Siempre
que una mujer en Tinder me pregunta a qué me dedico le digo que soy domador de
animales de circo. No se me ocurre un oficio peor. El olor a mierda, la soledad de los animales, esa
miseria de la rutina. Un circo es un pueblo que salió a pedir plata y que vive
en la calle. Pero decir que uno es domador de animales de circo tiene la ventaja
que ya nada de lo que se diga suena tan mal. “Soy escritor”,…bien, se te perdona.
No hay preguntas sobre cómo te la ganas, nada parece tan malo como palear la
mierda de un elefante. Ni tan desolador.
Recuerdo
cuando mi hija estaba pequeña, la llevé a un circo cerca a la casa. Era una de
estas cosas en el hielo: “X on ice”. Detrás de la cortina negra de un pequeño "ring" salió el galán de la historia, patinando con la confianza de quien camina. El
escenario parecía no ser suficiente para sus figuras. Poco a poco, fue dando
vueltas más grandes, a medida que su saludo se iba haciendo más amorfo, hasta
que dio un par de giros rituales y cayó del escenario entre la pista de hielo
y una baranda de seguridad. Cayó impávido, sin un solo gesto de sorpresa, cayó
recto y fue eventualmente sacado del hoyo entero, con la ropa lista para la
siguiente función. Al comienzo pensamos todos los presente -infiero el pensamiento
colectivo-, que era parte del acto. Pero las genuflexiones de perdón de dos
patinadoras que salieron como querubines barrocos y lo rescataron de manera
premeditada no daban para creer en nada más que en un accidente usual y un
trasiego de alcohol permanente.
Yo
soy ese tipo para las usuarias de Tinder. Y las dejo creer por un rato que lo
soy. Creo ese encanto y al tiempo me envuelvo en el accidente. No es una imagen
falsa. Yo soy ese tipo que patinando en círculos cada vez más grandes cayó por
fuera. Todo lo demás es la carpa decadente, el trasiego antes de la función, a
la espera de nada. Pero en Tinder no prolongo la mentira por largo rato: sólo
quiero conocer la reacción. Es asombroso que luego de la revelación de la falsa profesión, algunas dicen un
discreto y lento “interesante”: interesaaanteeee. En otros casos
oigo el frenón, la sorpresa. La conversación se detiene. Ella no sabe si
seguir, se preguntará si está tan jodida ahora como para salir con un tipo que
peina hienas y seca la orina de un poodle que camina en dos patas. Se
preguntará si a ello ha llegado, de manera medida y sopesada, porque al fin y
al cabo es una oportunidad, y quizá en un manso domador encuentre la ternura
desmedida que no le dio su ex-novio el abogado.
Algunas
mujeres me han preguntado si en realidad hay maltrato a los animales, si son
desdichados. Yo les explico que duermo acurrucado con el elefante. Que no todo
es tan malo cuando se tiene un cariño así, enorme. Que la mierda de dos pesa, pero
por alguna extraña razón la de uno sólo es una carga mayor. En la miseria de la
posibilidad de amar hay consuelo, la llama de una vela que a menudo es más
esperanza que la felicidad abierta y completa. Y las mujeres lo saben. Me debo
levantar antes que el elefante, eso sí. Siempre hay el riesgo de que el animal
se dé la vuelta para el otro lado y que intente abrazarme dormido con sus extremidades
sin manos, pesados como el plomo. Que haga dos chasquidos de la boca en su
sueño mientras yo me ahogo. Todos lo conocemos, la pesadez del afecto, el apego que no se sabe medir y que mata. Y que
preferimos antes que la soledad. Me precio de no saber ningún arte más que esta
forma malnacida y diminuta de la conversación, como el beodo patinador que
alguna vez soñó con ser una estrella.
Luego
todo lo demás en mis conversaciones es una larga metáfora. Muy pronto, luego de
la treta, revelo que soy escritor. Pero la imagen obnubilante ya está impresa;
me evita la pereza de tener que decir qué escribo, por qué hago lo que hago, de
qué diablos vivo -lo cual ni siquiera yo sé-, cuáles son mis malditos temas y
mis obsesiones…y esto a enfermeras, "curadoras documentales corporativas",
psicoterapeutas de colegio, contadoras y radiólogas. La conversación no puede
ser toda sobre la misma broma hostigante, claro. Pero de vez en cuando le
recuerdo a ella que soy manso y le pregunto si ella lo es, abordo el tema del
concentrado y como es de importante no equivocarse en dar no sólo la porción
correcta sino la que es específica a cada criatura, hablamos de la posibilidad que
pesa tanto en la vida de volverse un payaso.
Termino
pidiéndole a ella que me ayude a palear la mierda de las leonas, a pegarle el
cuerno al unicornio de la vieja yegua de Clorox que llevamos de un lado para
otro: “¿Serás la persona que me ayude a
limpiar la jaula de los elefantes?”. Esa podrías ser tu. Mira qué oportunidad
de oro te ofrezco. Y como si se tratara de algo que simplemente no te puedes
perder, nadie se ha negado. Todo resuena en risas, todo es
aceptación. Hasta ahora ninguna mujer me ha dicho que no a palear montañas de
estiércol. Una cosa que poco a poco se aprende es que no solo se debe ofrecer
oportunidad. A menudo amamos que nos ofrezcan el oprobio. La vida de miseria al
lado del circo no parece tan mala si es compartida. ¿Quién no prefiere la
incertidumbre, la aventura y las lágrimas de abono antes que la nada? Ahora
somos tres: tu, yo y el elefante.
Me
encanta esto de las mujeres. Siempre están a la vuelta de la esquina de ellas
mismas, siempre saben entrar en estos juegos. Les es propia la expansión de la
intimidad, desde muy jóvenes. Recuerdo a menudo esta idea que leí en El Diario de un seductor de Kierkegaard.
Las chicas de un momento a otro nacen formadas, no hay un proceso, no llegan a
ser mujeres por medio de una lenta metamorfosis. Salen de un momento a otro de
un estado y ya lo pueden todo, se conocen en una intimidad que no es más que la
suya propia, distinta a todas las demás y al tiempo idéntica. Monitorean sus
vidas como si les estuvieran haciendo una reportería, siempre
fuera de sí, observándose y al tiempo viviendo todo intensamente. Los hombres
entramos en esos juegos de manera sólo secundaria, nos cuesta hablar de
nosotros así; nuestra intimidad es evidente y brutal, como todo lo demás, quizá
porque nuestro dilema no es la
auto-aceptación sino la culpa. Navegamos el mundo como se nada en un pudin. Llegamos
a entender comprendiendo, por medio de complejos bloques de pensamiento.
Hablamos de las deposiciones, de la nimiedad de la masturbación, de la mierda
en nuestras jaulas, pero no nos entendemos como sujetos de miserias y redención.
Yo no soy el elefante que se cagó. Las mujeres siempre saben qué huele mal en
sus vidas y cuál es su punto de fuga, la salida de la jaula aunque estén tan
atrapadas como nosotros con sus animales de circo.
En
esa conversación, hay que ser mujer. Para nosotros los hombres, es un
ejercicio, uno de los pocos, en los que hay que dejar ir. En los que está bien
dejar ir. No hablo del insufrible cliché de soltar el lado femenino que “todos
llevamos por dentro” ni nada por el estilo. Es no ir a ese lugar, es no
proponer, ni preguntar nada contundente o interesado, es el juego previo de las
palabras que tiene un equivalente en el juego previo al amor. Se trata de un dejar ir contenido. Como somos torpes
con los actos, lo somos con los términos. Pregunta como si no te importara,
asevera sin esa finalidad. Y ellas me responden siempre sin palabras: date la oportunidad de ser ese domador que siempre
quisiste ser.