(Una idea para estimular la lectura en Colombia)
En Dallas, Texas, si un chico en edad escolar no está leyendo, la ONG Earning
by Learning se ofrece a “estimularlo” con dos dólares por libro consumido.
De hecho, un estudiante que mejora su rendimiento se puede llevar a casa en un
mes no solo la satisfacción del conocimiento sino entre 400 y 1.000 dólares. Según
sus proponentes, el programa ha “funcionado”: sus beneficiados han
mejorado en lo que los americanos consideran es la comprensión de lectura, por
no mencionar que para 2010 ya había convertido en felices “clientes” a 77 mil
de ellos.
Estas son cosas de los
americanos que aman resolver todo echando mano de la billetera, se dirá. Pero
en Colombia no estamos muy lejos, sólo que le hemos puesto más “lúdica” al
asunto, para que el soborno tenga un sabor pedagógico. Entre todas las
estrategias que se han considerado para estimular la lectura está la de poner
al país a leer un libro que se evaluará por preguntas semanales que prometen
premios, un absurdo reality que engrosa los números sin lograr crear lectores
en un país en el cual el sector público ama las “soluciones”.
Pero nuestra situación
en materia de lectura se merece más que una solución. Considérese la
disminución de la población lectora de libros. En Colombia, desde el 2010 se
muestran cifras que van en caída; las mayores disminuciones se dan en los
estratos 0 a 2 que en el período de 2010 a 2012 han perdido 11,2 % de sus
lectores y en el estrato 4, la clase media, que en el mismo período se desploma
la pasmosa suma de 21,3 puntos porcentuales, pasando de 73,5% de personas que
leen libros en 2010 a 52,2% por ciento en 2012. Si bien es cierto que la
disminución se ha debido en parte a la existencia de otros medios de lectura
posibilitados por plataformas digitales, también se constata una simple
tendencia a no leer. La clase media que ha ganado acceso a la educación
superior, al parecer ha logrado resistirse a la lectura. Según una
investigación adelantada por Colciencias en 2012, el 82% de los universitarios
tiene como principal fuente de lectura los apuntes de clase; el 80% (los grupos
no son excluyentes) tiene como segunda fuente de lectura lo que deja el
profesor –fotocopias, fragmentos de textos- y sólo el 72% de ellos tiene la
costumbre de “leer libros”. No alcanza a ser uno de cada tres los que “leen
literatura” y aún así la leen ‘para otros’ porque los estudiantes entrevistados
coinciden en que es deber del profesor resaltar los pasajes de interés.
¿Por qué hemos llegado
a una situación en la cual el estímulo a la lectura se asemeja a una prima
laboral, o a un absurdo reality…e incluso en la universidad nos resistimos a la
tarea de leer? ¿En qué estamos fallando en nuestros intentos por estimular la
lectura, –promoción, incentivación, llámese como se quiera al esfuerzo por
acercar lectores a los textos–? Creo que estas preguntas señalan la necesidad
de plantearnos una indagación que no nos hemos hecho antes de plantear un
programa consistente: ¿Qué papel juega la lectura en nuestras vidas?
Qué sarta de
propósitos se han asociado a la lectura…hasta ahora pareciera que una de las
mayores preocupaciones nacidas de nuestros índices se refiere a qué tantos
libros hemos dejado de comprar. No hay que olvidar que varias de las
organizaciones que tienen por objeto estimular la lectura fueron creadas por el
sector editorial. Pero no se debe uno engañar, una cosa son los índices de
ventas de libros y otra los de lectura; para un país que lee tan poco, Colombia
produce y vende una cantidad asombrosa de libros. Prueba de ello es la
desproporción que existe entre el tamaño de nuestra industria editorial y
nuestra propensión a leer. Mi punto definitivamente va en otra dirección; no
hemos pensado el problema del estímulo a la lectura en donde realmente duele…de
cara a la educación y el desarrollo personal.
No ha de ser ningún
tipo de revelación afirmar que grupos de interés religioso y político le han
adjudicado a la lectura la tarea de convertir a un lector en un fiel o
en un votante. Bajo esta visión, leer nos hace mejores cristianos o ciudadanos.
Es parte de una tradición que asume la lectura como una práctica moralizante,
la idea tan común en Colombia de que el saber tiene una misión salvífica. Pero
esa idea ha sido funesta no sólo como estrategia pedagógica, sino que es
justamente uno de los elementos del desastre; ¿cuántas personas no odian la
filosofía o la literatura porque en el colegio un “curita” se las metió por la
nariz? Por mi parte no me cabe duda de que no soporto la historia de Colombia
por la manera patriotera y cívicamente edificante en que me la tuve que
memorizar como si viniese escrita en una moneda. De hecho mi propuesta va en
sentido contrario: parte de la premisa de dejar de ver en la lectura algo que
mágicamente proyectará en la mente del lector un código moral. La Ilustración
de los siglos XVII y XVIII nos entregó esta profecía de manera más bien
acrítica y sobre ella se han fundamentado casi todos los programas que
enfatizan la deseabilidad del saber: la matemática nos hace más armónicos, la
filosofía más éticos y la literatura mejores personas. Pero si algo ha sido
falaz es suponer que la corrección de la conducta se sigue de la propensión a
leer…o del cultivo del saber. Cualquiera que conozca las cárceles en Colombia
verá que ellas están llenas de lectores y “humanistas”.
Es preciso comenzar a
concebir otras funciones que la lectura puede desempeñar en nuestras vidas. No
basta que en materia de lectura tengamos la condescendencia de permitir a los
niños leer textos que ‘narran sus propias experiencias’. El problema es más
complejo; intentamos impulsar una tradición literaria que enfatiza la identidad
de la voz propia entre una generación –la así llamada Millenial- que al decir
del ensayista George Steiner en su deleitable El Castillo de Barba Azul,
prefiere los saberes colectivos que no conducen a establecer una identidad
diferenciada. Es por ello que suelen ver en la actividad intelectual fundada en
la palabra un código sospechoso e individualizante. La lucha de los Millenials
es contra el carácter único, contra tener que llegar al punto de afirmarse. A
eso súmesele el general agotamiento en nuestro tiempo de experiencias
sobrecogedoras, de programas que quieren montar gente en el vagón. Es
tiempo de admitir que la cantidad de experiencias que diseñamos para los
deseados lectores simplemente no los tocan.
El premio Nobel de
economía Amartya Sen en La Idea de la Justicia y la filósofa Martha
Nussbaum en Sin fines de lucro han puesto recientemente sobre la mesa
una serie de ideas que mucho tienen que decir acá. Sitúan el estímulo a la
lectura en el plano de un problema más amplio: el de las capacidades. No se
trata de entender la lectura sólo como una destreza. En efecto, entienden por
habilidad no el manido concepto de “skill”, refrito sin crítica por el
Ministerio de Educación como “competencia”, sino algo mucho más comprensivo; no
la gama de potencialidades que hacen que una persona termine por hacer
realmente lo que termina por hacer, sino aquellas que la abren a todo lo que es
capaz de hacer, elija o no aprovechar esa oportunidad. Así, el cultivo de una
capacidad conduce a preparar a un individuo para la vida que puede vivir, no
solo para la que le tocó vivir.
Por un momento
concíbase le lectura como una capacidad en este sentido. El libro le permite al
lector digerir experiencias que nunca tuvo o podrá tener, ser tocado por vidas
de las que nunca será su poseedor. Esa potencialidad que nos abre a realidades
no vividas no se limita a ser enriquecedor en un plano personal, sino que tiene
una dimensión política ya que hace que el acto de leer se asemeje a un derecho.
En efecto, los derechos versan sobre el espectro de lo posible en nuestras
vidas. Aprender a leer en esta perspectiva es educar para la democracia según la
bella reflexión de Nussbaum. La experiencia misma de leer, lo que sucede en la
práctica del lector a medida que avanza por un texto, es importante porque es
lo que mejor emula la vida:
«¿Qué le sucede a un
lector a medida que lee? ¿Cómo diversas obras le dan forma a su deseo e
imaginación nutriendo durante el tiempo gastado en la lectura misma una vida
que es o bien rica o empobrecida, complejamente centrada o negligente, con
forma o amorfa, amorosa o fría?» pregunta Nussbaum.
Lo inadecuado de la
experiencia tejana es que hace de la lectura una práctica corta en el sentido
de las potencialidades; pagar por desplegar una capacidad es totalizar sólo una
faceta de nuestra existencia. Nos pagan una prima en el trabajo, pero no tiene
sentido que nos paguen por jugar, por ejemplo. No queremos crear lectores
incapaces de ver su actividad como un fin en sí mismo, no queremos formar
lectores a cualquier precio.
El enfoque de las
capacidades implica también, en ese orden, que no se estimula la lectura para
cosa alguna. Podremos incitar capacidades que nunca se llegarán a ejercitar
o a necesitar. Uno de los altos precios que se paga luego de años de educación
técnica es que habilidades que no son conducentes a mejorar una “competencia”
específica perecen. No sorprende que la capacidad de leer haya sido la primera
decapitada; de ella no ha de esperarse un punto en el PIB. Deseamos mejores
lectores porque preferimos, como me fue señalado por Claudia Rodríguez de
Fundalectura, contar con ciudadanos capaces de decir lo que quieren decir en
el momento en que lo quieren decir y de la manera en que lo quieren decir.
Y en efecto, la necesidad de leer debe poder afirmarse como un fin; el poeta
ruso Joseph Brodsky, premio Nobel de literatura, decía que si el lenguaje es lo
que nos distingue de las demás especies y si la literatura es un tipo de
lenguaje muy especial, nuestro ejercicio como escritores y como lectores no es
un hobbie casual, sino un fin de la especie.
¿Irremediablemente
romántico? Vivimos en épocas en las que todo lo que no está diseñado como solución
lo es. Pero hágase la pregunta del filósofo Alasdair MacIntyre, que viene
totalmente al caso: ¿en qué mundo preferiría vivir? ¿En uno en que una persona
que así lo desee puede acceder a las altas esferas de la cultura por medio de
los instrumentos que la humanidad ha ideado para ello o uno en la que esto no
es posible porque las potencialidades necesarias para ello se han obliterado?
Al poner la lectura en
el plano de la dignidad humana, se dirá, no solo la hemos puesto en un plano
discutible, la hemos convertido en algo inalcanzable. ¿Cómo logramos que los lectores
quieran recorrer ese camino, si vivir una vida digna no es obligatorio? Y en
efecto no lo es; ser lector no tiene obligatoriedad. Pero no por ello no es altamente
posible o deseable. He acá el punto nuclear: no lograremos como sociedad
acercar lectores a los textos hasta que no hayamos incorporado en nuestras
vidas al lector como un modelo que se despliega en el espectro de nuestras
posibilidades.
Si algo se hace
patente en Colombia es que en materia de acceso a los libros, hemos andado un
camino enorme. Un niño que quiera tener un libro en sus manos, así sea a través
de un préstamo bibliotecario en un rincón apartado, tiene un alto chance de que
así sea. Examínese la juiciosa reflexión del historiador Jorge Orlando Melo
sobre las bibliotecas públicas. El siguiente reto es que lo abra, y en ello
hemos avanzado poco. Colombia sigue siendo un país que si bien se ha narrado,
no se ha leído. Muchas sociedades cuentan el tener lectores como un patrimonio
trabajado. Pero también se ha logrado esta reivindicación de una manera
indirecta, al reconocer y promover figuras respetables que son lectores.
Considérese si los geeks de The Big Bang Theory no han hecho más
por reivindicar la respetabilidad de la figura del que estudia que toda una
campaña de, digamos, futbolistas recitando versos. Los niños no son tontos; la
adecuación de las figuras que elijamos como lectores respetables implica que
escojamos personas que han desplegado su potencial como lectores. En Colombia
carecemos de tales modelos y no estamos conscientes del vínculo entre ellos y
el cultivo de algunas capacidades.
Este
punto me parece crucial; estimular la lectura tiene que ver con crear un
ambiente amigable para los nichos emotivos que la hacen posible; la
introversión, el gusto ecléctico. El amor a la lectura es tan incomprensible
para algunos niños, que según testimonio de maestros de escuela de Antioquia
que reuní hace dos años, es común decir que la lectura enloquece. En algunos
casos estamos hablando de largas tradiciones que ven en la lectura una desusada
excentricidad. Si esas tradiciones son inexpugnables, los modelos de lectores
tendrán que elegirlas a ellas: si leer enloquece, quizá convenga un poco de
locura en nuestras vidas.