(Recuerdos de mi paso por el colegio católico en Estados Unidos hace cuarenta años. Extraído de 'La Química del olvido', un libro de memorias para mi hija)
El colegio católico:
la expresión en español no alcanza a evocar lo que era, no porque se
configurara en una mezcla fatal y doliente de abuso y recriminación moral, mentiría
si dijera que eso fue para mí. Lo propio del colegio católico es la
coexistencia del silencio abismal de dios con la desmedida y cruda actualidad…los
ventanales de las iglesias y la mudez de los oratorios tomaban un sabor muy
peculiar, muy americano en medio de los campesino y los tractores y la alfalfa.
La vida contemplativa se daba en medio de la exposición radial a la realidad,
una luz absurda en la cual no hay melancolía ni abrigo; las bandejas de
plástico de la cafetería aseadas hasta el cansancio por medio del trabajo salvífico,
el papel reutilizado que tiene su propio olor a santidad y a sufrimiento, la
vida sencilla que es obligatoria. El católico no ama a los pobres, ama la
pobreza. Creo que esos aspectos de la vida católica me han acompañado de
maneras útiles y a veces deformadas y retorcidas. He buscado el silencio de los
oratorios bañados de luz y los vitrales. Creo, como lo dice Aldous Huxley, que
son auténticos parajes de iluminación del fondo de la mente. Si alguna vez en
medio de mi falta de creencias he ansiado algo de la religión perdida, creo que
es esa profunda sensación de solaz y triste tranquilidad de la oración. Pero al
mismo tiempo, como te lo contaré más adelante, me ha acompañado la estulta idea
de que si no estoy donde están los dolientes y los desamparados falto al
verdadero valor. Bueno a esto súmale la ridícula idea de que el trabajo de
alguna manera redime…vaya uno a saber qué. Bien puede uno pavimentar su
propio camino de sufrimientos hasta la tumba con una pala semejante: a la
entrada del campo de concentración de Auschwitz decía ‘Arbeit Macht Frei’: el trabajo hace libres a los hombres.
No sé por qué
te cuento esto; ha sido tan difícil evocar el colegio católico... Cuando escribo
estas líneas me planteo la necesidad de volver a ver imágenes del Saint Margaret
Mary School en Louisville Ky en donde estudié la primaria, pero una mezcla de desidia y terrible melancolía me lo impiden. En
realidad no he investigado para estas páginas como debiera y por ello te pido
disculpas. No te traigo más que retratos, algunos no tan sanctos, como el de la cara de Sister Edwin, una monja recia,
sobrecalentada y curtida de vida monacal que nos enseñaba ‘Ciencias’. Era una
católica común que vivía para el pecado y el arrepentimiento en lo que Bertrand
Russell llamó el ciclo del pecador: pecar
a profundidad, intentar hacer algo que Dios no perdone para sentir una culpa
casi irredimible y encontrar solaz como una droga en el arrepentimiento flagelante. La puedo imaginar
lentamente consumida por el deseo, bebiendo su lascivia a cucharadas lentas en
la soledad de su celda, desnuda, flagelando se cuerpo turgente y rígido. Claro,
de niño no la veía así: era una mujer con un manojo enorme de llaves que
sonaban sin que pudiéramos ver en qué parte de su cuerpo las llevaba, como el
radio de un celador. Muy probablemente iban atadas a un cinturón alto en la
cintura que como la oración estaba hecho para aguantar todo el peso del pecador
sin dejar entrar al demonio y que podría asegurar, Edwin se dejaba puesto
durante sus dulces ambrosías sexuales del azote.
Pero el mayor
pecado de la Hermana Edwin no era el sexual, me atrevería a especular. En
clase a menudo interrumpía una lección de ciencias para explicarnos cómo el mal
genio no era una falta contra dios. Se lo explicaba a sí misma, pero no faltaba
quien asentía con la cabeza porque seguramente a su temprana edad ya sentía la
culpa ominosa del pecado.
Claro que no
voy a decir que la educación religiosa no vino con un alto sentido de la culpa
y el temor para mí también...