Hace
muchos años en un viaje a Medellín mi papá paró el carro en la mitad entre
Doradal y Puerto Triunfo frente a la hacienda Nápoles. En un dintel se erguía la
diminuta Piper Cub en la que Pablo Escobar y su hermano sobrevolaron la Cuba
calurosa de mojitos sin parar a refrescarse y los cayos hasta llegar a la
Florida un domingo, confundiéndose con los turistas, cuando los niños elevan
cometas, los militares cámaras no tripuladas y los ricos avionetas particulares
que maniobraban sobre canchas de golf. La pequeña avioneta no solo se podía ver
desde la carretera; estaba tan cerca que el hollín de los camiones había
estropeado lo que no logró tragarse el Triángulo de las Bermudas. Ya no había heroísmo
en esa aeronave; no merecía el vuelo. La habían pintado tantas veces como las
columnas que la sostenían, delineada con bordes verdes. El artefacto se veía
vacío y de la cabina sólo quedaba un panorámico macilento por el sol y ajado
como una lija por donde se me hacía increíble que El Osito y El Patrón hubieran
podido mirar. Mi padre se bajó del carro y caminó alrededor de las columnas con
las manos en la cintura. Yo lo acompañé y también puse las manos en la cintura.
Aún era lo suficientemente niño como para haber hecho justamente eso. Se lo
pregunté a mi papá, si aún podía volar. Simplemente respondió, como poseído,
que era increíble que “eso” lo dejaran estar ahí. Mi madre no se bajó, pero no
paró de gritar desde el carro lo peligroso que era lo que hacíamos. Ignoraba
que el vuelo de esa avioneta era un símbolo más fehaciente de Colombia que el
vuelo de Ricaurte en San Mateo.
Con
el tiempo, los métodos para llevar cocaína a EEUU fueron cambiando; dos
motores, doscientos cuarenta caballos de fuerza cada uno, una lancha brutal y
dos Ositos, ya sin Patrón, inclinados sobre el timón, dándole chumbimba, en
pura. La brutalidad de los motores en algún momento se quedó corta. Llegaron
entonces las lanchas tapadas, se tomaba la embarcación de alta velocidad y se
le aplicaba una capa de fibra de vidrio con un barniz por encima. Eso ya hacía
que costara millón y medio de dólares. Era una buseta para el agua, que se
sumergía hasta el cuello, como el dios Tántalo cuando se le torturó para que no
probara bocado ante un plato de viandas. Adentro, tampoco se podía probar el
bocado que se cargaba, las semillitas
que habitan en la nariz de Henry Fiol: «Échale
semilla a la maraca pa’ que suene cha cuchá cuchucuchá cuchá». Era una
solución de traquetería para llevar el cargamento. Por alguna razón relacionada
con los radares, y porque eran busetas, daban una vuelta alrededor de las
Gorgonas y tomaban la ruta de Vasco Núñez de Balboa hacia el norte, a las
costas de México con cuatro tripulantes que se debían hundir con la nave en
caso de ser atrapados. Al final de la travesía, la buseta del mar huele
indefectiblemente a caca de osito, la temperatura según los testigos es de más
de cuarenta grados centígrados y allí, en donde las ballenas copulan y el mar
es tibio, los colombianos desechan la manufactura más cara que producen halando
de una válvula amarilla como la del gas. Lo más costoso, desechable; lo
desechable en Colombia, eterno y reutilizado per secula seculorum. Los dos o tres o cuatro millones de dólares
van a dar al tranquilo mar de Cortés y los narcotraficantes esa noche toman
tequila con putas como Juan Rulfo y se meten semillas en la nariz como Henry
Fiol.
Pero
la buseta del mar era artesanal. Había que profesionalizarse. En 1995 uno de
los organismos del estado colombiano sospechó cuando un grupo de señores muy
distinguidos de Cali intentaban comprar un submarino de la ex unión soviética
que un grupo de militares rusos subastaban al mejor postor como un Olcit
abandonado en el Siete de Agosto. Fueron honestos, estos, los caleños; querían
ese submarino con papeles. Intentaron dar arras, dejar una platica para cuando
saliera la tarjeta y ser los poseedores legítimos. Pero la operación era
sospechosa; nadie quiere un submarino nuclear para dar una vuelta con las
putas, ni siqueira Juan Rulfo. No nos pudimos profesionalizar, el mismo Estado
así lo demandó.
Lo
rudimentario del tramoyismo pasó entonces a un segundo nivel. A alguno de los
honorables caballeros de la Trasnochadora y Morena se le ocurrió que en
realidad no era necesario llevar cuatro Ositos con el cargamento; podía ir
solo. Empaquetaron toda la semillita de Henry en lo que otrora fuera un torpedo
y decidieron llevarlo arrastrado bajo las aguas halado por lo que simulaba ser
un bote de pescadores que probando suertes y bailando cumbia con su atarraya se
iban hasta México lindo en busca de pargos que celebraran el día de los
muerticos en los mares de los charros. Si el bote era intervenido, se diseñó un
gancho simple para que soltara la carga que debajo del agua desplegaba un
sistema automático que como un enorme tronco silvestre arrastrado mar adentro
por el Magdalena salía a la superficie y comenzaba a emitir señales satelitales
para ser recuperado de nuevo: «Acá estoy
hijueputas.., acá, bip». Tratábase de un software colombiano. Esos troncos
estaban pintados como los de un aviso de asadero. De ser posible el anónimo
artista le hubiera puesto un humo exquisito que se desprendía de la madera. El
GPS era recogido y el torpedo arrastrado de nuevo en la pesca milagrosa.
Ya
de grande vine a entender que con esas semillitas el Patrón compró cosas muy
bonitas de verdad: canguros de Australia, dromedarios de los desiertos del África del
Norte, elefantes de la India, búfalos de las praderas de los Estados Unidos,
ganadito de Escocia y vicuñas del Perú como lo recuerda el periodista antioqueño
Juan José Hoyos, el que tomó la foto célebre en la que el honorable Alberto
Santofimio Botero en Nápoles se sube a una lancha plana que lleva una
turbohélice atrás, de las que atraviesan los ‘malparidos’ Everglades en la
Florida, como lo dijeran los lugartenientes del Patrón.
De hecho, ahora lo veo todo: Escobar
lo que intentaba hacer era un pesebre natural, un absurdo paisaje a escala 1-1,
un bonsái al tamaño del original, un restaurante paisa en
donde en lugar de letreros hay las cosas señaladas. Las garzas blancas que había traído de no sé qué
lugar del África fueron entrenadas para posarse en los árboles que rodeaban la
piscina por un ejército de trabajadores que las tomaban de las patas y las
sostenían en las ramas hasta que los animales a fuerza de cansancio y
adoctrinamiento no veían más opciones que ir a pararse en las ramas al lado de
la piscina a las cinco de la tarde todos los días de la vida con el fin de que
el Patrón, tomando trago con el Limón, tuvieran un momento lindo. Con cada
chiste repetido en las borracheras se miraban y alzaban las cejas. A un canguro
le enseñó a jugar fútbol; a un delfín lo embutió en un lago de una de sus
haciendas para que el solitario animal llorara las tardes lentas y penitentes
de la selva en un agua amarillenta y enlodada del color del café con leche. Y
todos esos actos antinaturales para que la gente se asombrara, exhibiciones
hechas para que el visitante se fuera a la casa extrañado, aterrado. Tantos años para entenderlo; las bombas
incendiarias del narcotráfico, los cuerpos, las torturas, las fosas, aviones
volando en pedazos en pleno vuelo -¿un metavuelo?- ¿qué otra cosa eran si no una
forma absurda de que todos nos convirtiéramos en partes del zoológico, de que a
todos nos salpicara la semilla?
El placer que nos procuraban
los animales de Escobar era el mismo que se experimenta con la llegada de los
extranjeros al país; todas esas nacionalidades amañadas en la finca de alguien,
turistas que de verdad les gusta Colombia, ganado que se encariña con los pastos
de la región, elefantes que devoran yurumos y guayacanes y gramíneas del
Magdalena. Orgullosos se las brindamos como a los foráneos les embutimos
bocadillo y aguardiente y arequipe, porque qué pena con esos animales. Con los
hipopótamos la historia fue patente. Se volaron de las haciendas de Escobar
luego de que la desgracia y el saqueo las privara del ambiente; estaban, en ese
sentido colombianizados, no soportaban ya la desolación. El Magdalena les
pareció estupendo, sus hiervas infecciosas un manjar e hicieron de sus pandos calderos embarrados su hogar. Pero luego se los
cazó y se los buscó sin cesar, por que él único verdadero peligro, el único que
corrieron los hipopótamos y al fin y al cabo el Patrón, el Osito y todo la
extraña caterva de enemigos de Dick Tracy con sus tumbas en Colombia en lugar
de sus cárceles en Estados Unidos…es que se quisieron quedar.
Roberto Palacio
Extracto de: El Segundo País más Feliz del Mundo