A Sofía y Gabriela que están en el asunto de preguntar.
A Martina que pregunta con los ojos.
Recuerdo tus manos.
Tenían una especie de poder, una suavidad y una firmeza entrelazadas.
Muchas cosas las he olvidado. Esta fecha se me había obliterado de los
recuerdos. No como se olvida una cita o tomar una pastilla, sino como se olvida
lo que siempre llevamos puesto. Yo te llevo de esa manera, tu mano puesta sobre
mí.
Cuando éramos niños, tus manos eran el mundo; sobre el
pecho cuando estábamos enfermos, en la mejilla cuando se cometía un error y nos
corregías con suavidad, cuando dolía…las siento tan reales como cuando eran el
día y el comienzo de la noche, la diferencia entre la locura de la fiebre y el alivio
del paño húmedo.
Recuerdo tus manos porque sus venas son las mismas que
veo ahora en las mías, un hombre que tiene la edad que tú tenías antes de la
muerte.
Recuerdo tus manos porque quisiera pensar que tengo el
mismo poder con mi hija, que en sus momentos de dolor busca esa firmeza y
tesitura tuya en las manos de su padre. Es algo que acepta sin explicación, magia
pasada de madre a hijo, cree ella.
(El otro día en el odontólogo a Gabriela le sacaron un
diente. Luego de la dolorosa punzada, por un rato largo estuvo como una niña
pequeña entre las manos y los brazos de su padre, en silencio, con los ojos
abiertos, con resignación, protegida contra el dolor inclemente del mundo.)
Recuerdo tus manos porque son las mismas de mi hija, una
conformidad que llega hasta los pies -los dedos de sus pies se montan el uno
sobre el otro como cuando te ponías zapatos abiertos-. Ella no lo sabe, pero
cada día te veo en sus detalles, en sus dedos, en su cadera.
Recuerdo tus manos porque algo las resguardaba de todo
lo que debiste hacer cuando vivíamos en el viejo hospital militar y yo aprendía
a montar bicicleta entre los robles y las hayas al borde del Mississippi. Las recuerdo porque nunca cambiaron; fueron las manos
de una niña y de una esposa y de una madre y de una mujer amada. No envejecieron,
como no lo hizo ese anillo infantil de oro que nunca te quitaste.
Recuerdo tus manos y la manera en que trenzaron las velas
y el yute y el costal y los frutos de rojo rimbombante antes de la llegada de
cada navidad. Las recuerdo enredadas en el hilo en tu Singer de la era
espacial, la forma en que se acomodaban a las tijeras que tuviste por años,
cómo sostenían el café y el inclemente cigarrillo de las mañanas.
Recuerdo tus manos y nunca las olvidaré porque son las
mismas manos que se posan sobre mi hija y que ella posará sobre sus hijos;
que mi hermana posa sobre Sofía y mi hermano Andrés sobre Martina.
Las recuerdo también en el último día de tu vida cuando
pediste una hoja de papel para escribir algo y no pudiste. Eran las mismas
manos que en la muerte fueron tu voz, pero aunque tratamos con furia no
entendimos lo que nos querías decir…si tan solo fuera que las sostuviéramos por un instante.