Hace más o menos cien años, el británico Arthur Stanley
Eddington notó que el tamaño del hombre se sitúa justo en la mitad entre los
átomos y las estrellas. Eddington sabía de lo que hablaba; era uno de los
astrofísicos más conocidos de su tiempo. Prácticamente el mismo número de
átomos que componen un cuerpo humano, -un número enorme,10 seguido de 28 ceros-,
es, con una ligera variación, el número de cuerpos que puestos juntos formarían
un objeto del tamaño de una estrella.
No he dejado de pensar en este dato desde que lo leí por
primera vez. Como evolucionista, me estrelló contra el piso: ¿hay acaso algo
asombroso en nuestro tamaño? ¿tiene que ser el que es y no podría ser otro?
Creo que sí, somos como somos por motivos de peso, literalmente…aunque lo que hace
asombroso el hecho es que no hubo en ello planeación o diseño deliberado.
Tomemos el cerebro. Con el sólo hecho de que hubiese sido diez veces más grande
que el actual, nunca hubiéramos construido civilización alguna y estaríamos
dichosos en nuestra condición de almejas. La lógica es apabullante: la velocidad
de transmisión de información entre las neuronas lejos de ser la de la luz es
de humildes 300 kilómetros por hora, con lo cual un pensamiento viaja de un
lado al otro del cerebro en un milisegundo. Un cerebro 10X implicaría que el
número de pensamientos transmitidos en una vida fuera diez veces menos que el
actual.
El mismo resultado se hubiese dado sin que hubiese
crecido el cerebro, sino la Tierra. Con una Tierra con el doble de la masa, lo
cual hubiese creado según el cosmólogo Adrian Berry una gravedad que es apenas
1,4 veces la actual, las cosas hubieran sido muy distintas. La vida marina se
hubiera demorado más en evolucionar y con ella la salida del agua de ese primer
pez con patas que los darwinistas pegan en la parte de atrás de sus autos. Con
una gravedad así, no habría bellas piernas estilizadas, sino troncos poderosos
y nuestro cuello se hubiera tenido que multiplicar para llevar el kilo y medio
de encéfalo que portamos en el cráneo.
Cuando se trata del cuerpo, el tamaño -y me perdonan no familiarizados con los básicos de la pornografía- sí importa. Un ratón no es un elefante a escala. Sus cuerpos,
incluso al nivel de la célula deben ser distintos. El mamífero más pequeño, un
roedor que no pesa más que una moneda de 50 pesos, la musaraña etrusca, tiene por
su tamaño proporcionalmente más piel expuesta que el elefante. Esto implica que
debe comer todo el día simplemente para no morir de hambre y frío; es una llama
sobrealimentada, un pequeño horno de fuelle turbo-acelerado. El elefante, por
su parte, sufre del innoble problema contrario: si sus células no tuvieran
mecanismos sofisticados para disipar el calor, lo cual no sólo hace con sus
orejas, como lo ha demostrado recientemente el excelente divulgador científico
Robert Krulwich, estallaría. Nos gustan los elefantes, no queremos que estallen;
afortunadamente su metabolismo es mucho más bajo, una calmada y fuerte tea que
arde de manera parsimoniosa. Los hombres estamos en la mitad entre la musaraña
estrusca y el paquidermo. Más del lado del segundo para ser precisos. De haber
quedado en los extremos o tendríamos que pasar el día comiendo 80% de nuestro
peso corporal -predicamento del pequeño
mamífero con la cual algunos de nosotros no tendríamos ningún problema- o en el
extremo contrario, la vida nos hubiera durado muy poco para cualquier empresa a
plazo decente y nos hubiéramos tenido que dar a la lenta tarea de recordar,
como el hermano elefante.
Musaraña Etrusca |
Una de las cosas más asombrosas del elefante y la
musaraña la divulgó el biólogo evolucionista Stephen J. Gould: ambos en
realidad viven la misma cantidad de tiempo. De hecho todos los mamíferos lo
hacen. ¿Cómo, se podrá preguntar,
si la musaraña vive días y el elefante años, a veces más que los humanos? La
lógica demanda que la vida no la midamos en años sino en latidos del corazón
comparados con la frecuencia de respiración. Tanto la musaraña como el
elefante, todos los mamíferos respiran una vez cada cuatro latidos del corazón.
Si bien en la musaraña ambas cosas pasan muchas veces y en elefante menos veces
en su vida, los números forman una misma ratio. Para una musaraña un día debe durar una
eternidad, dado todo lo que hace –no duerme, come y caza constantemente, se
mueven más de trece veces por segundo, peor que el más fastidioso de los bebés.
Para el elefante, por el contrario, es dable suponer que los días, como diría el
poeta Bukowski, pasan rápidos como caballos salvajes sobre las colinas y el
tiempo no parece rendir para nada.
El problema del
tamaño no sólo se relaciona con el calor, sino también con la resistencia al
fluido en el cual viven los animales. Dada la masa corporal en relación con su
área de piel, para no contar sus huesos sólidos, un caballo no podría volar así
tuviese alas regaladas por los dioses. A menos, especulan los biólogos, que
fuese un caballo más pequeño que una abeja, lo cual sin duda le restaría
emoción a tener un Pegaso. A este nivel de nuevo resuena la verdad del tamaño:
para un ave el aire es más bien espeso según los experimentos sobre el vuelo de
Erick Von Holst en la década del 70. Tanto así que las alas de los animales que
vuelan deben describir pequeñas curvas sinusoidales con los bordes para meterse
en ese medio denso. Es por ello por lo cual al hombre le iría más o menos igual
de mal que al caballo al emprender el vuelo como Ícaro. La magia de la
mitología griega consistió en imaginar a un ser que no podía volar sobre otro
que lo hacía en menor medida.
Podría uno quedarse
asombrado de que el caballo no deba volar para comer pasto, que los elefantes
no tengan que correr y que las musarañas poco tiempo tengan para recordar…o si
a ello vamos que el hombre sea del tamaño que es. A mi modo de ver, no es que Dios
nos haya puesto sobre un mundo perfecto. El darwinismo implica una extraña
inversión del razonamiento para el que lo comprende y profesa: estamos acá
justamente porque todas estas circunstancias se dieron. Si no fuese así, de
nada habría que asombrarse… porque simplemente no existiríamos.