(Un obituario para mi madre en sus 24 años de ausencia; para mi padre en sus cuatro meses)
Ahora, todo parece haber quedado atrás: ese viaje a
la costa en un Renault 9 blanco, cómo pasamos horas en Valdivia, Antioquia a la
espera de desvararnos, la manera en que mi papá, lo recordaba María Claudia, sacaba
la mano por la ventana para jugar a elevarse con el viento y en un momento único
de la vida cantó con toda inspiración esa canción de Fausto que adoraba o de
Tania Libertad –no lo recuerdo- de quien advirtió como un hecho que era la mejor
cantante del mundo.
Ya no hay un apartamento en la calle 80 n. 7-04 que sea
el 302, al menos no en el que vivimos, me señalaba Andrés. Todo parece ahora un
momento detenido; nosotros, nuestras vidas. Yo me incluyo porque
vivo más en ese pasado que en el ahora. Llevo años renunciando al tiempo,
dejando pasar las horas con un sueño irracional de que todo volverá. Para mí,
vivir en el ahora es la deslealtad y la renuncia, no en ese pasado en el que fuimos
felices por ratos, en el que nos quisimos, en el que toleraste toda clase de
estupideces que se formularon al comienzo de la vida como un preámbulo. ¿Un
preámbulo a qué? Ahora lo siento con claridad; a la disolución. No lo digo con
la voz amarga, sino con esa sensación extraña que se parece a una esperanza que
se fija en el pasado. Toda vida es la expectativa de la nada que es la muerte, y sin embargo en esa espera se da todo; las penas, los sueños, las noches en vela y el amor.
Mi padre…¿quién lo conocía más que tú? Sus pequeñeces, su
mezquindad ocasional, su egoísmo salido del mismo patio en donde debió
compartir el triciclo, la fruta robada de los árboles de su abuelo, la vida. Y al tiempo su sinceridad de
roble, su incapacidad de tolerar las imposturas, su sencillez de
paisa, de copa y de tienda. Recuerda la forma en la que anduvo de carriel
cuando compró su finca, caminando por ahí sin mucho que hacer, con un tabaco en
la boca y un sombrero que nunca le cuadró. Y más joven, recuerda sus intentos
de ser distinto por ser serio, su gabardina, la forma silenciosa y orgullosa en que te amó
como a nadie. Esas cosas parecen tejer la vida; ¿recuerdas cómo se dormía al son
de unos aguardientes con la aguja del tornamesa en alguna nota de Leo
Marini? Cómo olvidar que al intentar silenciar su fiesta solitaria parecía volver a la vida
por medio de una pócima para advertir que nadie le tocara ese
disco, con la palabra que nos ha hecho reír por años y que le hemos enseñado ya
deformada a nuestros hijos: ¡muhiquita!”
Fue sincero y leal como ninguno, y aún así fabricó el final de su
vida contra viento y marea, contra nosotros, para que fuera en algo como el
comienzo.
Recuerdo esta escena, cuando ya estabas moribunda, en la
que se arrodilló al lado de tu cama y con la única mano que podías mover parecías
consolarlo acariciándole suavemente la cabeza. Yo entré al cuarto. No
intentaron esconderlo, como cuando de pequeños entrábamos a la alcoba y los
sorprendíamos en ese ritmo loco del amor que no comprendíamos. Lo
seguiste acariciando lento, sin expresión en tu rostro, como confiriéndole un
poder, como perdonándolo por todo. Y
ahora lo entiendo…como dando fin a esos días que fueron tu vida, y con ello a nuestra historia juntos. Esa lid de pedir consuelo
cuando tu morías, esa capacidad tuya de darlo en ese momento, ese era nuestro
amor, que lo diste todo tu, que lo inventaste. Era el amor de las comodidades
más básicas, el de tu casa, el de tu familia; el del mercado en el que nada nos
faltara, el de las horas de café y cigarrillo, el de la posibilidad de
contártelo todo cuando todo era secreto y culposo y mortal. Era el amor de nuestra
familia. Y ahora no sé qué hacer sin él, ahora que la vida parece haber
devenido una cinta ocre que relamemos en busca del sabor del ayer.
La nostalgia es una sensación que te podría matar. Pega con tanta fuerza como la muerte, el estruendo en el pecho; la ominosa sensación
de que el futuro no podrá impactarnos de nuevo con lo que hemos amado. No lo
había considerado hasta la redacción de estas palabras, pero tu presente, el de
mi padre, el de la familia, el del apartamento de la 80 es mi presente. Y por
ello todo se me hace absurdo, cada paso que doy, la sed y el hambre, el gris
del cielo, las palomas, la lluvia y yo mismo atrapado en el pasado.
Soy un ridículo albacea de algo que ya no existe, lo sé; de
una realidad que nunca se volverá a dar entre todas las combinaciones posibles
de estados en este mundo. Yo debería conocer la deslealtad porque le he predicado como ninguno. Pero tu máquina de
coser la tengo ante mi a diario; me doy cuenta que no puedo guardar nada en
ella aunque me estorba. El viejo Trans-Oceanic de mi papá,
que ahora se suma, no me atrevo a abrirlo, con sus chirridos de hertzios y sus
ondas moduladas de una época en la que las únicas capaces de cruzar el
imponente océano eran las voces de los solitarios que se saludaban de un continente a
otro por ninguna razón.
¿Alguna vez imaginamos que las cosas nos sobrevivirán
como grises fotogramas de un filme que se repite y se proyecta en la memoria y
al que asistimos una y otra vez?