan estados de cosas en el mundo y como tal son el termómetro del abuso o de la corrección, no se puede decir nada sobre los actos que los despertaron. Yo puedo sentir repugnancia por la más bella boda, si la que se casa es mi peor enemiga, lo cual no dice nada de la boda misma.
Las relaciones sexuales son un campo en el que las etiquetas posteriores proliferan: el impotente, ahí va el impotente; la frígida, maldita mojigata, casi nunca dichas, pero que suelen acompañar como correlato mental toda futura interacción con la persona. La gravedad de dicho tipo de acusaciones es que tienen el poder de destruir vidas. La compasión liberal es justamente eso: hacer un daño al victimario que es desproporcionado con respecto al que él mismo causó.
No habló acá de los casos de abuso patente, sino de aquellos en los que se atraviesa una sombra; hablo de los que están protagonizados por personas torpes y excitadas sin ser depravadas, de cuando no es claro si el otro quiere o no seguir en el juego, incluso para ese otro. No digo que no haya pervertidos como de seguro lo es Harvey Weinstein, de los cuales a mí también me indigna que la última acusación sea la de abuso sexual, posible sólo luego de que lo hemos logrado disociar de todos sus otros elementos de poder. Es una seña ineludible de la colusión intemporal en la especie humana entre el poder y la proclividad a hacer cosas repugnantes.
De lo que hablo es de cómo todo esta ola de denuncias afectarán y aclimatarán nuestras relaciones interpersonales. Sospecho que de la misma manera en que la corrección política afectó el lenguaje; sólo haciendo más difícil hablar y creando un paroxismo con cada palabra. Los verdaderos perpetradores están en los más altos cargos, o en casa viendo todo pasar. La gran pregunta es cómo hacer compatibles la espontaneidad del juego sexual con el control en un mundo en el que nada nos ha unido más que las historias de abuso. Y cómo hacer esto sin arruinar vidas.
La lista de acusaciones, seguirán sin duda estropeando algunas carreras; sobre todo de aquellos que están en la penumbra, no la de los más poderosos y los verdaderos abusadores. A la larga, esto sucederá sin dejar más claridad sobre el asunto. Y sin construir un mundo más justo, menos expuesto al óxido corrosivo del poder.