Cómo
decirlo; Giulia Tiziano, una expresión de la feminidad, Giulia desnuda abriendo sus labios violetas para poner dentro de su boca
diseñada por Bernini el portentoso miembro de Rodrigo, Giulia tendida y arcana,
extática, gloriosa y orgásmica.
Se
tuvo que detener, no porque no pudiera imaginar aún otra Giulia. Lo distrajo el taladro de don Fulgencio que se abría camino una vez más entre el
poco mortero que aún separaba sus dos
apartamentos. ¿Dónde más podría taladrar don Fulgencio? Un día sin duda
introduciría su maldita broca y volvería con sangre de Rodrigo, como un dedo
rojo por la votación; quizá así Fulgencio terminaría por trazar otra ruta. Construía
un túnel de salida de su propia vida, como esos tipos que se volaron de
Alcatraz. ¿Qué diablos construía con tanta obstinación? Intentaba quizá
recuperar los caminos que había perdido tras años de trabajo en la oficina de
reclamos de la ETB, don Fulgencio que había ahorrado toda la vida para esto, para
destruir un apartamento por partes, tomarlo bajo la insigne lógica nacional de
que todo ha de volverse a hacer una vez comprado, convertir su vivienda en un queso suizo cuyos
agujeros permitan navegar entre las dimensiones del continuo espacio-tiempo.
Pero
Fulgencio parecía haberse agotado; al final de la tarde se hostigaba con panes
viejos y agua vapóricas que le restituían las fuerzas para volver a taladrar.
Podía volver a pensar en Giulia. Si…la imaginó tendida, eso era lo correcto, su
vagina dibujando sus delgadas líneas que no dejaban sobresalir sus labios
interiores. Rodrigo se imaginó buscando estos labios, separándolos con sus
dedos en medio del éxtasis de Giulia; su nariz romana sostenida en el aire, sus
manos tocando su cabeza, su sexo salvaje y oloroso como la maleza, su piel
blanca y complaciente, el olor de su trasero insinuándose por entre sus muslos.
Su vagina, delicada y a la vez indestructible, no era parte de su cuerpo; era el
sexo de Giulia, pero no era Giulia. No era una cicatriz, era un objeto público
que Rodrigo haría suyo así fuera en sueños.
Soñó
por muchas noches con esta imagen rígida y monotónica que lo obsesionaba: haciendo
venir a Giulia con su nariz, insertando sus labios entre su vulva, pero
excitando su clítoris con su tabique, sintiendo cómo se movía de un lado para
otro como un nudo húmedo que podía trasponer a voluntad. La imaginó de nuevo
estática y tendida. No era una imagen sin más. La obsesión con la Giulia
tendida era una porción de su redención; lo que hubiera sido si toda la
ecuación de su vida no hubiera sumado esto, si hubiera sido normal, si
su padre no lo hubiera empujado al límite, si todos los errores no sumaran una
especie de mutación que convirtió su existencia en una célula cancerígena rodeada de
muerte. Rodrigo lo sabía: Giulia o cualquier otra como ella, alguien para
empezar, alguien con quien limpiar su vida...hubiera sido su felicidad. Hubiera tenido
hijos con ella, una casa con persianas y una hamaca, tardes de verano suaves en
algún país distante, hubiera podido emborracharse sin la contrita culpa,
hubiera tomado sus senos para dormir en las noches de tormenta. Todo
hubiera sido como hubiese debido ser, ese orden que corría paralelo a su vida
como por una especie de túnel y que nunca fue. Giulia era su modo subjuntivo. Uno de muchos.
No
podía dejar de pensar en tomar su parcial de entre el montón que cargaba sin
corregir y olerlo. Se sintió ridículo saltando con los pantalones
en los tobillos hasta el lugar en donde había tirado su maleta. La enfurecida erección que había
cultivado con esmero casi fenece cuando pasó por el parcial de Roy
Aristizabal. Al fin lo encontró. Giulia había dibujado en la parte
superior de las i’s de su nombre, pequeños corazones que parecían triángulos
con un trasero. Rodrigo sabía que no eran para él pero quiso pensar que eran un
mensaje encubierto, esperando a ser descifrados. Lo olió
con fruición; una lejana esencia de su olor se traslucía, o al menos eso creía
Rodrigo. No sabía si lo imaginaba o lo había encontrado en la hoja,
como el punto de los antiguos televisores que no podía especificar si una vez
apagado los seguí creando con su imaginación o los percibía.
Lo
asoló la idea de que todo esto se supiera, de que sus deseos por Giulia de
alguna manera se le escaparan como una flatulencia
incontrolada; lo preocupó la idea de cómo por ello resultaría una especie de
criminal moral, más execrable que cualquier otro; pensó en Farodia, en Antonia Ubuntu, en lo malditamente incorrecto que era desear para él, existir. Rodrigo lo sabía, todos los
profesores lo sabían: el único período de la vida de una mujer en la que está
expuesta a la influencia y al poder de un hombre que gana menos dinero que su padre
y que sus futuras parejas es bajo su etapa de estudiante. Por ello la sociedad
guarda la relación con cuidado, equiparando sus iniquidades, redondeando cualquier contacto con el hálito de la
delincuencia cual si se tratara de un caso de acceso carnal indebido con menor.
Aunque Giulia no era una menor, lo era para un hombre como él.
Se
masturbó mirando por la pequeña ventana que sobresalía encima de la chimenea de la
panadería Milla Pan, se masturbó mirando las luces de la ciudad, su furia
enardecida, se masturbó sin impedimento, con los pantalones aún en las
rodillas. Le costó volverse a concentrar en Giulia; toda la situación había
generado conciencia de su propia situación y se sintió ridículo por plazos, en
breves periodos.
Pero
pronto los pensamientos amigables y hospitalarios como el de la vagina imaginada tomaron
su lugar; regresar a ellos era como volver a un territorio conocido, como regresar a casa. Su mente se había
vuelto desde hace años un lugar para pensamientos errabundos, raros, indigentes
que no tenían a donde más ir. Estos eran una flora natural que lo mantenía
pegado a lo poco de vida que le quedaba y que no estaba marcada por la muerte.
Se dejó llevar, más por la posibilidad que por el cuerpo de Giulia; se dejó
llevar por la pura y simple imaginación de él ser su hombre, de él, Rodrigo, merecerla.
Cerró
los ojos y contuvo la respiración. Las ideas se iban centrando en un objeto
elusivo que parecía no llegar. Pero lo conminó, lo hizo venir, se hizo venir.
Jadeante y ansioso no supo en qué momento perdió el equilibrio; se sintió
viejo, caminando como su padre. Tuvo que pasarse el parcial de Giulia a la mano
con la cual se autocomplacía, sin considerar que estaba ungida de la muestra
del Aceite Johnson que le habían regalado la semana pasada en una campaña de mercadeo
en la Universidad. No cayó en cuenta que mancharía inexplicablemente el
parcial, que explicarle a Giulia qué hacía con aceite y su parcial al tiempo habría
de ser infinitamente más difícil que explicar una mancha de tinto.
Se sintió
trivial de tenerse que sostener, pero todo era confusión; había logrado su
orgasmo aunque a medias. En un segundo decisivo y crucial, al soltarse de la
mano derecha para asirse de su escritorio, esputó una letárgica mancha que su cuerpo parecía haber liberado como una cortesía, como un
resultado inevitable y causal de su propia refriega. Cayó de espaldas sobre la biblioteca
que daba contra el apartamento de don Fulgencio, pero por un instante, no le
importó, soltó un liberador gemido que parecía una especie de sofisma de
placer. Se dejó caer en la silla, sofocado, pasándose la única mano libre por
la frente en una ominosa señal de la insatisfacción de su propio orgasmo
incompleto, uno que Giulia no se merecía.
Lo
sorprendió el timbre insidioso del teléfono que nunca sonaba en su casa. Era don
Fulgencio que se quejaba del ruido, que preguntaba qué diablos hacía allá
adentro Rodrigo, que le recordaba las más mínimas normas vitales y decentes del
sonido en las convivencias. Rodrigo colgó sin decir una palabra, y casi de
inmediato se percató de que no sabía a donde había ido a dar su propia
eyección. Se examinó la mano, el piso, pero nada. Revolcó entre los papeles del
escritorio para descubrir que había aterrizado en la cara de la joven Julia
Kristeva que sostenía su cabeza con la mano en la portada de Lo Femenino y lo Sagrado, uno de los
libros favoritos de su ex esposa, propiedad de la Universidad de los Cerros que
por desidia y rabiosa consideración se había decidido a sacar de la biblioteca, recomendación de Giulia, sólo con el fin de tener qué hablar con ella.
Decidió dejar que la mancha se secara sobre el rostro pecoso de Kristeva…mañana
luego de la clase con Giulia se lo devolvería como un presente de lo que
consideraba una encantadora velada en la cual los dos tuvieron sexo sin que
ella tuviera ni idea.
Pero
el esputo blanquecino había ido a dar a la tinta que en la portada
dibujaba el frondoso pelo de Kristeva. Intentó desesperadamente limpiar la
mancha sólo logrando que la cara se ennegreciera. Todo tomaba un
camino deplorable desde el punto de vista de la corrección política; una
Kristeva negra, poluta por el semen intoxicador de la testosterona de un
hombre que se dejaba contaminar por una estudiante. Maldito Rodrigo; no
deberías tener gónadas. Ese es tu problema, tus hormonas, tus insignificantes
flagelos que te han llevado a lo más deplorable de tu vida. Si tan sólo
pudieras prescindir de ellas, si tan sólo las pudieras cortar o perder como el
sabio Orígenes, castrado no por vocación sino por el sabor contrito del
arrepentimiento. Y eso que no había tenido contacto directo con Giulia. La sola
imaginación comandaba esta culpa.
Por
un momento consideró dar el libro por perdido, reportando a la biblioteca el
robo de su maletín con todo su contenido, pero eso hubiera implicado fingir una
denuncia y cambiar de maletín. Decidió dejar que se secara. Caminó hasta el
patio de ropas con el libro cuidadosamente balanceado para que la mancha no
afectara otras partes del cuerpo de la feminista y lo puso en el patio de
ropas. Con la esponjilla de la loza que ya estaba seca, intentó recuperar lo
poco que podía del líquido sin romper el papel, como secando el sudor de
Kristeva luego de otra de sus agotadoras luchas contra un maldito macho que sólo seguía sus instintos, o lo que que quedaba de ellos.