La seducción suele ser materia muy escurridiza.
En la seducción todo pende de la perspectiva. Una que
a menudo no soporta una traducción pública, porque no tiene equivalentes
públicos. Para desgracia de la especie humana, a lo que más se le asemeja, este,
el lenguaje del deseo sexual, es a una cierta forma de habla corrupta, porque
en la seducción pareciésemos especialmente escrupulosos y orientados por el
simple hecho de que sabemos lo que deseamos con una certidumbre poco común en
nuestras vidas. Esa misma direccionalidad pareciera perversa y premeditada
cuando le subyace el ordenamiento de los pasos para la seducción. Imagine nuestras charlas más intimas reveladas en la radio; todas sonarán sucias.
Piense en esta descripción de un hecho que bien puede acontecer
en un encuentro de pareja: “Y fue en ese
momento, en el que mirándome fijamente a los ojos, él me puso la mano en el
muslo.” Lea esa frase dos veces; primero en el prontuario judicial al son de
las lágrimas y las recriminaciones. Ahora imagínela inserta en la conversación
de una mujer que le cuenta a su mejor amiga el rumbo que tomó la cita de la
noche anterior con un hombre que del que está enamorada. La diferencia entre
seducción y acoso es eso, esa cosa ínfima, poco registrable que no tiene peso
físico y que llamamos perspectiva...una fracción invisible de nuestras vidas y
que sin embargo hace un mar de diferencia. La violencia no es un indicador porque no todo acto de acoso es violento ni toda relación consentida es pacífica.
El problema es complejo, porque no es posible seleccionar
una serie de hechos que sean en sí mismos indeseables. Los hechos, para
desgracia de los que componen códigos legales o morales no son perversos. Las emociones
lo son. Los intentos de regular los hechos en torno a la seducción por ello
resultan ridículos, como el que nos narra el historiador Paul Johnson acerca de
la universidad estadounidense que estipula que cada acto conducente a una
relación sexual en el campus debe ser consentido. ¿Te puedo quitar este botón? Sí, ¿Te puedo quitar el siguiente? Siiii.
¿Y este broche? SIIIII. ¿Qué sería de la sexualidad sin el acto implícito?
Al decir del psiquiatra Adam Phillips, siempre hemos sabido que la pasión es
transgresora y que el placer es robado.
Al tiempo que proscribimos el abuso, no quisiéramos
regular los pasos de la conformidad sexual, de la misma manera que no
quisiéramos regular los indecibles caminos, con altos y bajos, con zonas
maravillosamente improvisadas que conducen a la amistad, por ejemplo. Sin
embargo pareciera que estamos abocados a una tarea semejante.
Considérese luego de los hechos, sea que terminen en de abuso o no, cómo
las acusaciones no pueden dejarnos, algo especialmente grave para los acusados de abuso que no han abusado. Es como si ahora se conociese nuestra más
recóndita maldad interior. Al fin,
sabemos que x es un maldito violador, o que disfruta con fotos de niños
desnudos. Al fin podremos hacer con él lo que siempre quisimos. La sonrisa en su cara es la maldita perversión
de la lujuria que se derrama por sus ojos.
Lo más ominoso es que esta forma de ver y sentir, de etiquetar
se puede fabricar. Y se puede hacer
de una forma en la que se desafía la normalidad de la afectación: x gusta de la pornografía infantil. Yo
también pero en mi caso es una curiosidad sana, una cosa inocente. En el caso
de X, … eso sí es grave. Se trata de esa autogratificación en la que nos
reconfortamos explicando cómo las condiciones de otros, que yo
también tengo, son graves. En el mío no. La inmediatez
de la experiencia subjetiva me asegura que yo no soy un perverso, porque
nadie lo es para sí mismo. Pero ese otro, ese otro sí que lo es. Es la lógica
del hombre que posee a otro; el marica
es él. Así, es posible que otro que participó en un acto sexual consentido
conmigo, en el cual yo jugué parte igual, sea un maldito pervertido, con la
consecuente única calificación que me puedo dar a mí mismo; una víctima.
Aziz Ansari |
En toda esta ola de acusaciones que hemos
visto proliferar se resalta algo; lo que pasa posterior a los encuentros ahora
parece estar siendo tan complejo como lo que sucede durante ellos para declarar
el acto abusivo, como lo podrá constatar cualquiera que se tome la molestia de
estudiar el reciente caso contra el stand-up comedian de Nueva York Aziz
Ansari. El arrepentimiento posterior a un acto sexual no puede ser signo de la
inadecuación del mismo, como si hiciera falta recordarlo. No lo es porque
retrospectivamente el acto no puede ser recreado por los sentimientos que
comanda, ni los actores están en condiciones de modificar cosa alguna. Incluso
lo que tenemos por signos más fuertes y duraderos, esa sensación ominosa de que
todo fue una equivocación, no es prueba de su inadecuación. Bajo la idea de que
mis sentimientos, si son sinceros, reflejan estados de cosas en el mundo y como
tal son el termómetro del abuso o de la corrección, no se puede decir nada
sobre los actos que los despertaron. Yo puedo sentir repugnancia por la más
bella boda, si la que se casa es mi peor enemiga, lo cual no dice nada de la
boda misma.
Las relaciones sexuales son un campo en
el que las etiquetas posteriores proliferan: el impotente, ahí va el impotente; la frígida, maldita mojigata,
casi nunca dichas, pero que suelen acompañar como correlato mental toda futura
interacción con la persona. La gravedad de dicho tipo de acusaciones es que tienen el poder de
destruir vidas. La compasión liberal es justamente eso: hacer un daño al
victimario que es desproporcionado con respecto al que él mismo causó.
No habló acá de los casos de abuso patente, sino de
aquellos en los que se atraviesa una sombra; hablo de los que están protagonizados
por personas torpes y excitadas sin ser depravadas, de cuando no es claro si el otro
quiere o no seguir en el juego, incluso para ese otro. No digo que no haya
pervertidos como de seguro lo es Harvey Weinstein, de los cuales a mí también
me indigna que la última acusación sea la de abuso sexual, posible sólo luego
de que lo hemos logrado disociar de todos sus otros elementos de poder. Es una
seña ineludible de la colusión intemporal en la especie humana entre el poder y
la proclividad a hacer cosas repugnantes.
De lo que hablo es de cómo todo esta ola de denuncias
afectarán y aclimatarán nuestras relaciones interpersonales. Sospecho que de la
misma manera en que la corrección política afectó el lenguaje; sólo haciendo
más difícil hablar y creando un paroxismo con cada palabra. Los verdaderos
perpetradores están en los más altos cargos, o en casa viendo todo
pasar. La gran pregunta es cómo hacer compatibles la espontaneidad del juego
sexual con el control en un mundo en el que nada nos ha unido más que
las historias de abuso. Y cómo hacer esto sin arruinar vidas.
La lista de acusaciones, seguirán sin duda estropeando algunas carreras; sobre todo de aquellos que están en la penumbra, no la
de los más poderosos y los verdaderos abusadores. A la larga, esto sucederá sin dejar más claridad
sobre el asunto. Y sin construir un mundo más justo, menos expuesto al óxido corrosivo del poder.