Hay una foto en la que aparezco de seis o
siete años; me la tomó mi papá en el parqueadero de la casa en donde vivíamos
en Louisville, Ky., tal vez en 1973. Al fondo se ve un Ford Falcon amarillo sin
copas. Yo visto una camisa de bordes cafés oscuros sobre una tela ocre que imitaba ribetes vaqueros. Solía usar esa camisa con una pistola diminuta
que hacía explotar una salva de humo y
sonido. Pero en esta foto ya no las portaba por considerarlas infantiles. En el
bolsillo frontal llevo un pañuelo desmedidamente grande para la prenda y para
mi tamaño y el pelo me lo han peinado con un copete Ronald Reagan, abombado,
tieso pero húmedo que resaltaba la rosadez de la cara. Y claro que del pañuelo
y del copete eras responsable. Estabas en esa foto sin estar.
Las fotos son instantes detenidos en el
tiempo, breves intervalos eternos. En mi cuarto hay dos tuyas. En una aún no te
has casado, estás acostada bocabajo en el pasto de un parque y levantas la
cara, sostenida por una mano de la que pende una pulsera de piedras
desmedidamente grandes, como siempre te gustaron. No se ve el color de las piedras,
porque en una búsqueda artística de las que adelantó mi padre en su juventud,
la película es sepia, como si se anticipara que esa imagen iba a ser
de una foto que se ve envejecer. Mi padre siempre ha tenido una
conciencia del tiempo tal; una que ha aplicado a su propia vida al costo de
haberse envejecido prematuramente esperando el cumplimiento de sus extraños
presagios. He mirado la foto por horas. Atrás se ve un árbol despelucado, una
cerca de postes torcidos y un pequeño bosquecito. De ese instante detenido en
el tiempo quisiera poder voltear la perspectiva, mirar a mi papá también tirado
en el pasto tomándote la foto porque ya no lo puedo imaginar en una pose tal.
Tuvo que haber estado muy enamorado para agacharse así, pienso estúpidamente.
Te ves orgullosa, un poco altiva, como si toda la vida futura destellara en tus ojos. Sonríes; eras un típica niña de los sesentas con pelo bombacho
que caía en una curva ganchuda y exagerada como las que pinta mi hija Gabriela cuando
se retrata a sí misma. Ese momento, quisiera pensar, no terminó…es un destello
eterno que ahora mismo existe; las fotos son simples maneras de recordarnos que
en algún paraje del tiempo ese instante tercamente vive para siempre.
La otra foto no te gustaba; es una firmada
por un ‘fotógrafo’ que de seguro te hizo un estudio. Llevas un pelo bombacho,
lleno de caminos que se perdían hacia atrás en la cabeza aunque de seguro
fueron cuidadosamente estudiados. Una capul -y no debería mencionarlo porque no
te gustaba la más mínima exposición a ello- cae sobre la frente como una
cortina de bambú. Perdóname por revelar
ese secreto que era sólo de la casa, tengo
presente lo mucho que te disgustaba. Sé que ya estás casada y que yo ya había
nacido porque con el mismo traje que llevabas salimos juntos en otra de la
serie en la que la ‘B’ de la firma de quien la tomó es más grande que mi cabeza
y la tilde de la ‘e’ final irrumpe con estilo y sofisticación que nos recuerda
que nuestra familia fue en parte una creación de Bené. El fondo es monótono pero finge una profundidad interesante,
una pantalla gris con texturas amorfas, un infinito fotográfico sin sabor
pensado para resaltarte. Apareces como metiéndote en la foto desde la esquina
inferior derecha. Estás seria, llevas unos aretes enormes que a su vez tienen
otros aretes más pequeños y un traje de paño pesado pero de un magenta suave como
el color de tus labios. La foto estuvo creada para ser irremediablemente real;
los colores aun perviven y en su mismo intento de perdurar dicen algo de tu tiempo
y de una vida de la que muchas de sus facetas son un misterio para mí. Ahora
ese traje, esos aretes, la firma, en poco 'el estudio' resiste el tiempo bajo el
único sonido de los relojes y del movimiento de los arboles que trazan sombras
en ciertas épocas del año en la habitación en la que escribo.
Me extrañaba cómo los viejos guardan fotos de
los que ya no estaban; pensaba que inevitablemente se llegaba una edad en la
que por confusión no se podía proclamar nada más que el
propio pasado.
Lo que ahora entiendo es que quien cuelga sus fotos intenta desesperadamente
vivir en ellas; quisiera saber en donde hallar el efímero destello del tiempo
en donde pervive ese momento. Ahora, dieciocho años después de que no te he
visto más que en imágenes y cuarenta o cuarenta y seis en que esos instantes han
estado congelados, quisiera ser yo el que te observaba desde el otro lado de la
cámara y estar en tus fotos sin estar.