Yo acababa de salir de la cárcel; seis años, tres meses y veintisiete días por haber tenido sexo con una menor de edad. ‘Yo tengo todos mis papeles en orden’, me dijo antes de subir a la habitación y en verdad que parecía una mujer hecha y derecha. Incluso algunas huellas de la vida amarga se mostraban en su rostro. No alcancé a desvestirme cuando un policía prorrumpió en la diminuta habitación gritando ‘sexo con una menor’. Ella, desnuda, mascando chicle se burló en un tono de desprecio casi infantil mientras me esposaron; ‘la cana, papi, la cana…’ Así terminé entre esas cuatro paredes por lo que pareció una centuria, pero nada quería más en el mundo que terminar ese acto inacabado, estallar en un único orgasmo que sellara por siempre mi libertad. Así, mi primer propósito al salir fue conseguir una mujer con quien entregarme a los más lascivos deseos nacidos del encierro.
En los días siguientes, los casos proliferaron por la ciudad. Todo el que se entregara al sexo terminaba fusionado. Por mi cuenta vi los cuerpos más grotescos, uniones forzadas e improbables de lo que antes eran dos seres; caras que salían de otras, a veces iracundas, culpándose mutuamente por su desgracia; miembros que brotaban de los costados de quienes evidentemente no eran sus dueños, mientras que el resto del cuerpo del interceptador prorrumpía en los lugares en dónde debía ir. Irónicamente, algunos recordaban un corazón cruzado por una flecha. A un hombre ya entrado en años le salía un pierna femenina y estilizada por el abdomen bajo mientras que la cabeza de la mujer ahora brotaba cerca a la suya propia. Ambos intentaban desplazarse en direcciones contrarias pero no lograban más que girar sobre sí mismos como una embarcación de un solo remo. Otros habían terminado con sus cabezas fundidas en los genitales de su amante, como si intentaran salir o insertarse en ellos. Los que se entregaban a las orgías, acabaron por convertirse en una masa humana de la que brotaban piernas, brazos, porciones de miembros y de la cual emanaba un solo lamento de dolor. Quizá los más impactantes eran los que se fusionaron con una persona que moría en el proceso. Solían ocultar el cadáver con pesados abrigos, pero pronto la carne podrida comenzaba a descomponer la propia.
No es de extrañar que las autoridades comenzaran a reprimir brutalmente cualquier manifestación sexual. Entendí que con cada minuto que pasaba, las oportunidades de llevar a cabo mi plan se hacían menores. No había tiempo qué perder.
Corrí por la urbe infectada y doliente por horas, evitando a los fusionados que me auscultaban con sus ojos vacíos mientras me extendían sus manos en busca de ayuda. Era ya tarde en la noche cuando llegué a la casa del pecado en la cual fui arrestado, en las afueras de la ciudad. Como si no hubiera transcurrido un solo día, subí a la misma habitación en donde había estado hace casi siete años. Allí estaba ella, en la misma pose en la que la había dejado, ajena a todo lo que ocurría en el resto del mundo, aún no infectada. Arrojé un fajo de billetes sobre el colchón y ella sin mediar una sola palabra se desvistió y me comenzó a besar el pecho. La fusión comenzó de inmediato. Primero su brazo, luego su hombro, su pecho. Me atravesó con limpieza casi matemática, como un plano intercepta otro. Gocé cada minuto de sus quejidos de dolor, del asombro con el cual me miraba. En medio del desespero, atinó a preguntarme, como pidiendo ayuda ‘¿Qué está pasando? ¿Dónde me estás metiendo?’. ‘En la cana, mami, en la cana’ le dije antes de que su boca que aún mascaba chicle se sumergiera por completo en mi costado.
La imaginación nos lleva a la concepción de mundos sin salir del mundo, sólo faltó una verdad eclesial que se da en todos los pueblos: La fusion ocurre si el acto se desarrolla como epidemia en los dias sagrados de las semanas santas.
ResponderEliminar