El destino de todo texto

El destino de todo texto
Aldous Huxley "Si uno es diferente, está condenado a la soledad"

lunes, 27 de diciembre de 2010

Reflexiones sobre el arte de escribir

El Ensayo como género literario

Nuestra época, sin saberlo, clama a gritos por el regreso de un género literario: el ensayo. No es un predicamento tecnológico ni propio de la moda el que nos impulsa a evocarlo. Tampoco una añoranza malsana. Hay tiempos que nostálgicos han querido recuperar el conocimiento que indicaba cómo construir barcos antiguos, pianos de cola, una que otra receta, o cómo confeccionar los bellos trajes de época pretéritas. Estos no serán más que, por todo el tiempo que se los desee, añoranzas, gustos vintage aunque duren para siempre. Pero no es esta la situación del ensayo. De lo que hablo es de la necesidad de volver a traer un viejo espectáculo al mismo pueblo.

Nuestro desorden literario aunado a ese estado monolítico que nos caracteriza muestra las señas de la carencia sin nombrarla. Mientras que la ficción novelada en todas sus formas se ha convertido en lo que llamamos ‘literatura’, a su lado han quedado remanentes que parecieran los pedazos esparcidos de las naves que se estrellaron en la década de los cincuentas en Roswell, con cadáveres de extraterrestres y todo. Para comenzar con el lamentable decálogo de la “no-ficción”, hay una cosa que llamamos crónica. Nadie coincide del todo en lo que es, pero hay publicaciones que se arrogan el derecho de corregir crónicas, que le apuestan a ese género como algo ágil, propio para el relato personal, no ficticio y un poco confesional que muy disimulado y despacito se pasea por los bordes de la ficción y en donde no hay más que resaltar la experiencia sexual y gástrica brutal, cada vez más desmedida. Es justamente para la apuesta de resaltar experiencias cada vez más brutales y desmedidas que se escribe. Y es por esa brutalidad que se acerca nuestra crónica a una triste concepción de la ficción como vil mentira. En Colombia existió una tradición respetable de crónica, pero murió por allá a mediados del siglo pasado con la misma persona que la gestó: José Joaquín Jiménez. La usó no para recomendar restaurantes ni prostitutas sino para describirlas, una proeza en sus tiempos.

Muy cerquita, por ahí mismo, calentándose las manos en la misma caneca flameante, hay algo que se llama ‘nota periodística’, ‘relato periodístico’ y hasta ‘crónica periodística’. En Colombia, tiene sabor a narcotraficante saltándose una cerca, a calzoncillo tendido al sol mientras que un reportero fisgón comenta desprevenido, a ‘historia de vida’, a inundación y a tragedia de secuestrado. No aspira ya a la dignidad literaria, porque el pragmatismo desmedido de la agencia noticiosa que nos ha vendido la idea de que estar informado es un deber moral, la ha obliterado. Bueno, eso además del estar en manos de los periodistas. Es el periodismo un asunto muy importante como para ser dejado en manos de los periodistas, para parafrasear a Bernard Shaw.

La situación es desoladora, como en la de cualquier paraje de accidente. Los burócratas editoriales y otros han intentado buscar la corrección instaurando un término lo suficientemente amplio como para que tenga el sabor de la precisión: ‘narrativa’, hasta ‘relato’, con toda la carga de ficción que pueda tener.

La palabra que no se menciona es ensayo -the ‘E’ Word-, porque el ensayo tiene el horrible sabor de la sopa de letras, con muchas letras. Letras en las notas de pie de página, las páginas llenas de letras, letras en los laterales de la cornisa…letras letras…como le gusta al académico. Y el ensayo académico, todos lo sabemos, es la perversión absoluta del ensayo, en donde él se toca con los manuales de electrodomésticos; como un mal del que nos toca informarnos para poder usar la vida, del que hay que saber a costa de no ser un bruto. En la vida de las comunidades humanas efectivas y reales, sin embargo, se ha vuelto al ensayo por pura y física necesidad, pero sin preocupación por su estatus literario, por su estatus como género. ¿Qué es lo que ha desfigurado este género? Sería más preciso preguntar ¿qué es lo que ha desfigurado la presencia de este género? Paradójicamente, la enorme necesidad por el mismo, su ubicuidad, su forma como narrativa que casi todo lo cobija porque no nos damos cuenta de que él está en todas partes.

Es indispensable entender que la poesía, la novela son formas más bien excepcionales, aunque no opuestas a este género; la poesía es una prosa sumamente depurada. Que las naciones unidas de las letras me busquen un hogar en un campo de refugiados intelectuales, ¡creo que he avivado el avispero de los puristas! Cualquiera que haya intentado seriamente depurar su prosa hasta un extremo ridículo e inservible, como un simple ejercicio para calentar el teclado, advertirá que termina con algo parecido al género poético. No digo que termine con buena poesía, pero termina con algo que ya no es prosa, una amalgama de palabras que crean la significación del texto de manera indirecta. Si no sabe depurar su prosa termina con una especie de texto codificado, una clave Morse insufrible.

Con la novela, las relaciones son más tensas. No pertenecen a la misma categoría lógica. El ensayo construye el suspense de una manera distinta a la novela; sacia la curiosidad del lector sin ser secuencial. El ensayo llega, una y otra vez, hasta el punto donde el interés se desenvuelve, y lo suelta. Debe plantear una pregunta, responderla y dejar ir. Por eso es el género del hombre curioso, que actúa como si viviera entre diccionarios raros que consulta de uno en uno sin conexión ni pretensión. Los novelistas que han incursionado en el ensayo por lo general no entienden la delicada estructura que exige un equilibrio entre seguir un hilo y no manosearlo todo. Cuando ensayan, se van paso a paso. No construyen el universo completo a partir de los fragmentos, como lo exige el ensayo, porque no comprenden que en últimas el ensayo es uno más de los géneros literarios. Sobre ese punto tan pulpito volveré; ese hueso no lo dejo sin ruñir. En nuestro mundo el ensayo se parece mucho más a lo que hacen los programas de difusión científica popular. Ahora sí los puristas querrán mi cabeza en bandeja de plata, incluso sin que baile Salomé.

La otra parte de la historia que da cuenta de la desaparición del ensayo la ha de buscar uno en el papel que él no está jugando en el panorama literario contemporáneo. ¿Qué papel jugaba antes? En la época de Chesterton, el ensayo aún es el juego puro de la inteligencia, el espectáculo de ver a alguien ordenar el mundo por conceptos y categorías. No importaba tanto la precisión técnica, como la habilidad y el neologismo en esa organización. Era una distracción circense. El ensayo era a la vida intelectiva lo que la maroma a la vida física. Pero como hemos perdido interés por el circo, hemos perdido interés por el ensayo. Indefectiblemente vemos como pretensioso, como una movida hacia el orgullo y la vana autoafirmación el ver a un hombre luchando sólo con los conceptos. Nuestros rigores o la falta de ellos ha desplazado esta malabarismo del espíritu irresponsablemente hacia el centro de cada cual. De la misma manera, el papel del ensayo se vinculaba con una especie de deriva de la capacidad de consideración crítica de sí mismo y del mundo hacia el mundo de los detalles y las minucias, en una época en la cual los profetas de la ilustración aún sabían que podían recomendar tales miradas críticas. Por eso tuvo nexos con la ciencia. Era el ensayo de alguna manera la metodología de la ciencia literaria: si la literatura estudiaba la especificidad de lo real, el ensayo lo demostraba con la vida misma. Era un paso entre la ciencia y la literatura. Se regodeaba en la capacidad de melindrear y de serpentear por los temas. Pero nuestra cultura ha perdido el gusto por melindrear. Hay un término en inglés que lo describe como ningún otro: meander, lo que hacen los ríos que se dirigen al mar, nunca en línea recta.

Nuestra época está en pos de hacer de nuevo una gran defensa de la prosa, como la que hiciera Sartre en su tiempo. Esa defensa comienza repensando el lugar del ensayo en el mundo contemporáneo. Algunas pistas hemos aportado ya. Se parece mucho su papel al de la difusión científica contemporánea. No digo que él deba hacer difusión científica, digo que debe tener el modelo de la difusión científica popular. Está hecho para saciar pequeñas curiosidades. Juntas, esas curiosidades dan una visión del mundo, y si no la dan, han sido un chicle digno para las muelas de la mente. Las grandes ideas, corren por cuenta de cada cual. Yo sé que palabras como estas dan para que los puristas se regodeen en su morbosa defensa de los más altos valores literarios saltándole al cuello de los que mencionamos en una misma oración ‘ciencia’ y ‘literatura’. A casi todos en el mundo de las letras colombianas nos encanta esa jerga porque la hemos llegado a amar como se ama la música para planchar. Pero hay un momento en el que simplemente se tiene que dejar ir, o al menos entender que se ama por su ridiculez. Pienso que se debería comenzar por reconocer que el ensayo es un género de ficción.

Prueba de la semblanza del ensayo con la ficción lo encuentra uno en la voz del narrador. No es esta necesariamente la voz de la conciencia individual del autor, el autor se convierte en un personaje a veces fuertemente opinador. Nadie en la vida real opina todo el tiempo como él lo hace. Claro que nuestra época ha visto, en aras del mal uso en la política, esta movida como un giro hacia la deshonestidad, como una falta de sinceridad. Es en verdad en el ensayo una movida hacia la posición cómoda de un lugar alto desde donde divisar un panorama y en últimas hacia la ficción. Lo que una buena novela hace es esto y el narrador consume el propósito de su vida en ello: desde el mundo de la ficción desesperado clama por mostrarse como un ser objetivo, es un ensayista pero dentro de un mundo construido para el propósito, como el de los sueños. El ensayista hace lo contrario: se para en este mundo y dice que su mirada circunscribe lo fantástico y lo irreal, sin salirse de su mundo, como no lo hace el personaje literario. A pesar de que el fin que persigue el ensayo en el mundo contemporáneo ha variado, considero a este narrador en la posición que hemos descrito como el signo distintivo del ensayo. El es propio a los primeros ensayos de Montaigne y pervive en los altamente tecnificados temas de Michael Gladwell en nuestros días. Es esto lo que hace del ensayo un género literario. No morirá nuestra literatura porque carezcamos de él, pero indudablemente se verá empobrecida, como un mundo que ya no recuerda los barcos antiguos, los pianos de cola, los sabores de antaño y que se escandaliza con el escote de las damas de la corte.

Roberto Palacio F.  27-12-2010

martes, 21 de diciembre de 2010

Me han pedido que no anticipe el texto del culo. Va entonces un recuerdo maledicente del Colegio San Carlos

El Gallito Inglés


La clase en la que más dificultad me costó concentrarme en mi vida escolar fue la de ‘Science’ en 1982, no sólo porque la dictaba una guapa gringa de ojos azules llamada Nancy Peláez, sino por el prolijo y soez arte sancarlista que decoraba el salón. Yo me sentaba en la misma silla al lado del muro y observaba clase tras clase las dicciones dejadas en la pared por otros viajeros distraídos de la ciencia anteriores a mí. Había una que me llamaba la atención, por la molestia poética que el pornógrafo se había tomado. Se me ha quedado, como si el kilométrico con que se hizo la hubiera calcado directamente sobre mi cerebro. Decía:



‘Este es el Gallito Inglés

Míralo con disimulo,

Quítale el pico y los pies

Y…’



Por pundonor, y porque este es el lugar de una nota amable, no reproduzco cómo terminaba el pasaje, pero no es difícil colegir que sugería en qué parte de la anatomía se debía ‘instalar’ el Gallito Inglés. Sí, aquella que rima con ‘disimulo’. Luego del poema venía un dibujo de la extraña criatura del bestiario sancarlista; un híbrido de un ave de corral y un órgano sexual. El artista se tomó un gran trabajo también con el dibujo, recalcando los contornos de tal manera que alguien no se fuera a autoreferenciar encima. Aunque la figura me causaba cierta hilaridad, debo confesar que sentía lástima por la persona que tuviera que borrar esa pesadez.

Hace pocos años, en casa de mi mejor amigo sancarlista, Juan Pablo Fernández (85), tomé un libro de su biblioteca al azar mientras lo esperaba. Su título era algo así como ‘Dichos de la cultura popular mexicana’; sus padres lo habían comprado en un viaje a comienzos de los ochenta. Lo abrí en una página cualquiera y viajé en el tiempo a 1982; ahí estaba, el Gallito Inglés, dibujo y todo. Fernández se ha caracterizado por leer -a veces memorizando pasajes completos- casi todo lo que cae en sus manos. Me confesó que él lo había llevado al muro del colegio, no como una afrenta, sino con un legítimo interés en los dichos populares. Conociéndolo, le creí.

Pero el mayor sorprendido fue él cuando le conté el destino de su obra. En 1983, cuando terminó el año que se inició con ‘Science’, tuve que ir al Colegio a mediados de las vacaciones. Quise visitar el salón de Nancy sabiendo que no volvería a sentarme en su clase. Al acercarme escuché el sonido de un cepillo que restregaba obstinadamente. La pobre persona que debía borrar el Gallito Inglés, pensé. Creo que contuve la respiración cuando al pasar la puerta del salón vi esa enorme y familiar mano roja que emergiendo de la toga negra sumergía un cepillo en un balde con agua y jabón antes de pasar una y otra vez sobre el Gallito Inglés. Aunque su cara se veía roja y congestionada, El Padre Francis me miró desde el piso y me dio un saludo afectuoso. Algo me dijo por el estilo de ‘Ah ta tay, estos muchachos’. Yo moví la cabeza de lado a lado y repetí ‘Ahhh, estos muchachos’, sintiéndome más culpable que el poeta mexicano que compuso el Gallito Inglés. Supe en ese momento a qué se dedicaba el Padre durante las vacaciones y con mayor ahínco que si me hubieran echado una ridícula chorrera catequética sobre el mal de la pornografía y escribir en los muros, recibí ese día una verdadera lección de humildad.

Roberto Palacio F.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Un grito libertario contra las instrucciones chinas

Instrucciones para hacer reír a un chino


La Vie mode d'emploi, Georges Perec

No hay nada que mate la felicidad navideña como un manual de instrucciones. Cuando ya no se puede configurar el ipad, el Blackberry, armar la nueva consola, o encontrar en botón de encendido de la muñeca que come y defecta y se ríe y llora, no queda más que leer a las instrucciones. Es una medida tan desesperada como acudir al soporte técnico en línea de Windows cuando uno trabajó toda la tarde en un archivo bajado que no guardó, y orondo lo cerró. ¿Por qué no escribirle de una a Bill Gates? Tal vez él tenga una carpeta con todos los trabajos perdidos. Sentado en la cima del mundo, lee tu correo y se empieza a reír in crescendo como Bob Patiño, hasta que le da tos. Nunca he sido el tipo de persona que aguante esa espera. No soporto esas secuencias al estilo:

1. Presione Program (el indicador setup parpadea) - ¡Voy Bien!

2. Presione Reset (se visualiza ‘r’ en la unidad de base) - ¿Cuál es la unidad de base? El mío no la trae…

3. Ingrese su clave secreta (aparecerá el código RIM) - ¿Código RIM? ¿Lo marco con los ceros iniciales?

4. Con los dedos meñiques de los pies, introduzca un número primo y par entre 03-99, sosteniendo el teclado con la lengua (Sonará un pitido)

Bla, bla, bla….

Mejor: Sonará un estallido. Prefiero dañar el aparato; si me toca aguantar, que sea por lo inevitable. Por lo general el técnico que lo arregla le enseña a uno cómo manejarlo sin manuales. Las instrucciones son para ñoños y para gente que no es famosa.

Yo me leo los ‘modos de empleo’ de las cosas más básicas, buscando provocarme la ira. El Shampoo es un ejemplo clásico. El Denorex Ultra: ‘Aplique y masajee vigorosamente. Enjuague bien y repita la operación.’ ¿Qué debo hacer, seguir lavándome sin fin como en un cuento de Borges? ¿Esta gente de verdad cree que venderá más si propone usos infinitos? ¿Acaso leeremos en los diarios: ‘El señor Juan Pérez murió ayer por inanición luego de estarse duchando por más de veinticinco días seguidos, habiendo consumido cincuenta cajas de Denorex. Con sus últimos alientos, lejos de despedirse de los suyos, tomó el frasco, se aplicó la sustancia vigorosamente, enjuagó con abundante agua y falleció cuando intentaba repetir la operación.’? La practicidad de las instrucciones genera unas metafísicas insoportables.

Los productos femeninos traen instrucciones en segunda persona. Muchos son tristemente lacónicos, incluso aleccionan sobre cómo enfrentar el dolor. Las bandas depilatorias Veet dicen: ‘Aplica una de las bandas sobre tu piel y frota repetidas veces en el sentido de crecimiento del vello. Inmediatamente, con una de tus manos, estira la piel del final del área a depilar, en un movimiento rápido y firme, retira la banda hacia atrás, en dirección contraria al crecimiento del vello. Si sientes dolor, presiónate la piel con las manos.’ Hubieran podido incluir una lista de palabras a proferir en el momento del halón: ‘…retira la banda hacia atrás, en dirección contraria al crecimiento del vello. Si sientes dolor, desahógate con cualquiera de estas frases; «Grandísimo hijo de la *&%#®*!», «Ah, vida *&%#®*!», «Pedazo de *&%#®*!»’, porque si a uno no se le ocurre tocarse donde le duele, quizá tampoco sepa qué decir en el instante de la verdad. Las instrucciones de la Neutrogena Anti-Wrinkle, una crema para contrariar los efectos del tiempo, advierte: ‘Puede experimentar cosquilleo o enrojecimiento. Esto es normal y transitorio’. Claro, en este mundo de la belleza, ‘cosquilleo’ es un eufemismo para ‘ardor’. El Napalm también producía ‘cosquilleo’, aunque dudo que los americanos le advirtieran a los vietnamitas desde los helicópteros que eso era normal. Yo me imagino que Neutrogena se imagina que la gente se imagina la escena así: ‘Ella se aplica la crema, siente cosquillas. Sale corriendo del baño a las carcajadas. Mientras se tira en la cama le pregunta a su marido «Mi amor, ¿qué serán estas cosquillitas», «Cariño, es tu juventud que te abandona como el frío a una nevera sin empaque»’. Lo normal son las arrugas, y lo que es transitorio es la juventud. Habrá que recordárselo a algunas mujeres que ahí siguen por pura terquedad. Cher: no envejecer a tu edad ya es de mal gusto. Otras instrucciones están tan mal redactadas que resultan ofensivas. Las del Siluet 40, Piel de Naranja, un jabón para adelgazar, parecen sugerir que la piel de naranja es de la usuaria: ‘Mientras toma un baño, aplique el jabón por espacio de tres minutos masajeando vigorosamente el área con la piel de naranja como muslos y caderas’. Esta gente, por andar muy ocupada vendiendo, cometen un error de redacción que se conoce y se sabe enmendar desde hace más de dos mil años.

Pero el pináculo de la instrucción torcida e incomprensible es la del producto chino. Hay muchos ejemplos. Las pastillas adelgazantes Pai You Guo, quizá el adelgazante natural chino más popular en el mundo entero, describen su producto así (transcribo tal cual está impreso en la caja): ‘Con una nueva generación delaceite de Pai de aceite adelgazando la bellezadel humedecer a intestinal y de las formulacionesde los gránulos y de los resultados rápidamente, el mismo dia resulta’. ¡Maldito insensible el que es ajeno a la belleza del ‘humedecer a intestinal’ y de las ‘formulaciones de gránulos’!

Pero el poeta chino no se detiene allí, más adelante construye metáforas para hundir del todo cualquier posibilidad de ver belleza en la obesidad. ¿Para quién es el producto?: ‘[…]El gentío conveniente: la condición de gordura simple, gordura durante adolescencia o luego de dar nacimiento, sobre todo conviene la gordura que se llama con sentencia popular: cintura como balde, panza de general, la pierna de elefantey ete étera’. Estas culturas milenarias conocen la miseria humana: tenerse que preguntar si uno ya llegó a la pata del elefante, o a la panza de general. Y eso que no hemos abordado aún las instrucciones. Parecen el manual de un escuadrón de fusilamiento chino, redactado por un grupo de alcohólicos anónimos influidos por el Tao: ‘La forma de beber: Una vez cada día, una bala cada vez, se la bebe con el agua caliente cantidad apropiada o baña en la sopa de arroz en la mañana.’ Claro, también me puedo tomar dos seguidas si perdí el restaurante de fideos en un juego de Mah Jong, y terminar de una vez con la pata de elefante.

Es difícil creer que soy fiel al texto, pero de hecho, tomé la decisión de pedirle a la dueña de almacén chino de Galerías llamada Fú que me regalara una caja vacía del producto para no permitirme siquiera una elipsis, ni terminar tomando Pai You Guo. Ella, con una sonrisa accedió aunque no comprendió del todo para qué quería yo una caja de pastillas vacía. Intenté explicarle que investigaba para un artículo sobre las instrucciones y que las de los productos chinos resultaban especialmente difíciles para los colombianos -por no decir que para el resto de la especie-. Se quedó mirándome un rato en silencio a través de esas campanitas que suenan con el viento y que no tienen nombre en español y me preguntó si comía mucho. Yo le dije que sí y soltó una carcajada. Tal vez algunas de las cosas más difíciles se logran sin instrucciones.

Roberto Palacio F.

domingo, 12 de diciembre de 2010


domingo, 5 de diciembre de 2010

Recuerdo de la Navidad de 1975

Un muy mal año para el Niño Dios


La última Navidad en que el Niño Dios tocó mis regalos fue en la de 1975. En diciembre del año siguiente, dos niñas a las que sus madres las llamaban por sus nombres en diminutivo, Adrianita y Alexandrita, me revelaron en un sótano que el Niño Dios eran los papás. Yo me negué a aceptarlo y di todos los argumentos que pude, pero ellas pusieron el asunto en un tono oracular que yo no hubiera podido refutar: ‘Cuando seas grande verás; le vas a llevar los regalos a tus hijitos’. En ese momento lo que me llevé fue el problema a mi casa, al colegio, a la ducha. No lo pude resolver. ¿El niño dios eran los papas? Pero qué treta tan cruel, y aún así, ¿por qué Dios no llevaba los regalos por los papás? Hasta el momento, el componente ‘divino’ de la Navidad –por llamarlo de alguna manera- jugaba un papel muy importante en mi vida; antes de destapar los presentes, me quedaba examinando el papel. Un dios tocó ese papel. Un dios no: Dios. Me fijaba en la escogencia del color, porque sin duda debía ser privilegiada. Me extrañaba que el empaque tuviera imperfecciones: lo empacó nada menos que Dios. Cuando le pregunté a mi mamá por el problema de los defectos, me respondió que a veces el Niño Dios debía comprar las cosas en un almacén, lo cual sólo empeoró todo porque debía ahora cuadrar en mi cabeza la imagen del Niño Dios, que yo me figuraba como un vaporcito, parado frente a una registradora. En una fila. Eso quería decir que había empleados de almacén que conocían a Dios. También significaba que al Niño Dios no le alcanzaba el tiempo para todo, a pesar de que él se lo había inventado.

Mientras todos esos misterios me daban vueltas en la cabeza, ese diciembre se desató una pequeña crisis económica en mi casa. Mi padre, que era médico de urgencias, tuvo un traspié monetario. Los niños rara vez se tienen que enterar de esos asuntos, y los que lo hacen, y han sido criados en un ambiente de generosidad, como lo fui, no les tiene que importar. Yo llevaba días craneándome una lista de regalos progresivamente creciente e improbable, incluyendo y sacando cosas. Cada cambio se lo informaba a mi madre. Pero ese año había algo distinto en ella. No saltaba a decirme que pidiera lo que quisiera, sino que elusivamente me decía: ‘Vamos a ver…’.

El ítem que encabezaba la lista era un bólido a control remoto marca Cox. Hace treinta y cinco años, los carritos a control remoto eran una novedad. No los movía una unidad de baterías, sino un pequeño motor de verdad, con pistón y a gasolina, de los mismos que había en el aeromodelismo. Eran asombrosamente difíciles de prender y más aún de controlar, pero el modelo venía con una carrocería amarilla como un auto de Le Mans, vidrios azules y una unidad con una antena enorme y un timoncito deportivo y creo que nunca en mi vida había deseado algo tanto. A pesar de mi madre, yo seguí con mi lista y con mi bondad; buen comportamiento a cambio de un auto de Le Mans ¿qué mejor negocio? Y sólo era por unos días.

El día esperado llegó por fin. Para ese entonces, mis padres nos daban la opción a mi hermana y a mí de poder recibir los regalos en la cama, una especie de servicio a la habitación que Dios estaba ofreciendo; ellos al parecer también tenían una comunicación nutrida con el Todopoderoso, y más frecuente de lo que yo pensaba. El veinticinco por la mañana, mi última Navidad con misterio teológico contenido, me levanté tempranísimo, y ahí estaba la caja, del tamaño preciso, envuelta cuidadosamente en papel verde con rayas plateadas. Examiné el empaque rapidito -aceptable, aunque no perfecto- antes de entrar en ese estado de frenesí con el papel comparable al de los tiburones cuando se alimentan en grupo. Y bualá…descubro muy a mi pesar una ambulancia blanca, sin control remoto, sin motor, sin vida.

La ambulancia tiene que ser el vehículo más aburrido del mundo: toda la acción ocurre adentro. Y sin embargo ahí estaba, con un vehículo de la salud, sin timoncito, extrañado por el equívoco de Dios que iba mucho más allá de un papel mal empacado o escogido a la ligera. Había que hacer el reclamo de inmediato con la representante legal del niño Jesús en mi casa; mi mamá. Al fin y al cabo, ella había intermediado en ese negocio en el cual yo había puesto lo mío. Tenía derecho a una indemnización. No le extrañó en absoluto. ‘El Niño Dios tuvo un año muy malo…’, me dijo sin vacilar un instante. Y esa fue la cereza que coronó la cima de mi confusión. El Niño Dios, que era el mismo Dios, no podía estar pasando por una mala racha; él era el creador de la tierra y todos los minerales costosos, el creador de los diamantes y del oro y de las montañas y de las galaxias, el creador del carrito Cox con forma de auto de Le Mans que yo deseaba y él había hecho que yo lo deseara tanto. No era susceptible de pasar por un período de recesión. De cualquier otro lo hubiera creído. Mi padre apareció en la escena. Mientras se ponía la camisa me echó alguna cháchara sobre por qué las ambulancias eran más importantes que los carros de carreras; salvaban a la gente. La verdad, no me hubiera podido importar menos que en las ambulancias resucitaran a la gente. Yo quería mi bólido.

Tal vez lo único que agradecí es que no me dieran una imitación engañosa del carrito Cox, como por decir algo, un carrito ‘Fox’ o ‘Box’; la infortunada competencia que está hecha para que a vuelo de pájaro Papá se confunda, aquel objeto del cual hay, sospechosamente, muchos cuando el original ya se ha agotado. Bien podrían venir en el mismo color amarillo, pero en lugar de las ventanas traer calcomanías. Los adultos suelen olvidar lo sensibles que son los niños a esos detalles; creen que no les importa, porque suponen que las percepciones del niño son desordenadas. Lo que el niño no sabe es decir que algo no le gusta justamente por la falta de esos detalles. Pero son los que hacen el deleite de un juguete. El niño no espera algo útil y reemplazable por un similar porque el propósito de un juguete es su inutilidad. Importan los adornos, los lujos; que el pelo de la muñeca no venga muy espaciado, que las llantas del auto sean de caucho y se puedan quitar, que el hoyuelo en el mentón de Buzz Lightyear sea realmente un huequito. De niño, odiaba que alguna abuela me regalara un juego de ‘Las Tortugas Binja’, en lugar de las ‘Las Tortugas Ninja’ o una figura de acción que fuera ‘Ronald el Tártaro’ en lugar de ‘Conan el Bárbaro’ alegando eso es la misma cosa. No lo era para mí, y el que aún pueda recordar con pormenores la niñez lo sabe. La imitación solía tener ese sutil detalle que convertía el rasgo de gallardía o potencia en perversidad o ramplonería: las ‘Tortugas Binja’, para seguir con el caso hipotético, tendrían ese aire de maldad que no tenían las originales. ‘Ronald el Tártaro’ realmente parecía Tártaro. Es la misma razón por la cual el adulto prefiere el Aiwa al Naiwa o al Aiman y el Sony al Sonaki.

Mi madre me conocía bastante bien para no intentar deslizarme una imitación perrata. Prefirió cambiar del todo el tema del regalo y enfrentar la crisis teológica.

Creo que sólo treinta y cinco años después vengo a entender del todo las dudas que se sembraron en 1975, ahora que el oráculo de las pitonisas Alexandrita y Adrianita parece haberse cumplido. Cuando le pregunto a mi hija Gabriela de tres años qué va a pedir de Navidad, deja lo que está haciendo, comienza a caminar mirando hacia arriba y describiendo círculos ascendentes con los brazos. Su lista, la cual en distintos momentos ha incluido un piano y una guacamaya, crece desmedidamente y siempre termina con una sentencia aspirada que interpreto como ‘y continuará…’. El veinticinco de diciembre, cuando se levante corriendo y debajo del árbol no se escuche ni parloteos aviares ni los primeros acordes del Clave bien Temperado de Bach, no me quedará más que explicarle que el Niño Dios tuvo un muy mal año.

Roberto Palacio F.

lunes, 29 de noviembre de 2010

domingo, 28 de noviembre de 2010

Mis visión del futuro; ensayo sobre los próximos cien años para concurso XICOATL

El año 2100


Los futurólogos franceses de finales del siglo XIX estimaron que para el año 2000 en París habría tantas carretas tiradas por caballos, que no se podría avanzar por las calles. Cuan equivocados, pero cuan acertados al tiempo. Se pide en este ejercicio que arrojemos las redes de nuevo sobre un período similar. Si como lo sugiere el ejemplo hay una posibilidad de acertar, por ínfima que sea, permitámonos esa irresponsabilidad y especulemos sobre lo que vendrá en otros cien años, un lapso de tiempo que parece razonable para que lo especulado no deje sólo el sabor del equívoco absurdo. Y qué mejor lugar que el ensayo.

El gran reto del próximo siglo, para comenzar con lo que atañe a nuestras vidas interiores, no va a ser por tolerar sino tan solo por poder creer que el otro defiende las ideas que defiende. Acuartelados en pesados búnkeres conceptuales, cada uno representará una causa propia, comprensible sólo para sí, fanatizada y dogmática. Esa vida interna, que Voltaire equiparara magistralmente con un árbol que crece desde adentro, ya violentada no podrá generar la sombra del resguardo y combatirá a muerte por la poca luz. Habiendo sido moldeada por el ambiente natural, se empobrecerá y se defoliará con las drásticas reducciones al espacio físico en el que habitamos, con el cerramiento de fronteras reales, con las altas densidades que son como la confusión misma, con el estrechamiento del horizonte que abarca la vista, porque no hay nada que distinga esta perspectiva de la que se tiene ante el ojo de la mente. Con esas pérdidas se habrán ido los frutos más deseados del árbol; la libertad, la voluntad, la fortaleza y el respeto por la debilidad.

Viviremos en un mundo en el cual no habrá nada más fácil que dejar una huella, pero que irónicamente sólo admitirá vestigios anónimos y muertos de símbolos que ya no nos dirán nada, plasmados en los manidos tatuajes en la piel y en los grafitis de los muros de la ciudad. El siglo XX nos vendió con éxito la idea de que debían morir las grandes ideas que trascendían la esfera de acción de un individuo y nosotros lo creímos en nombre de la felicidad. Nunca había sido más fácil ser frugal y estúpido y frívolo simplemente para quitarnos de encima el estigma de la solemnidad. Un hombre, una causa; porque el destino de un conflicto prolongado no puede ser más que el fraccionamiento absoluto del conflicto.

Los próximos cien años se irán estructurando en torna a tendencias que antes parecían antitéticas, pero que existen mudas y violentas una al lado de la otra. Proliferaron los libros escritos por estultos para mostrar lo ingeniosos que son al recrear su estulticia. Cuando esos procesos hayan seguido su curso natural y llegado a su esperada culminación, coexistirán entonces todos estas creencias que no se entienden y son incompatibles en los mismos sistemas ideológicos de las personas, las organizaciones y en el tejido intelectual de la sociedad. No las unirá más que la estrechez de miras y la pobreza de amplitud. Cuando entren en contacto, no lo harán en la interacción, sino en la rabia nacida del desencuentro que ya no se puede conllevar más. Piénsese en los dos fanatismos religiosos que colisionaron frenéticamente en septiembre de 2001 en Nueva York. Uno derrumba dos símbolos del culto cambiario de la cultura occidental. Ésta, a su vez, responde con una dosis del mismo mal; comprando y rezando, como lo recomendó George Bush en su comunicado al pueblo americano luego del desastre.

Con la muerte del árbol y de sus frutos inevitablemente vendrá el deterioro de lo inalienable, la caída de las ramas estructurales. Veremos en los próximos cien años el comercio, la disposición y la venta de los derechos fundamentales. ¿Cómo alienarlos? Basta tener un expediente que me permita disociar comisión y castigo, acto y consecuencia. La ciencia trabaja obstinadamente en ello y así como los últimos pensadores románticos europeos declararon que el derecho y la economía eran las más ideologizadas de las disciplinas, ahora debemos decir que lo son las nuevas ‘ciencias’; la ingeniería bancaria, las ciencias forenses, nacidas de la invasión del cuerpo y de la individualidad, otros frutos ansiados del paraíso. Sembrarán el terror en América Latina que no conoce nada parecido a la crítica y el control de la ciencia. Volveremos a espiar como en las épocas de las grandes dictaduras, pero sin que nos importe un ápice la vida de los demás. Dada la estrechez de miras y la subsecuente desvalorización, los derechos serán piezas cambiarias. Nada habrá en que el pobre tome en la cárcel el lugar del rico que ha comprado su libertad. Antes se vendían riñones. Los riñones del año 2100 son los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Se venderán caro al comienzo y al final se intercambiarán por electrodomésticos, como ya ocurre entre los más desesperados que negocian su vida en actos terroristas por una nevera.

El futuro no será tan futurista como lo imaginamos en la década del cincuenta. El que repase las páginas de una Mecánica Popular poblará su visión justamente de lo que no tuvimos: carros voladores, comidas gratis, fuentes inagotables de energía. El año 2100 quizá no sea tan distinto al 2010. Algunas de estas aterradoras realidades ya caminan solas. En Colombia hay actualmente un proceso en marcha por castigar las primeras interceptaciones masivas de los órganos de seguridad a la vida íntima de ciudadanos nacionales y extranjeros; pareciera que nunca nos había importado tanto el otro. En otros países del hemisferio la práctica trasciende el Estado y prosperan las industrias de escrutinio de la privacidad. Lo paradójico es que son individuos anónimos y comunes quienes terminan siendo vigilados; en los vestíbulos de tiendas donde los clientes se miden la ropa, en sus sitios de trabajo, a través de bases de datos que se venden indiscriminadamente. Muchas veces, son los mismos individuos quienes exponen los últimos vestigios de su privacidad a la vista pública, motivados por las redes sociales, incentivados por la fama efímera de los ‘Reality Shows’. Oscilaremos permanentemente en los próximos cien años entre la privacidad y la exposición en un mundo sobrepoblado y a la vez sumido en la soledad.

Pero quizá la manifestación más dramática de la sobreexposición vendrá de la economía los pobres que le habrán arrojado sus últimas monedas a los cepos en las Iglesias. Empresarios de la palabra exprimirán los frutos monetarios que aún se le puedan sacar al dogmatismo, sobre todo en América Latina, desconocedora de las éticas escépticas con la titulación de pedazos del más allá. No habrá problema en poblar nuestro universo interior con promesas de privilegios después de la muerte en nombre de la mayor gracia de Dios. Al final, sólo los pastores se habrán marchado con la riqueza, que entonces ni siquiera servirá para abrirle a sus almas las puertas de un cielo sobrevendido. Tal vez llegue un tiempo en el que nos demos cuenta no tanto que estos fanatismos no desmerecían del absurdo (eso ya lo sabemos) sino que eran innecesarias y hartos hasta el cansancio. Se abandonarán entonces los dogmas y los odios y las creencias insostenibles; no porque las hayamos refutado sino porque nos aburrieron. Sentiremos una vergüenza como la que se siente de verse en una vieja foto con la patilla y la solapa enorme y desproporcionada. Pero ese tiempo no está en el horizonte de un siglo, y aún si fuera pronto, a Occidente le seguirá quedando el gran reto de aceptar la cultura y la religión oriental en términos de una verdadera igualdad. Tan fácil hubiera sido reconocernos como falibles y humanos desde el comienzo, y decir en contra del fanático: ‘humanidad antes que verdad’.

Más que de la religión, la nuestra es la época de la biología. En los cien años por venir, la estimación del sistema de lo viviente tendrá que sortearse entre quienes piensan que toda la compleja red de la vida no es más que un producto cambiario que debe ser puesto en el mercado y, en el otro extremo, los que defienden la integridad de lo viviente como un valor en sí mismo, acusados desde hoy de irremediable humanismo trasnochado. Llevaré mi irresponsabilidad un paso más allá, porque no creo que dichas actitudes se circunscriban sólo a lo biológico; veremos chocar en esos cien años a los que no encuentran un motivo realmente significativo para dejar de intercambiar lo que su capricho dictamine en nombre de su libertad y los que aún tienen suficiente follaje en su jardín interior para poder concebir que hay cosas que tienen valor meramente en virtud de lo que son. El tablero en el que se jugará más incisivamente esa partida será el de la biología y el de la genética simplemente porque no hay objeto más preciado, como valor o como mercancía, que la vida misma. La tensión entre lo determinado y lo autónomo -un legado de la ilustración europea y una oposición que creíamos propia de la lucha humana por erigir barreras que la salvaguardaran contra la tecnología-, se habrá roto porque en el futuro cercano las personas se habrán ‘biotecnologizado’, mientras que las tecnologías se habrán ‘humanizado’. Sin duda, el primer mundo trabaja arduamente en el segundo de estos propósitos; al mundo subdesarrollado no le queda más que llevar a cabo una cruel parodia del primero, procurando que los humanos desarrollen mínimos modelos de eficiencia y predictibilidad. Mientras que en aquél se procuran construir máquinas pensantes, en éste aún procuraremos que los hombres actúen como máquinas.

América Latina y Europa son los modelos paradigmáticos que vienen a la mente. Su relación es compleja, como cualquiera que está cargada de historia. En cada mundo se encuentran los sueños esparcidos del otro. Como dos bombas que estallan contiguas, los fragmentos del uno conforman los escombros del otro. Los europeos tuvieron que buscar los restos de sus últimos paraísos en América. En su tercera cruzada americana, en la desembocadura del poderoso Orinoco, Colón ve tanta agua dulce mezclarse con la de mar que concluye que ella no puede más que provenir del Paraíso y declara con una mano en la Biblia y otra en los mapas haber encontrado el Edén. El hechizo no duró ni siquiera la mitad de un siglo. Descubrieron muy pronto que si bien todo era recién llegado a la vida y rápido en nacer y desarrollarse, con la misma fuerza decaía y degeneraba. Aguirre, en su demencial expedición por el Amazonas comprueba con asombro que un árbol de la selva tropical sobre el cual se recuesta una armadura metálica durante una sola noche, proyecta una sombra de óxido tan patente como si se tratara de una de luz. Tan rápido como el suelo americano da la vida, la quita. La naturaleza americana, dirá la visión cientifista y europeizante que se inicia posteriormente con el biólogo francés del siglo XVIII Buffon, es corrupta y a la vez corruptora.

Los americanos, por el contrario, no hemos roto el sueño europeo, que se prolonga como un lento estupor del medio día de nuestra historia. En los valles más alejados de Colombia aún se desfogan los fuelles del acordeón, instrumento musical que fracasó en Europa. Su canto es tan obsoleto como el ululato de montañeses de tirantas. Pero en estos mundos perdidos, el vallenato que se hace con los pesados ‘Hohners’ y flautas que suenan gracias a la miel de las abejas, en su extraña tristeza carnavalesca y circense, no puede dejar de evocar la terrible actualidad y persistencia de un mundo que vive en la irrealidad de los recuerdos, como si cada colombiano instanciara en carne propia la expulsión de un paraíso lejano, idílico y personal.

Quizá el año 2100 hará patente el hecho de que ambos universos no eran más que periferias, poseedoras de pequeñas tradiciones, que aunque valiosas, rápidamente se agotaron con la masificación. Gravitarán en la condición de mundos anecdóticos, propicios para el que gusta de comer y beber, para el que aún soporta el arte o para el que pueda vivir entre los animales. Las edificantes culturas nacionales no tendrán nada que decir, porque el núcleo de la civilización se habrá trasladado en un acto de aniquilamiento cultural, a los centros de producción en oriente. Europa y América Latina tendrán que recoger los pedazos desperdigados de sus herencias mutuas y evaluar su aporte a la cultura universal, preguntándose mutuamente quienes son. Paradójicamente, quizá sólo entonces puedan reconocer lo que hay del uno en el otro.

Roberto Palacio F.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Homenaje a un amigo de las letras

Las Papitas del Escritor


Conocí a Mario Mendoza por sus libros. Lo que digo es cierto en un sentido trivial; nunca lo había visto y me formé una imagen de su cara por primera vez con la foto que aparece en la contra de Scorpio City…creo. Pero la imagen se me grabó en el cerebro como si un vaquero hubiera marcado mi pobre encéfalo con un hierro candente en forma de dos emes en un círculo: Mario Mendoza. Está este hombre de barba, de mi edad más o menos, aunque hábil en hacerla pasar por menos, ligeramente inclinado a la derecha -es una tontería, por supuesto, una foto digital tiene tanta dirección como una pista de aterrizaje-, rasgándose el labio inferior con el dedo índice y el pulgar. Sus ojos expresan una gran preocupación; la ceja izquierda está ligeramente contraída, la derecha se iza con un arqueo perfecto en su proporción. Parece estar debatiendo no con algún periodista, sino con el futuro mismo, o alguna otra entidad metafísica respetable. Me impresionó tanto que intenté hacer la misma cara por si alguna vez me entrevistaban, pero no era tan sencillo y de alguna manera la mano me terminaba iluminando el rostro como si quisiera resaltar su lozanía. Con mis proporciones corporales, lejos de Mario Mendoza, yo era Hilda Strauss y podía haber descubierto su secreto consistente en que si nunca quieres arrugarte te debes engordar. Esa cara Mendoza era el patrimonio de un maestro y venía sólo con el oficio. Y sin duda, tenía que ser una impostura.

A finales de la década de los noventa conocí al dueño de la cara. Fue un período de mi vida que recuerdo como en una especie de cinta frenética que pasaba a toda velocidad para mí, un simple observador A en un ejercicio de física relativista, en donde para cualquier otro observador B con menos tragos en la cabeza, la película era de Andy Warhol. Mario era uno de los observadores B. Y creo que fue lo suficientemente selectivo como para disfrutar de un par de borracheras y volver a su vida sin subirse a mi nave que iba mucho más lento que la velocidad de la luz. Ese solo hecho abrió una primera interrogante sobre él: o era un tipo en verdad disciplinado -salía justo cuando uno quiere tomarse ese trago del no-regreso- o temía absurdamente desconfigurarse en público. Con los años la duda no se ha disipado, pero aprendería que tan intenso como su intento por no desconfigurarse en público era su vocación y su disciplina.

Nos reencontraríamos casi diez años después. Yo acababa de publicar mi primer libro con Aguilar en el 2008, Sin Pene no hay Gloria. Había deseado desde hace años retomar el contacto con Mario. Tomé como pretexto entregarle una copia de mi texto. Descubrí muy pronto que Mario no era fácil era conseguir; su actividad y títulos como Satanás lo habían puesto en la mira de grupos cristianos que saben dolerse más por el nombre de una novela que por lo que Satanás hace realmente a bala y cuchillo; gente que le queda más fácil el homicidio que pasar sin saludar. Comprendí que era normal quererse alejar de las potenciales amenazas. Tuve que mandarle razón con un conocido que lo frecuentaba. Unos días después, nuestro amigo común me entregó el correo electrónico de Mario con el mayor sigilo, eso sí, advirtiéndome que Mario pedía que no fuera a tratar nada ‘trágico’. No entendí del todo la petición; aparte del título de mi libro, no creo que hubiera nada trágico en todo el asunto. Le escribí sin aclararle del todo mis intenciones. No quería que me diera las gracias y me dijera que lo compraba por su cuenta. Me contestó el correo casi de inmediato, en efecto pidiéndome el favor de que no abordáramos asuntos de carácter doloroso, que todo lo demás era admisible. Yo le contesté que quería hablar de literatura, lo cual, claro era una forma didáctica de tergiversar la verdad. Luego vendría a saber que acababa de pugnar con la dolorosa muerte de su padre, de allí su reticencia a lo que tuviera sabor a esa atormentadora verdad. En un tercer correo me envió el teléfono de su casa y convinimos un día y una hora para ‘conversar’. Aún con el teléfono, Mario no demostró estar simplemente allí. A la hora y en el día señalado marqué y me imagino que el teléfono repiqueteó en su pequeño apartamento mientras Mario lo observaba, quizá como en la foto de Scorpio City. Al fin, contestó un mensaje pregrabado que en inglés americano y con el timbre de voz de una negra voluminosa advertía que la persona no estaba ‘available’ y por un instante no tuve ningún problema en imaginar a Mario incorporado en la carátula de Abraxas de Carlos Santana. Luego de que sonara el ‘bip’ del contestador y yo comenzara a hablar con la Black Magic Woman digital, Mario contestó, agitado, afanado de que no fuera a colgar. Como si no hubiera pasado un día me llamó por el apodo que me tenía hace diez años: ‘Bobby’, me recordó de lo que no quería hablar y conversamos por lo menos una hora, entre otras cosas de literatura. Me habló con claridad y contundencia del medio literario, el cual conoce mejor que los agentes europeos, intercalando con sus dicciones sobre las últimas tendencias literarias fragmentos de lo que me parecieron ideas libertarias de la izquierda de los setenta. Me aterró la generalidad con la que persigue una idea específica y la forma en que es capaz de devolverse y perseguir, como en los pasajes de sus novelas, los momentos más específicos de una vida alumbrado por ideas generales de Freud o Michelet. Quise aprender a hablar como él, porque comprendí que por momentos me hablaba en el código del mundo que subyace a la literatura; el de los editores, los agentes literarios y sobre todo el de un autor con un universo literario. Si yo quería pertenecer a él, debía quebrar ese código y así, muchas veces durante nuestras conversaciones posteriores, tomé apuntes, simplemente para ejercitarme en cómo se decía algo en ese gremio que por ficticio que fuera era infinitamente más real que el de la academia de donde yo venía. Al final dijo que leería el libro encantado y celebró mi llegada al mundo de las letras. Yo colgué sintiéndome un escritor consagrado, casi capaz de hacer la cara Scorpio City.

Esa conversación marcó el inicio de una de las amistades más cercanas que he tenido en mi vida. No pasaron tres días y en mi casa sonó el teléfono un martes en la mañana. Era Mario. Casi sin presentarse, me estaba leyendo pasajes enteros de mi libro, citándolos y riendo a carcajadas. Terminó comprándolo antes de que yo le pudiera llevar una copia. Le había encantado. Me sorprendió porque de inmediato supo el carácter sutil que yo intenté imprimirle al libro sin que fuera evidente para el lector; un gran ensayo en la tradición de Chesterton y Shaw. Había descrito el famoso iceberg de Hemingway, mi iceberg.

A pesar de que suena a una declaración firmada y notariada de gayitud, debo decir que muchas veces luego de esa conversación nos reunimos en los baños turcos de su preferencia, un sitio más bien plagado de ganaderos de Puerto Boyacá que se ven absolutamente naturales a cincuenta grados centígrados, con una toalla en el hombro mientras hablan de millones y aftosa. En medio del vapor hirviente y las bebidas heladas nosotros seguíamos la misma cháchara que habíamos iniciado el día de la negra digital, a veces repetitiva, a veces salpicada de cosas nuevas. Creo que en esos encuentros disfrutaba de mi humor, una facultad de la cual no se cree poseedor y que siempre ha querido tener, aunque en su último libro La Locura de nuestro tiempo, una pequeña obra maestra de la no-ficción colombiana, se describe en las épocas en las cuales forjaba su obra como un superhéroe cuyos poderes consistían en poder blanquear la ropa, el capitán Clorox, oficio que desempeñó con todo éxito durante el desempleo.

Fue justamente en diciembre del 2009, luego de una de estas jornadas de vapor que se resolvió el asunto de la cara Scorpio. Saliendo de los turcos un viernes en la noche, Mario sugirió que comiéramos algo. Me sorprendió cuando él mismo apuntó que le cuadraba al pelo una hamburguesa de El Corral; hubiera imaginado a cualquiera menos a Mendoza en un sitio que tiene por decoración caricaturas de Sylvester Stallone alternados con imitaciones de clasificados de periódicos paisas del siglo XIX en la fórmica de las mesas con letreros como ‘En Porcecito resucitan bestias’. Mientras pedía su hamburguesa con malteada en la caja, dudó si la debía acompañar con papas o anillos de cebolla. Tuve un momento de absoluta clarividencia literaria y personal cuando sin proponérselo, mirando el menú que pendía del techo, Mario arqueó una ceja, inclinó la otra, se llevó la mano al labio inferior con el índice y el pulgar, pareció mirar al infinito preocupado y grave mientras en voz firme y en castellano, a través de su cara Scorpio City dijo: ‘Démela con papitas’. Supe que no había impostura alguna en su voz.



Roberto Palacio F.

domingo, 21 de noviembre de 2010









lunes, 15 de noviembre de 2010

Cuento finalista en el Certamen de Terror, Editoral el Círculo Rojo en Almería; un ejercicio de ficción en menos de 5000 caracteres

HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE…

Yo acababa de salir de la cárcel; seis años, tres meses y veintisiete días por haber tenido sexo con una menor de edad. ‘Yo tengo todos mis papeles en orden’, me dijo antes de subir a la habitación y en verdad que parecía una mujer hecha y derecha. Incluso algunas huellas de la vida amarga se mostraban en su rostro. No alcancé a desvestirme cuando un policía prorrumpió en la diminuta habitación gritando ‘sexo con una menor’. Ella, desnuda, mascando chicle se burló en un tono de desprecio casi infantil mientras me esposaron; ‘la cana, papi, la cana…’ Así terminé entre esas cuatro paredes por lo que pareció una centuria, pero nada quería más en el mundo que terminar ese acto inacabado, estallar en un único orgasmo que sellara por siempre mi libertad. Así, mi primer propósito al salir fue conseguir una mujer con quien entregarme a los más lascivos deseos nacidos del encierro.

Pero maldita habría de ser mi suerte. De cierta manera, afortunada también. El día que pisé la calle se produjo el primer caso de lo que vino a ser conocido como la fusión sexual humana autoinfligida. Al comienzo nadie sabía de qué se trataba, y aún nadie tiene la menor pista. Los médicos que atendieron a los primeros afectados los diagnosticaron con un problema embarazoso pero corriente. No había forma de predecir que lo peor estaba por venir; una joven adolescente pelirroja –no tendría más de 17 años- había llegado a un pabellón de urgencias musitando quejidos incomprensibles y nasales salidos de su boca que se había fusionado con su novio, un muchacho obeso de la misma edad que desesperado intentaba alejar su cabeza con sus manos. Al día siguiente, el artículo de la prensa amarillista revelaba todo el fenómeno, imágenes explícitas incluidas: los tejidos de la boca de la joven se habían entrelazado con los del pene de su compañero durante su primera experiencia felatoria. Los doctores pensaron que se trataba de un caso de enredo de algún aparato dental. Pero las radiografías revelaron el horror; los tejidos de la boca, mandíbula, lengua se fundían con los genitales del muchacho y al parecer el proceso avanzaba con el tiempo.

En los días siguientes, los casos proliferaron por la ciudad. Todo el que se entregara al sexo terminaba fusionado. Por mi cuenta vi los cuerpos más grotescos, uniones forzadas e improbables de lo que antes eran dos seres; caras que salían de otras, a veces iracundas, culpándose mutuamente por su desgracia; miembros que brotaban de los costados de quienes evidentemente no eran sus dueños, mientras que el resto del cuerpo del interceptador prorrumpía en los lugares en dónde debía ir. Irónicamente, algunos recordaban un corazón cruzado por una flecha. A un hombre ya entrado en años le salía un pierna femenina y estilizada por el abdomen bajo mientras que la cabeza de la mujer ahora brotaba cerca a la suya propia. Ambos intentaban desplazarse en direcciones contrarias pero no lograban más que girar sobre sí mismos como una embarcación de un solo remo. Otros habían terminado con sus cabezas fundidas en los genitales de su amante, como si intentaran salir o insertarse en ellos. Los que se entregaban a las orgías, acabaron por convertirse en una masa humana de la que brotaban piernas, brazos, porciones de miembros y de la cual emanaba un solo lamento de dolor. Quizá los más impactantes eran los que se fusionaron con una persona que moría en el proceso. Solían ocultar el cadáver con pesados abrigos, pero pronto la carne podrida comenzaba a descomponer la propia.

No es de extrañar que las autoridades comenzaran a reprimir brutalmente cualquier manifestación sexual. Entendí que con cada minuto que pasaba, las oportunidades de llevar a cabo mi plan se hacían menores. No había tiempo qué perder.
Corrí por la urbe infectada y doliente por horas, evitando a los fusionados que me auscultaban con sus ojos vacíos mientras me extendían sus manos en busca de ayuda. Era ya tarde en la noche cuando llegué a la casa del pecado en la cual fui arrestado, en las afueras de la ciudad. Como si no hubiera transcurrido un solo día, subí a la misma habitación en donde había estado hace casi siete años. Allí estaba ella, en la misma pose en la que la había dejado, ajena a todo lo que ocurría en el resto del mundo, aún no infectada. Arrojé un fajo de billetes sobre el colchón y ella sin mediar una sola palabra se desvistió y me comenzó a besar el pecho. La fusión comenzó de inmediato. Primero su brazo, luego su hombro, su pecho. Me atravesó con limpieza casi matemática, como un plano intercepta otro. Gocé cada minuto de sus quejidos de dolor, del asombro con el cual me miraba. En medio del desespero, atinó a preguntarme, como pidiendo ayuda ‘¿Qué está pasando? ¿Dónde me estás metiendo?’. ‘En la cana, mami, en la cana’ le dije antes de que su boca que aún mascaba chicle se sumergiera por completo en mi costado.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Sobre andar armado [Experimentos en el borde de la ficción y la no-ficción]

[Para mi hermana María Claudia en su cumpleaños, la única a quien le consta que estas cosas ocurrieron]

En la foto estoy con las manos en los bolsillos y el torso ligeramente inclinado. Es una diapositiva. Mi padre la marcó con letra grande y enfática ‘Apr. 1973. Louisville, Ky’. Llevo una camisa vaquera, de solapas cafés y flequillos con botones nacarados. Debajo, mi madre me había puesto una camiseta por si el día se enfriaba. Una pulmonía se volvía una neumonía en segundos, decía, mientras chasqueaba los dedos. Llevo un pantalón oscuro, que no hace juego con la camisa, aunque es vaquero. De una presilla pende la imitación de un revólver Smith & Wesson treinta y nueve milímetros, de la mitad del tamaño del original, que venía con el pantalón. Usaba unos cartuchos de plástico rojo que no expelían nada, pero hacían ruido y levantaban una humareda que lograban llamar la atención. Por eso casi nunca lo disparaba. Llevaba el arma por si acaso, porque era agradable saber que iba armado y porque…bueno, uno nunca sabe. Tampoco había forma de saber que estaba a pocos días de disparar un arma de verdad; o lo que yo creía que era un arma de verdad a los ocho años.

Por ese entonces mi padre terminó aceptando un puesto en una clínica de mineros en un sitio llamado Greenville, Kentucky, a dos horas de donde vivíamos. Aunque era un caserío repleto de excavadores de carbón de las montañas, con más barro que vías, debía completar las horas de práctica para su post-grado y generar los suficientes ingresos para una familia de cuatro. Estuvimos entre los primeros en habitar una urbanización que se había comenzado a construir en las afueras y en la que no había más que unas cuantas casas simétricamente organizadas a lado y lado de una carretera recta, que subía por una loma boscosa que iban despejando a medida que hacían una nueva construcción. Muchos dueños no las habían ocupado aunque estaban terminadas, y sin decírselo a nadie, pensaba que postergaban su llegada porque odiaban ese lugar tanto como yo. No habíamos acabado de acomodarnos cuando comenzaron mis pesadillas. Temía dormirme porque en mis sueños recurría la imagen blanca y traslúcida de un Arcángel que con espada en mano me decía que me iba a morir, y me advertían a qué edad; los doce años. La educación religiosa de las mojas del Colegio Saint Margaret Mary en Louisville habían cobrado su porción de infelicidad. Fue también la única época de mi vida en que me interesé por las armas.

Dos casas abajo de la nuestra vivía un chico de mi edad llamado Jamie. Su padre, un minero alcohólico, lo había abandonado a él, a su hermano menor y a su madre luego de jugarse la finca en la que vivían y como en una canción de Johnny Cash, lo único que les dejó fue a su propio hermano, un drogadicto erotómano que había estado en Vietnam, o al menos eso decía. Era gente del campo y viviendo en una casa en los suburbios se veían inadecuados, sucios, constreñidos; imagino que en realidad lo eran. Pero también estaban allí por necesidad lo cual nos unió con Jamie y nos hicimos amigos de inmediato. En el verano Jamie no usaba ni camisa ni zapatos sino un pantalón sin más, algo que mi mamá notaba con lástima y preocupación. Yo también la sentí hasta que un día lo vi por la ventana, así, descalzo, con su pelo largo y enmarañado y con un rifle en la mano caminando hacia mi casa. Jamie adquirió para mí desde ese instante un aura casi sobrenatural. Temí que mi madre viera el rifle y salí corriendo a recibirlo antes de que me prohibieran algo. Lo saludé mirando el arma y preguntando qué tenía ahí. Los años han borrado de mi memoria la marca, pero Jamie me dijo que era una belleza en su clase; un auténtico rifle de aire, mientras lo sostenía y también lo miraba como si fuera la primera vez. Yo le creí incondicionalmente. Me dijo algo en el sentido de que era peligroso y que yo no podía usarlo hasta que no lo viera disparar, para lo cual nos fuimos al bosque.

Sacó de sus bolsillos una balita que parecía un gallito de Cricket en miniatura, abrió el arma en dos con un crujido, moviendo una palanca que yo había visto pero que suponía inoficiosa, e insertó la pelotica. Me dijo que entre más cargas le pusiera, mayor potencia tendría y especulamos un rato sobre si podía matar a alguien. Jamie me explicó que él había sido golpeado por una balita que no le penetró la piel; pero que con los suficientes bombazos de presión, si él quería, podía atravesar a un hombre. Pero que ahora no quería. Lo observé dar bombazos, admirado, bajando y subiendo una manivela al lado del gatillo. Lo hacía con los dientes apretados, como cargaban los vaqueros de las películas, con la diferencia que en las Winchester del oeste, por cada bombazo se podía dar un disparo, mientras que Jamie debía dar al menos veinticinco para obtener un tiro que no fuera una parábola muerta. Las últimas cargas las hizo con un esfuerzo increíble, olvidando lo bélico de su propósito, hasta que al fin se paró, descalzo, le apuntó a un árbol que él consideraba capaz de resistir la brutal embestida y disparó. Yo me tapé los oídos y apreté los ojos con fuerza y en esos breves momentos antes de la detonación, tuve la clara conciencia que estaba comenzando algo que no iba a terminar bien.

La explosión no produjo el sonido robusto y penetrante de trueno que yo esperaba, sino más bien el que hace un neumático de bicicleta al estallar. Corrí a ver el árbol que había sido impactado y tardamos un buen rato con Jamie en encontrar el proyectil, que estaba dentro de un agujerito del tamaño de una lenteja, destrozado. Comentamos aterrados la brutal potencia que se necesita para destrozar así un pedazo de metal, ignorando que el plomo de la balita ya se había deformado en el bolsillo del pantalón de Jamie. Le rogué que me dejara disparar y mientras me hacía mil advertencias, cargó con otro plomito y bombeó. Me impactó lo pesado y brutalmente real que era el rifle. Es lo que la hacía un arma real para mí, acostumbrado a las contrapartes de plástico que disparaban chupas. Me paré, como él, en el mismo lugar, contuve el aliento y disparé. El arma se movió menos de lo que yo esperaba. Jamie salió corriendo a buscar la bala - a veces las volvíamos a usar- pero no la pudimos encontrar por ningún lado. En todo caso me palmeó la espalda y en lo que parecía un extraño rito de iniciación, supe que ahora era uno de los hombres del rifle y que tenía el poder de herir a distancia.

Ese verano le disparamos a todo: lo que se movía, lo que no se movía, a las aves que se acercaran, a las que estaban demasiado lejos para haber podido llegar a ellas con un número finito de bombazos, a roedores imaginarios y reales y a los vidrios de las casas deshabitadas. Mientras Jamie comía, o iba al baño yo sostenía el rifle, y por unos breves momentos lo sentía totalmente mío.

El frenesí de disparos llegó abruptamente a su final en el otoño cuando disparándole a un ave que se había posado en un chamizo pelado que había en el antejardín le atiné a la camioneta Buick de mi casa. Ví el vidrio lateral derecho cuartearse en mil pedazos, como en cámara lenta; vi a Jamie salir corriendo hacia su casa con el rifle. Mi papá salió en piyama -era tal vez un domingo en la mañana- y mientras se amarraba la levantadora me preguntó si había visto a la persona que había hecho el daño. Yo le señalé con el dedo el supuesto camino que había tomado el criminal imaginario y ambos nos subimos al carro lleno de vidrios, pero cuando íbamos al final de la recta, yo ya no podía sostener más el cañazo y renunciando completamente al derecho que otorga la cuarta enmienda en suelo americano, me autoincriminé a más no poder. Frenamos en seco, dimos media vuelta y en la casa se desató el infierno para mí. No solo los disparos llegaron a su fin ese día; también lo hizo la amistad con Jamie, y no sólo porque llegó a girar íntegramente sobre el aire comprimido, sino porque la capacidad de dañar había dado la vuelta completa y había ido a parar en mi propio jardín, algo que no creía posible y supe que para no morir a los doce años a manos de una espada traslúcida había que dejar de ser un temeroso hombre del rifle. Algunos simplemente nunca lo comprenden.

Roberto Palacio F., 07/11/10

lunes, 1 de noviembre de 2010

Histórico encuentro entre Monseñor Rubiano y el Padre Chucho (fragmento)…

Textos del Ocio;
Si no lo pudimos presenciar, habrá que inventarlo. Lo que se logra en un puente festivo…


Tuvo que caminar por muchos pasillos para llegar a la oficina de Monseñor. Cada puerta estaba celosamente custodiada por un joven seminarista. Los miró a todos a los ojos, y algunos de ellos le devolvieron la mirada con resignada solemnidad y picardía. Cada nuevo paso parecía marcar una nueva esfera, una mayor cercanía a Monseñor. Había hecho la travesía muchas veces, pero tuvo la certeza de que si viniera sólo, no podría encontrar la oficina deseada.

Al fin, una última puerta, enmarcada en paredes altas y frías, le cedió el paso a la oficina. Era un mundo sin colores, sólo los acostumbrados grises, marrones oscuros y el negro omnipresente de la vida clerical. Su suéter rojo de The Gap, que ahora llevaba doblado sobre el antebrazo se destacaba con especial fuerza. Sabía que a Monseñor le agradaban esos detalles. En la otra mano llevaba la guitarra, lo cual le daba cierta apariencia de aventurero. Monseñor, sin duda, no dejaría escapar el elemento; era un hombre de detalles.

 Al fondo del óvalo gigante que formaban las estanterías, le pareció divisar un movimiento repetitivo y diminuto que se perfilaba contra un enorme mosaico de colores que mostraba una imagen del arcángel San Gabriel, desnudo y victorioso atravesando una serpiente con una lanza. Por algún extraño motivo, la luz del ventanal también proyectaba colores muertos, apagados. Algo parecido a una voz provenía de ese lugar. Se tuvo que acercar para que los contornos tomaran formas definidas. Caminó hasta un enorme escritorio de madera torneada. En el frente, el armatoste exhibía un escudo pontifical de dimensiones descomunales. Parecía decirle al desprevenido visitante, por su propia obra y gracia, que no debía avanzar más. Obedeció la señal tácita. Aún no sabía claramente qué había en frente suyo. Lo distrajo por algunos instantes la forma pulcra y estricta en que el escritorio estaba ordenado. No parecía que alguien hubiera trabajado allí jamás, excepto la cuidadosa mano del aseo. Un ligero ronroneo captó su atención. Algunos metros más allá del escritorio, contra el enorme ventanal de colores pudo divisar claramente el respaldo de un sillón de cuero, también de dimensiones desmedidas. Por uno de los lados se asomaba un antebrazo desnudo, envuelto en un capullo de pelos canosos debajo de los cuales se asomaba una piel blanquecina y muerta. El movimiento repetitivo que había visto metros atrás era el de ese brazo que acariciaba en forma rítmica y regular algo que no pudo identificar.

- ¡Jesús Hernán Orjuela!, sólo mírate…

Era una voz nasal que arrastraba las vocales y dejaba la sensación de que la frase era redonda. Hubo un silencio. No sabía de dónde había salido y si era la de Monseñor. El brazo se seguía moviendo rítmicamente y ahora podía escuchar los diminutos chirridos y contorsiones que hacía el cuero de la poltrona contra el cuerpo de su ocupante.

- ¿Monseñor?

preguntó incrédulo, expectante.

- Chucho, Chucho del alma. ¿No me reconoces, churro?

No tuvo tiempo de explicarle que era raro encontrarlo así, de espaldas, aunque estaba acostumbrado a sus excentricidades. La poltrona comenzó a girar lentamente. Jesús no podía comprender bien lo que veía. Esperaba ver a Monseñor en su clásico clergyman negro, inmaculado como era su costumbre. La figura que iba apareciendo, en cambio, era de un blanco espectral, atormentado por salpicaduras de rojo. La recubría un aura brillante, prístina, que sin lugar a dudas no era de santidad. Se percató de repente que había un extraño olor a petróleo en la habitación. La silla terminó de dar la vuelta. Jesús apretó los ojos por un instante, entreabrió la boca e intentó acercar la cabeza, como si esa mínima distancia le diera una mejor visión. Tardó unos momentos en entender lo que veía, como suele ocurrir con lo que merodea los bordes de lo irreal. Ante él estaba el máximo jerarca de su Iglesia, completamente desnudo con un gato negro sobre su regazo, sentado tranquilo y relajado en la silla descomunal. Portaba con orgullo una sonrisa que gritaba con fervor silencioso ¡Te sorprendí! Monseñor se había ungido el cuerpo completo, de pies a cabeza, en vaselina. Sólo en los pies portaba unas botas vaqueras negras, de punta y tacones ligeramente cónicos. Por un instante quitó su mano pecosa del gato que acariciaba -llevaba varios anillos pesados, incluso en el pulgar- y se reacomodó en la silla, con gran dificultad. La silla chirrió discretamente, como sintiendo la misma incomodidad. En su entrepierna se destacaba un color menos brillante que el del resto del cuerpo, más blanco. La única parte de su cardenalicia existencia terrenal que Monseñor había dejado libre del menjurje pétreo era su pubis y sus genitales, aunque los había bañado generosamente en algún talco. Jesús pensó en cómo ese pequeño y flácido miembro sacro se parecía a una gelatina de pata y se le comenzó a subir el labio por encima de los brackets, mientras detallaba la diminuta criatura empolvada. Lo ocultó enseguida con la mano. Monseñor notó su asombro y se miró también en la entrepierna

- Si, si, me faltó. Soy alérgico a todo, sabes. Cualquier cosa me pone rojo y me pica

Exclamó tranquilamente en tono de disculpa, como si la estupefacción de Jesús se debiera únicamente al parche.

Sin mediar otro comentario, Monseñor se paró de la silla, con el gato consentido ahora apoyado contra su pecho. Extendió un brazo, como poniendo de patente su desnudez, refiriéndose a ella, a la vaselina.

- Esto se lo vi a Burt Reynolds en una película. Te quise sorprender.

Jesús, intentando fingir tranquilidad y soltura, soltó una frase preconcebida, propicia.

- El que nos sorprende siempre es Jesús mismo, padre

Y los dos hombres soltaron carcajadas sonoras. La risa hizo que Monseñor se sintiera más a gusto con la presencia de Jesús. Caminó hacia él rápidamente, con complacencia en la mirada. No le dio la mano. Se mordió el labio inferior y le pellizcó la tetilla sobre la camisa con fuerza, mientras lo saludaba en esos sílabos redondos, completos, afectados, tan suyos. Entonces le habló en voz baja, como buscando complicidad

- Jesús, Jesús, qué gusto que estés acá. Estaba que no veía la hora…

Jesús fingió estar a gusto con el gesto. Observó con disimulo cómo la camisa se le manchaba con vaselina. Pero sabía lo obsesivo que Monseñor podía ser con sus pasiones. Apenas lo conoció, pareció perder la cabeza. Todos los días, cuando Jesús llegaba a su casa, encontraba algún presente sobredimensionado; cajas de chocolates por docenas, lotes de quinientas rosas del mismo color, presentes enormes cuidadosamente envueltos en papeles importados, siempre marcados con el sello personal de Monseñor y una espiga en el moño. Lo llamaba varias veces al día para compartir las nimiedades más insignificantes, para hacerle algún comentario que le hiciera reír, para saber con quién andaba. En su casa pensaron que tenía algún amor secreto, o al menos una cohorte entera de admiradoras. A su madre y a su abuela no les extrañó; Jesús era tan guapo, tan carismático. Cuando le indagaron entre risas cómplices por el remitente, él se enfadó; les recordó que él no tenía la más mínima inclinación por el amor de las mujeres. Dijo que los regalos simplemente eran ‘retribuciones del señor’ por sus obras. Con el tiempo, los presentes de Monseñor fueron disminuyendo. Las llamadas también. Jesús supo con certeza que ya había encontrado a otro joven ambicioso y humilde en quien fijar su atención. Fue un alivio, aunque no pudo mentirse al respecto; sintió celos. Pero había manejado la situación con altura. Soportó todo el exasperarte acoso sin jamás dejar de sonreírle a Monseñor, contestando todas sus llamadas. Era una de sus virtudes, de la cual estaba muy consciente, el soportar lo inaguantable con tal de cumplir sus metas. Ahora, estaba en el círculo. Por eso, ahí parado desnudo y aceitoso, lo dejó sentirse sorprendente, explícito y subrepticio. Pero al mismo tiempo sentía ansiedad de saber la misión que Monseñor le tenía asignada. De manera cortés, pero objetiva tenía que preguntar

- ¿Monseñor me mandó llamar?

Casi decepcionado, con profundo hastío Monseñor también comprendió que el juego se había acabado. Soltó el gato desde lo alto, se limpió el exceso de vaselina de los ojos y le explicó en un tono más apagado.

- Es el Iragua Chucho. Quieren que animes una convivencia. La pastoral es fuerte en ti…

Mientras Monseñor profería esas palabras, Jesús se remontó a la primera tarde que animó una convivencia en el Iragua. Recordó cómo en el momento culmen, cuando Jesús ya poseía las almas de todas las niñas, y sentadas alrededor de la fogata cantaban ‘La Espiga’, a Malú Botero, una niña obesa y entusiasta que con los ojos cerrados y aplaudiendo casi gritaba los coros, se le salió un enorme seno de rosado y lúbrico pezón que se rozaba con un crucifijo de metal. Jesús abrió los ojos en el momento preciso para captar esa imagen que no lo abandonó por años. Los volvió a cerrar, tañó con mayor ímpetu las cuerdas de su fiel compañera de pastoral al son de … ‘un molino en la vida nos tritura con dolor, Dios nos hace eucaristía en el amor’ y supo con prístina revelación que nunca en su vida se había sentido tan excitado.
No dudó un momento antes de exclamar

- Chiva rumbera, destino final el cielo…

lunes, 25 de octubre de 2010

LA DEPRESIÓN PERFECTA


Self Portrait, Francis Bacon
Lo más terriblemente ominoso de la depresión es la forma en que nos expone al vacío. Sé que es el tipo de frase que uno esperaría oír de un filósofo. Peor, de un existencialista. Pero es la forma en que me formulo el asunto; lo más insidioso y destructivo de la depresión es que ella hace patente un hueco, la pura y simple nada, carencias: de emociones, de perspectiva, de la pequeña alegría que procuran las cosas. La depresión mina el deseo de vivir y ni siquiera lo hace refutándolo, o carcomiéndolo, caso en el cual le podríamos poner la cara. Lo hace dejando ese deseo vital en el olvido, como si nunca hubiera estado allí, como si las cosas y el mundo siempre hubieran carecido de estructura. La depresión se asemeja mucho al proceso de desvanecimiento de un recuerdo atesorado y por eso las condiciones en las que perdemos la memoria, como el mal de Alzheimer, nos llegan a la par con este mal. La depresión, en poco, es sentir nada y si nos sumerge en el malestar, es sólo porque reaccionamos ante esa anestesia que sentimos (o mejor, ya no sentimos) por el mundo pensando que esa forma de ser ya no se nos parece a nosotros: “Pero si yo no era así, yo sentía intensamente…” La depresión toma la forma de un desconocimiento propio.


Ha de ser una psicología muy errada la que expongo, pero la depresión no se me parece a la tristeza. Yo no las siento igual. Tristeza es lo que vende el cine a través de la muerte o la despedida de un amante o de un niño, la separación de una familia y su esencia casi siempre reside en esa partida o en sus consecuencias, por lo general previsibles, aunque a veces inevitables; la vida solitaria, el abandono, el tiempo, la distancia. Lo que distingue la tristeza de la depresión es que en la tristeza hay vida. El hecho de que nos duela una ruptura es un indicador absurdo y lacónico, pero infalible, de que sentimos, de que no estamos anestesiados ante el mundo. La depresión, en cambio se asemeja a una infección viral, en la cual nos va carcomiendo un agente que ni siquiera está vivo, como los virus no lo están. Woody Allen en sus memorias lo resumía magistralmente cuando decía que en el barrio en el que creció había pocos suicidios; la gente simplemente andaba demasiado triste. Y puede ser en algunos casos incluso un sentimiento que queremos despertar, como la buscada nostalgia de los tangos o de los boleros. No hace mucho un amigo me invitó al festival de poesía en Medellín. Como tantas cosas que solemos decir bromeando en serio, me recalcó que parte de la gracia –así dijo, “la gracia de la cosa”- era ‘llorar bien bueno’. Renuncié a ese placer. Pero los poetas invitados eran africanos y aún me pregunto si mi bucólico invitante habrá logrado salir con los ojos aguados bien sabroso a punta de versos en suajili. Como haya sido, en la tristeza hay oportunidad.



El deprimido, en cambio, lejos del llanto liberador que reafirma el sentimiento de estar vivo, suele ignorar su condición. No verá aumentada su agresividad, ni se sentirá hiperactivo e imparable, aunque estas sean situaciones frecuentes de su depresión. La inercia afectiva nos hace creer que estar activos es la salida a la condición de anestesia en la cual nos sumergirnos lentamente. Por eso el deprimido suele estar maniaco, fuera de sí mismo. Hace de todo, a toda hora. Uno de los casos de depresión que más me ha impresionado fue el del padre de mi mejor amigo que en ‘la mitad del camino de la vida’, simplemente decidió sentarse en la sala de su casa y hablar. Al comienzo, toda la familia lo acompañó, pensando que era un alegre regreso a la costumbre del diálogo perdido hace tiempo. La primera vez que habló por más de veinticuatro horas seguidas supieron que tenían en sus manos un caso de depresión profunda. Creo que él también lo supo. Lo más conmovedor es que su charla era jovial, llena de recuerdos, a veces centrada en lo inmediato pero nunca decaída o quejumbrosa. La inactividad de la depresión suele aparecer cuando nos percatamos plenamente de que no hay mucho que podamos hacer para poblar ese universo vacío y cuando nos vemos haciendo cosas que nos vuelven irreconocibles para nosotros mismos. Uno no se puede curar -al menos no fácilmente- de una infección con agentes muertos. Simplemente no hay manera de matarlos.



A qué le atribuimos nuestra depresión, el tomar conciencia de ella, es tan importante como la depresión misma. No que con ello realmente develemos su causa, pero esa atribución determina nuestro comportamiento cuando el mal se prolonga. Imaginemos, como un simple ejercicio de la morbidez, que pusiéramos nuestras depresiones en un dinamómetro que las pudiera aumentar y multiplicar, pasar el botón de un ‘dos’ a un ‘siete’ de intensidad y luego someter nuestra condición a la máquina del tiempo de Wells de tal manera que no fuera un estado pasajero -como por suerte lo es para la mayoría de nosotros-, sino crónico. No se crea por un instante que propongo algo así, aunque en la demencial carrera por perfeccionar los ya desmedidos métodos de tortura, el ejercito de los EEUU experimentó hace unas tres décadas con depresivos radicales. Supongamos que podemos aumentar y prolongar nuestras depresiones sin conejillos de indias más que los imaginarios. Luego de que ha descendido ese ‘velo’ o ‘nube gris’ sobre las cosas que describen los deprimidos como una etapa inicial, luego de que se han deteriorado las relaciones familiares y personales a causa de un estado prolongado, luego de que el mundo y lo que lo compone han perdido sentido y parecen casi irreales ¿qué queda? Por pura lógica, el deterioro del deprimido como tal; ya no hay nada más qué eliminar. Una vez ha perdido sentido el mundo y los otros, el que pierde sentido soy yo.



Lo más increíblemente perturbador es que más allá del experimento, lo que realmente ocurre es lo que acá mencionamos. El gran ausente en la depresión severa es el deprimido mismo. Y tenemos más de cien años de saberlo. El neurólogo francés Jules Cotard, médico de infantería durante las prolongadas y crueles guerras de finales del siglo XIX en Europa, nota cómo los más deprimidos entre los soldados que habían estado sobre-expuestos en las trincheras contaban la misma historia casi sobrenatural. A pesar de no padecer una condición física, casi todos se describían como muertos en vida. Lo debo decir una vez más, porque es difícil de creer: los pacientes que atendía Cotard contaban que habían muerto, y su cuerpo, que ya no pertenecía más al reino de los vivos, o bien se estaba pudriendo o ya estaba vacío, era polvo. Junto con los muertos reales, llegaban los muertos en pie. El médico militar tuvo la suficiente visión como para no identificar el problema con una simple hipocondría, o con un temor a volver al frente, lo cual ya hubiera sido bastante fácil al calor de los petardos explosivos del enemigo. En una conferencia en París en 1880 llama la nueva condición le délire de négation, o el delirio nihilista. Aún hoy, incluso en Colombia, hay casos reportados. La etiología y sintomatología de esta afección no se han diluido simplemente o redefinido a la luz de los intereses de los laboratorios de medicamentos psiquiátricos. Es una condición real, el estado final de la depresión. Es la depresión perfecta.



Las descripciones que dan los pacientes con síndrome de Cotard son pasmosas. Describen su cuerpo como muerto, su interior como vacío o putrefacto, dando recuentos detallados de los olores de su carne en descomposición. Otros piensan que sus órganos están en su cuerpo, pero que han dejado de funcionar o están llenos de polvo, obstruidos con cementos secos. Momias. Casi todos son hábiles en describir con precisión el momento y las circunstancias de sus muertes. ¿Acaso qué evento hay más importante en la vida? Venderles la idea de que no se ha muerto probando que no se puede estarlo porque se está hablando ante el psiquiatra es tanto como decirle a un anoréxico que lo mejor para su mal es comer. Él lo sabe, pero no hace parte de sus creencias funcionales, las que sirven para vivir. Quizá para Descartes haya funcionado la idea de que una de las condiciones del pensar es el existir, pero cuando lo único que hay es una gran depresión haciendo patente el vacío, no hay lógica racionalista que valga. Esto no implica que no haya un proceso de pensamiento en todo el asunto. Las ideas del paciente de Cotard me imagino que toman más o menos este curso para poder llegar a su estado final: la depresión severa y prolongada, la anestesia del mundo, me lleva a pensar que ese mundo es irreal. Los que me rodean, no son más que una parte de él. En verdad, mi cuerpo y yo somos parte de él también. Pero me veo y me huelo; acá estoy, me desplazo, duermo y como. No hay otro remedio, hago estas cosas ¡pero muerto! Si estuviera vivo sentiría algo, pero soy incapaz. A todos estos elementos unidos le atribuyo mi condición. Quizá cobre ahora sentido la importancia de a qué le atribuyo mi depresión. Si a veces el presentimiento de que se va a morir es fuerte, la certeza de que ya se ha muerto lo debe ser mucho más. Así, la idea de la propia muerte se sostiene sin cañazos.



¿Qué en este ancho mundo puede causar algo así? Hay casos de lesiones físicas e historiales de enfermedad mental como la esquizofrenia y la psicosis que han terminado en el síndrome de Cotard. Pero los estados anímicos que causan esta condición son comunes. Muchos los hemos vivido en sus etapas iniciales. Cuando en Bogotá se puso de moda el robo en los cajeros electrónicos, tuve la mala suerte de caer en un atraco con escopolamina que me fue administrada en una cafetería en los alrededores de Lourdes. Me levanté treinta y seis horas después en los escalones de la Catedral, con un dolor de cabeza monumental, en bancarrota y deprimido. Quizá lo único afortunado del incidente fue, paradójicamente, la depresión. Fue como ninguna otra que hubiera padecido, no tanto por su intensidad como por su ‘sabor’ peculiar. Recuerdo haberme acostado en el sofá de mi sala luego de lograr llegar a casa. Allí, rodeado de las cosas reconocidas y amables de mi entorno, sentí con claridad prístina que eran irreales. Todo era igual; mi comedor, mi cojín, mi cobija, yo mismo, pero de alguna manera todo tenía una perspectiva distinta. Y todo me daba igual. La depresión es en efecto un asunto de perspectiva. En mi caso particular, se hizo muy patente ese sin-sabor de la realidad. Creo que si esa sensación se hubiera prolongado más de la semana que duró, sin duda me hubiera deteriorado significativamente y hubiera tenido que comenzar a encontrar explicaciones. Una de las condiciones más dolorosas y extremas de la depresión es el sentimiento de que no nos abandonará nunca.




Pintura de un paciente esquizofrénico

Paradójicamente, los descubrimientos sobre la manera en que el cerebro elabora el mundo que hice tratando de entender todo el asunto revestían una belleza inusitada. Eran viejos a la neurología pero totalmente nuevos para mí. Haciendo sencilla una complicada explicación: partes primitivas del cerebro reptiliano, el tálamo e hipotálamo, son las encargadas de producir los diversos estados emocionales como la ira, el amor, la atracción, la repulsión. Normalmente pensamos que estas emociones sólo las despiertan otras personas. Difícilmente nos percatamos que todos los objetos en alguna medida se perciben de manera emocional, porque todos en alguna medida nos atraen o nos repulsan. El reconocimiento de estos depende de partes más nuevas del cerebro; la corteza cerebral, el complejo aparato en donde se procesan funciones superiores. En el acto normal de percibir hay una enmarañada comunicación entre emocionalidad y observación. Cuando por lesión, enfermedad mental o a causa de un fármaco, como la escopolamina, se altera esa comunicación, no podemos asociar emoción alguna con lo que vemos, tocamos, olemos. El mundo, en ese estado, pierde significancia, y en últimas sentido. De allí a que yo lo pierda no hay más que un paso.

Nunca más he vuelto a sentir lo que entonces sentí con la escopolamina. Y no quisiera volverlo a sentir. Pero debo reconocer que la experiencia, aunque no buscada, me permitió saber que habitar en una realidad con sentido es algo que depende de un delicado equilibrio. Y es un logro.

Roberto Palacio F.

25/10/2010