El capitán Edward A Murphy era un joven ingeniero
aeroespacial que luego de la Segunda Guerra Mundial trabajó en seguridad aérea
en la base Edwards en los Estados Unidos. En 1949 llevaba a cabo experimentos
para medir qué tanta desaceleración soportaba un ser humano, el elemento más crítico
en los accidentes y la causa principal de muerte en una colisión. Los
experimentos se habían llevado a cabo con chimpancés, pero no había forma de
saber en qué medida los resultados eran extrapolables a humanos. Al fin un
físico de la base, el coronel John Paul Stapp se hizo voluntario para soportar la
brutal desaceleración de una silla sujeta a un riel que pasaba de 320 veinte
kilómetros por hora a cero en menos de un segundo. Nadie sabía a ciencia cierta si podía sobrevivir.
El experimento se realizó en contra de toda recomendación sensata. Cuarenta
‘g’s de gravedad después y mientras Stapp aún vivo pero ciego por la cantidad
de sangre inyectada en sus ojos se liberaba de las correas que lo sujetaban,
Murphy se dio cuenta de que todo había sido inservible y debía repetirse; las
correas que sólo se podían amarrar de dos maneras habían sido sujetadas por su
asistente en los ocho puntos de unión al revés y los marcadores quedaron en
cero. “Si una cosa puede salir mal,
saldrá mal…” fue la frase que acuñó bajo la frustración de que se hubiera
arruinado semejantes condiciones irrepetibles.
Mientras recuperaba la visión lentamente,
Stapp dio declaraciones a la prensa en las que repetía con humor las palabras
de Murphy, consolidando la ley de la física popular más citada de todos los
tiempos que se conoce como ‘La Ley de Murphy’; no es un mito urbano, no es un
invento, y sí hay un creador y de hecho una ‘Ley de Murphy’, no válida en
ámbitos académicos, ni citable por parte de gente seria y adulta, pero que todos
conocemos e introducimos en nuestros razonamientos.
¿Y acaso cómo fuera pertinente la
Ley de Murphy para evaluar la felicidad en Colombia? Un ínfimo detalle que
parece habérsele escapado a todos los investigadores, irrelevante y desconocido
para los que citamos la Ley de Murphy y creemos por alguna extraña razón que
las cosas tienen esta tendencia a la entropía, es que el ingeniero y capitán
Edwad A. Murphy, por algún desliz del destino o alguna correa mal puesta nació
en tierras que antaño eran de Colombia,
en 1918 en la zona en la que se construyera el Canal de Panamá. Por un fortuito
accidente del destino y por escasos años este recio fatalista, temeroso de
todas las posibilidades fallidas, un malpensado ingiero aeronáutico -como le corresponde ser a quien se encarga
de tan delicado tema- no nació en el más
despreocupado y temerario país del mundo, lleno de gente feliz en su
inconsciencia de los avatares del destino que a cada paso y con cada acción
parecen mirar a los mismísimos dioses a la cara para decirles «hágale papá que el golpe avisa…».
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