Hace décadas André Gide creó un género que llamó Reportajes Imaginarios. Hoy le replico con un discurso político imaginario, uno sobre la tolerancia...
Hoy quiero
recordar una historia que por mucho tiempo ha reposado silenciosa en los anales
de la historia del pensamiento pero que creo sería de gran utilidad en estos tiempos
que no parecen menos convulsionados que aquellos en los que se desarrolla.
Hace
trescientos veinte años, el médico, filósofo y humanista John Locke se sentaba
a escribir un breve texto que habría de convertirse, sin que él lo supiera, en
el pilar de la libertad y de la convivencia que aún pretende definir nuestra
forma de vida; la Carta sobre la
Tolerancia. A pesar del silencio de su estudio en Oxford, aún resonaban en
su cabeza los gritos de terror de los hugonotes, la secta protestante francesa cuyos
miembros habían sido brutalmente asesinados en virtud de su separación de la
religión oficial. Su conciencia de ensayista simplemente no podía dejar ir una historia
tan nutrida de contradicciones, aunque lo separaban cien años de los hechos.
Esa noche, conocida como la de San Bartolomé,
los hugonotes habían sido ferozmente sustraídos de la intimidad de su hogar en
medio de la noche, como si se los sacara de la secrecía de sus pensamientos y
asesinados en público. Los victimarios, incentivados por un régimen cada vez
más temeroso de lo que la gente hacía de puertas para adentro, gritaban a viva
voz con las manos aún ensangrentadas que la masacre había sido necesaria para
preservar las buenas costumbres…como si asesinar, acusar y perseguir no se
contaran entre las primeras atrocidades morales de las cuales había qué huir.
Cómo me aterra
pensar que Locke se mostraría despavorido al saber que los motivos por los
cuales nos seguimos persiguiendo tres siglos después son por lejos más intimistas
y privados que la religión; hoy al parecer nos perseguimos en aras de nuestra
elección sexual. Si los demás no se preocupan porque mis finanzas estén en la
ruina, un ámbito público que involucra el circulante dinero, por qué se han de
preocupar por la salvación de mi alma que sólo me injiere a mí y de la cual no
puedo imaginar nada más privado, había escrito el humanista en su Carta. Hágase el mismo razonamiento
ahora con respecto a la elección sexual; hágase el mismo razonamiento con
respecto a la comunidad LGBT de esta ciudad.
Los peligros a
los que podría llevar la intolerancia eran como una especie de ácido universal,
capaz de atravesarlo todo por sólido que fuese. Si aceptamos que otros me
puedan decir que yo puedo estar equivocado en mi elección sexual, ¿por qué no aceptamos
que esos mismos dictaminen si estoy extraviado en mi escogencia de la mujer o el
hombre con el que me casé en sacramento marital? Y llevemos la invasión un paso
más allá porque no hay de manera previsible un lugar natural donde se deba
detener por sí misma: aceptemos que me digan qué carrera estudiar, el sitio
donde debo vivir y con quien haría bien en compartir mis mejores momentos de
felicidad un viernes en la tarde. Conocemos de sobra ese fragmento de Martin
Niemoeller erróneamente atribuido a Bertolt Brecht que advierte que cuando
fueron a buscar a los judíos “yo no hablé porque no era judío…”, hasta que eventualmente,
pasando por todas las condiciones, me fueron a buscar a mí simplemente por ser
quien soy. Lo que nunca imaginamos es
que al parecer no nos llevarían completos, sino por partes: vendrán por mi
capacidad de elegir mi vida sexual primero y tal vez luego por mi capacidad de
elegir mi carrera, mis gustos, mis amigos…
Hay quienes
creyéndose en extremo dispuesto a aceptar la diferencia admiten la existencia
de los que tienen otros gustos en materia sexual, siempre y cuando no los
tengan que ver. La elección sexual es un vicio privado que sólo se hace delictual
cuando se manifiesta públicamente, como cuando llega al hogar por medio de la
televisión. Debo decirle a los que así piensan que los riesgos señalados por el
filósofo inglés con quien comienzo esta intervención no se ven así disminuidos
un ápice: ¿Por qué no hemos de aplicar el mismo razonamiento a los programas de
carácter religioso que abundan en la televisión? Que tengan sus prácticas, pero
que no las divulguen. Sin embargo, si de alguna manera limitásemos la expresión
de esta religiosidad no puedo dejar de presagiar que la sociedad como un todo
se levantaría para defender el derecho a divulgar las ideas religiosas y con sobrada
razón.
A menos que se
establezca un delito de inmoralidad privada, similar a aquel por el cual
llevaron a la cárcel en su momento a Oscar Wilde, a menos que esto suceda,
digo, no hay con base en qué tener entre ojos a los que tienen criterios de
elección sexual distinta a la nuestra. A menos que también prohibamos la
expresión de la religiosidad por la pantalla e instruyamos a nuestros niños
para que cierren los ojos ante lo que sucede en los ritos que pasan por la tv,
quizá tampoco debamos estar dispuestos a limitar las expresiones respetuosas y
mesuradas de la comunidad LGBT por medios masivos. La pertinencia que tiene el
ser cuidadoso con las edades para las que van dirigidos los contenidos y
recomendar la orientación paterna no la cuestiono ni por un solo instante. Sólo
digo que en aras de ese cuidado no se puede llegar al punto de prohibir la
entrada en nuestras vidas de todo lo que no somos, de lo que cuestiona nuestros
valores. Mejor haríamos en instruir a nuestros niños en la diversidad desde una
edad temprana, enseñándoles que las familias, las relaciones y el amor son más amplios
que lo que ven en su propio hogar y que como tal todos necesitamos vivir
aprendiendo.
A veces como
sociedad añoramos la uniformidad por ninguna otra razón que por la comodidad de
entender lo que sucede en la vida de otros. Pero hemos de acostumbrarnos a la incomprensión
y la respetuosa deslealtad con las tradiciones que implica la tolerancia. Ella
no es algo dado; la entiendo más como un logro, una conquista permanente.
Pero sobre todo,
las palabras que he dicho tal vez parezcan implicar que la tolerancia que
defiendo es un gran acto de aguante de los demás, que aprendo a cerrar los ojos
mientras pasan, a taparme los oídos mientras hablan. En realidad por lo que
abogo es por algo más atrevido; digo que en la diversidad hay una gran fuente de
riqueza deseable y no lo señalo sólo porque sea lo políticamente correcto y
deseable, sino porque es en la diferencia que como colombianos y como
habitantes de una ciudad diversa y humana
-y tal vez sólo en ella- que al
fin aprenderemos quiénes somos.