Mariano Rajoy
En un país que no produce ideas, te cobrarán hasta la última
gota de agua, el dólar por una porción del subsuelo líquido y lo que es de
todos te valdrá lo que en ningún lado, porque a muchos no se les ocurre más que
comerciar con lo que no tiene precio.
En un país que no produce ideas, diez personas te
llevarán una papa a la boca, quince intermediarios acariciarán una piña antes
de que llegue a tu mesa y el que menos ganará es el que la ha cultivado, porque
a nadie se le ocurre qué más hacer sino entorpecer lo que es en esencia
simple: llevarse una papa a la boca.
En un país que no produce ideas, lo común será
extraordinario, las referencias simples un recuerdo; así, un yogurt no es
yogurt sino una bebida lácteo tipo yogurt, una vivienda no es una casa o un apartamento, sino
una solución de vivienda, un espacio
fraccionado hasta hacerse invivible, porque el poco ingenio se agota en
estirar lo que producen quienes producen.
En un país que no produce ideas, impera la gente práctica
que nunca piensa en lo que no existe, porque es práctica. Toda idea fuera de lo
común será coronada como incompetente porque lo único que todo el mundo sabe es
estar en el mismo sitio y pensar los mismos pensamientos, aunque se añore y se alabe el ingenio como valor
supremo.
En un país que no produce ideas, lo más común es que
vivamos pendientes de lo que dice uno solo que nos ha atrapado en los ángulos de sus conceptos, que parecieran inevitables porque se cree que lo más valioso
por encima de la incertidumbre de la inteligencia es la certidumbre del poder.
En un país que no produce ideas, el que produce ideas
será esclavo del que no las produce porque el que las puede concebir tendrá su
mente ocupada creando, dudando y sirviendo a la causa ardua del pensar,
mientras que el que no las produce no hace más que maquinar para tomar lo que
no ha concebido.
En un país que no produce ideas, el que piensa es
sospechoso -aunque mantenga todo el endeble edificio- porque no vende, y tiene
la sensatez de no anunciarse a sí mismo como mercancía. El que piensa incurre
en ese molesto acto de producir lo que sirve, mientras los demás producen “verdadero
valor”.
En un país que no produce ideas, los niños trabajarán
mientras los adultos andan desempleados porque a la astucia, que a menudo se
confunde con inteligencia, se le ocurrió que con ello podría hacer el doble
bien de favorecer al niño y ahorrarse un importe.
En un país que no produce ideas, los de poco talento prosperarán,
y multiplicarán lo que tienen porque todo el tiempo hacen,
mientras que el pensador duda. Un mundo así es el suyo y se acomodarán al
sistema como la pieza faltante de un rompecabezas, mientras que el que piensa siempre
será inadecuado y desadaptado, porque la duda no ofrece la visión edulcorada del
feliz encaje de las soluciones simples.
En un país que no produce ideas, pretender que las cosas
sirvan sus propósitos es rebeldía. Así, el colegio no educa, los restaurantes
no nutren, la medicina no cura y la vida es un triste remedo de lo que podría
ser. En un país que no produce ideas, las personas se dedicarán a crear toda
clase de monstruosos insumos, estructuras increíbles para que las ideas
asciendan hasta una sola persona que no las tiene ni las ha gestado.
Si no pensar implica una voraz reducción al absurdo, si
arruina nuestra vida: ¿por qué no aprender a producir ideas? ¿Acaso no resulta más "económico"?