No
entiendo la obsesión de la intelligentsia
con la política. Nada más considérese a Vlado…pareciera incapaz de hablar
de algo distinto. Y no se detiene; ahora sabemos que su esfuerzo de hacer
textos escuetos en sus dibujos era un acto de contención y todo lo que se
guardó durante años lo está diciendo como un naufrago. ¿Por qué no podemos
simplemente dejar de hablar de los políticos? Déjenme ponerlo en términos
dramáticos, pseudo-académicos: nos arrancaron
la mirada. ¿Cómo? ¿Por qué? Hector Abad decía que uno de los mayores retos
del intelectual colombiano es resistirse a consultar Facebook cada media hora.
Creo que estaba en lo cierto; si la energía mental desperdiciada en Twitter se
pusiera al servicio de la humanidad hubiéramos resuelto el problema de la
cuadratura del círculo, la vacuna contra el cáncer…No entiendo como puede uno
twittear y pensar al tiempo en algo que no sea twittear. Pero creo que hay un
reto mucho más grande para el intelectual: dejar de hablar, pensar y escribir
sobre política todo el tiempo. Y uno de los primeros que lo debe poner en práctica
es el propio Hector Abad.
Estos
testigos permanentes de la política tienen una peculiaridad; miran para
asquearse, como cuando uno no puede apagar la filmación de una cirugía. No
entiendo; lo más sencillo del mundo pareciera ser dejar de mirar. Colombia, se aprende
con los años, es un país en donde no es posible dejar de mirar, en donde dos o
tres nos tienen atrapados contemplándolos, un rasgo muy peculiar de nuestro
carácter nacional, aunque no exclusivamente criollo. Pero permítaseme explicar
ese talante tan profundo del colombiano: ¿no ha visto ud. que no tiene sentido
hacer una protesta en un lugar que no estorbe? Deben hacerlo los manifestantes
de tal manera que obstruya, hiera, lesione, donde sean vistos. ¿No ha visto que es un deporte
nacional caminar por la calle y no por la acera? Tan conveniente y seguro que
sería hacerlo por el lugar indicado, pero tiene la desafortunada consecuencia
de que no hay forma de crear un peligro si así se hace. Colombia es un país que
vive en una perpetua huida de la lateralidad, de lo que se percibe como abandono y
desolación.
La declaración
de alias Popeye al ser interpelado por el hijo de Gerardo Arellano muerto en el
avión de Avianca en 1989 sobre por qué decidieron asesinar civiles pareciera
poner todo en perspectiva:
«Nosotros no podíamos dejar que la gente
comprara sanduches y cocacola y fuera a mirar cómo se mataban los malos...»
Había
que llevar la guerra a todos, sólo para denotar que se estaba haciendo. Hay una
forma muy sencilla de cerrarle el juego al exhibicionista en público, y lo diré
con un moto muy criollo; apagar e irse. No nos quejemos del exceso de poder de
la política porque justamente se lo ha dado el no poder dejar de
mirar. Creo que la labor del escritor en una sociedad como la colombiana es
hacer ruido con otras cosas; es hacer parecer menos serios, menos fatales los
twitts de Uribe contra Santos. No lo son. Nos tiene cautivos un rifi-rafe entre un gamonal
paisa y hombrecito de club y el mundo pareciera pasar por la ventana de al
lado. ¿Es que los grandes conflictos de la humanidad no nos afectan, no se
ciernen sobre nosotros sus progresos o sus historias o es que toman la forma de
una pelea de twits entre expresidentes?. Ricardo Silva lo ha dicho en una
frase: Colombia; un país que le cuesta trabajo creer que queda en el mundo. En
otras sociedades ha habido más fluidez en dejar ir a los pasados dueños del
poder: ¿Cómo lo hacen? Crean instancias para que hablen, instituciones desde
donde su discurso permite que se perciban como participantes, pero nunca con el
poder de ser lesivos. Que los ex - presidentes se sienten y pontifiquen,
siempre y cuando no nos importe.
Ya
que pasé la barrera del pudor pseudo-académico, permítaseme dejar acá plasmada
toda la mamertada; Marx apuntaba que la historia en su primera aparición es
tragedia, pero en su repetición es farsa. Léase a Colombia desde la historia -y
ahhhh si este país se ha narrado, pero no se ha leído; quizá por ello tenemos
un premio nobel en literatura aunque nuestros niños estén entre los más ineptos
en el mundo en comprensión lectora según las pruebas internacionales PISA-,
léase de esta manera y se verá que acontecimiento tras acontecimiento no se
hace más que apilar farsa sobre farsa. Léanse los telegramas que se enviaban
los liberales y los conservadores durante la violencia y se verá palabra por
palabra el ridículo vaivén de tweets Uribe-Santos. Ni siquiera hay que cambiar
los apellidos. El problema de no poder dejar de mirar es que en algún momento
alguien se para y nos propina un golpe mortal. Y qué patético es perder la vida por una farsa
repetida.
Sé
lo que atrae a mucha gente a ese juego político: la política es una cosa seria,
es de verdad, ahora sí estamos hablando de las cosas como son. Es lo que papá y
mamá hablaban en el cuarto a oscuras cuando no estaban peleando. La política es
para grandes, en ella se encierran las fatales intenciones que se despachan con
una sonrisa. No ha de extrañar que varias generaciones de excluidos le hayan
cogido tanto cariño:
«Yo no quiero entrar en ese tema» ó «Ayyyy, por favor, me van a meter en un
problema si me pongo a hablar de eso…ahora lo que me interesa es desempeñar
bien mi cargo»
Y la
sonrisa cómplice, que denota intención oculta, el confidencial, la notica,
Vicky Dávila revelando lo que todos sabemos, el reportero intentando adivinar
si el candidato sí quiere en las próximas elecciones. Claro que sí; en Colombia
hay expertos en adivinar el pasado.
¿Cuál
es la palabra clave del diálogo imaginado que citábamos?: “yo”. ..ese sentido
de pertenencia de propósito; muchos le hacen el juego a la política
persiguiendo ese designio. Es la
metafísica empalagosa de las clases medias, porque las clases bajas siempre han
tenido la suya propia: la polémica deportiva. La política pareciera en Colombia
ser la única forma de sentirnos verdaderos intelectuales deliberantes. Es la
fórmula de la adultez. La política es para los hombres…junto con la economía,
claro. Todo lo demás, las artes, las ciencias, la filosofía, la ética, los
misterios de la mente y la materia, bueno…en Colombia, son para nosotras, las
chicas. ¿Alguien acaso escuchó en los debates presidenciales pasados una sola
referencia a la política cultural? ¿A planes significativos para acabar con los
índices de analfabetismo funcional? Desde la era Gaviria se profirió una
sentencia fatal; estos, junto con la salud, no son fines del estado. Tampoco lo
son el bienestar de los individuos, su protección contra el abuso, su
felicidad…como si el estado no se hubiera fundado justamente para estos
propósitos. Rousseau, -lo leemos las chicas- se preguntaba para qué diablos vivimos
los unos con los otros si no nos soportamos. Si no es porque hay en algún
sentido un propósito colectivo de mejorar nuestras vidas y de procurarnos
mutuamente felicidad, no tendría sentido. Lograr que otros procuren nuestra
felicidad y que nosotros entendamos que vivimos para procurar la de los demás,
eso es la política. Pero el fin de la política en Colombia pareciera ser…bueno,
justamente más política.
Es
mucho más complejo que simplemente desear una porción de poder porque nos
conviene, o no soltar el mando porque peligran nuestros intereses. Poco se ha
examinado ese componente psicológico de la política: ¿pero cómo se iba a hacer,
¡si eso es para las chicas!? Los americanos tienen una expresión para la clase
de gente que describo: “back room boys”.
Los chicos que se van al cuarto de atrás mientras los niños y las mujeres
disfrutan de la fiesta. En el cuarto de atrás planean lo verdadero, hablan de
los linchamientos y las prostitutas a sueldo les bajan la bragueta antes de
salir a besar a sus hijos al lado de la piscina. Es la convergencia de la
idiotez con al perversidad; es Zuluaga en franca charla con un Hacker que decía
saber en dónde se encontraban los aviones espías más sigilosos del mundo. Irse
al cuarto de atrás no es para todos, es una molestia que se toman unos por
nosotros.
Ese
sentido de afán, de urgencia, como si hubiera algo distinguible de la vida,
opuesto a ella, más importante que toda la existencia en aras de lo cual vale
la pena sacrificar gente, la vida propia o dejar de saludar a otros, tengo que
admitirlo, es una de las cosa más ridículamente despreciables de la política, y
una de las más opuestas a lo que entiendo es el verdadero ejercicio político. Por
eso digo que no me cabe en la cabeza cómo
hombres con cerebro propio, que entienden lo que digo dedican su vida a
seguirle los pasos a la política tradicional. ¿Acaso en un esfuerzo por ridiculizar
o poner en evidencia lo otro, han consumido sus vidas? ¿Por qué simplemente no
dejan de mirar y desarrollan su potencial? ¿Los años de sarcasmo los han
vueltos incapaces de algo más? La sátira es un género propio, pero no un fin en
sí mismo. Bertrand Russell solía decir que la ironía proviene del bienestar en
la desgracia; pareciera que nuestros intelectuales se han dedicado a perpetuar
unas formas particulares de adversidad porque creen que justamente en ellas
consiste su fortuna.
Hace
años nos vendieron la idea de que la participación política era un deber de
todos. Con los años la idea se transmutó simplemente en que es obligatorio ver
el noticiero. El problema es que hay acá la acritud de un sentimiento que
originariamente nada tenía que ver con vigilar, con no dejarse sacar. En la
Antigua Grecia, las chicas lo recordamos, la política daba un sentido de
pertenencia. Pero no se me entienda mal, no estamos diciendo: ‘cómo eran de buenos esos tiempos, ¿porqué
no los vivimos de nuevo?’. Es imposible; el sentido de pertenencia entonces
nacía desde adentro; ¿como entender hoy lo que significaba ser un ateniense o
un espartano? Y a pesar de ello, el ciudadano no vivía todo el tiempo con sus
manos en todos los asuntos públicos. No tenía que hacerlo aunque participar en
la política era un deber; una señal de cultura política era no saber quién estaba
con las riendas en las manos. La política cuando es una máquina bien aceitada,
cuando hay institucionalidad que acompaña los mandatos, en poco cuando el
estado ha sido bien diseñado y operado, es una artefacto que no hace ruido. No
toca levantar el capó para ver dónde está la vibración escandalosa. Desafortunadamente
en Colombia a todos nos ha tocado aprender de mecánica. Eso no quiere decir que
nuestros pocos pensadores se deban volver redactores de manuales sobre cómo
eliminar vibraciones.
Junto
con el sentido de inevitabilidad de la política al que hemos aludido va atado
el de destino, va la revelación, la intuición, la alianza inexorable, incomprensible
pero que se cierne sobre nosotros como una conspiración. El que la ve, un
clarividente que comporta el sentido de la desgracia. En las pasadas elecciones
alguien se lamentaba de que el candidato Zuluaga fuera el ganador, antes de la
fecha de los comicios, porque William Ospina lo había apoyado y un hombre con
esa clarividencia táctica no se equivoca en sus presagios lisonjeros. Hay que
detenerse para entender la manera del augurio que se inserta en lo inevitable,
Zuluaga era el ganador porque Ospina lo
habían alabado. Era inevitable, estaba escrito, todo está resuelto de alguna
manera y otros lo saben como si tuvieran un contacto antinatural con algo que
está más allá. Creo que a esto es a lo que Hanna Arendt llamaba la banalidad del mal; la idea de que en la
estupidez hay algo grandioso e insondable, cuando en realidad el mal político
es indistinguible de la idiotez. En Colombia el dicho es claro: ‘No, ese no es ningún bobo, lo que es es un
hp…’ Resultan ser realidades no excluyentes.
Y
cómo no que me he contagiado de la misma estupidez por andar escribiendo sobre
estos temas. Debo confesar que ahora mismo que redacto estas
líneas he albergado el secreto deseo de ser tomado al fin como un escritor
serio: ¡también tengo algo que decir sobre política! Ya no me cabe duda, que me
den una columna, o al menos un programa televisivo de entrevistas…a políticos,
claro.