(Obituario a mi madre en sus 25 años de ausencia)
Yo
era un niño de unos cuatro años. Vivíamos entonces en Estados Unidos y quizá lo
único que recuerdo con claridad es que hacía un invierno brutalmente frío. Mis
padres y yo acabábamos de llegar de una fiesta de fin de año. En los peores inviernos,
mi madre me ponía una chaqueta gruesa de gorra puntuda que llevaba una
imitación de piel en el borde de la capota que cubría la cabeza. Yo no recuerdo
el incidente con claridad; recuerdo momentos…el bombillo del corredor, la casa
gélida. El cansancio hacía mella en todos y en noches
como esa, mi mamá me ponía en la cama con ropa y chaqueta ante la idea absurda
de vestir la piyama. Esa noche, ella misma se acostó con la
ropa puesta sin apagar la luz del corredor. Como lo hacía todas las noches, me
levanté y caminé hacia el cuarto de mis padres. Me detuve en el umbral de la puerta con la luz pesada del corredor detrás de mí, la
capucha aún sobre mi cabeza. La sombra despertó a mi madre, justo en esos
momentos en que el sueño se confunde con la realidad y en los que el juicio ha perdido el contexto.
Su primera percepción entre dormida y despierta fue
la silueta de un enano en medio de un chorro de luz. No era su hijo, no era el
niño de la chaqueta que acababa de acostar, sino un maldito enano. Yo no
recuerdo el grito abismal que ella dice haber soltado. Recuerdo que lloré y que
el susto me llevaba a dar pasos hacia su cama y que con cada paso de pavor de mi
parte, el grito y su sensación de estar asediada por el enano crecieron. Todo
encajaba: la barba desmedida que cubría la cara, el sombrero puntudo, los
pasos de asesino pequeño pero despiadado. Mi tamaño era el preciso. Los gritos despertaron
a mi padre quien, también confundido y como si tuviera un bate en la mano, preguntó en dónde estaba el
enano, con el fin de matarlo rápido y poder volver a dormir. Con cada nuevo incidente
yo me movía más hacia la cama y con cada nuevo paso su grito se hacía más
desmedido. El momento en que al fin corrí y la abracé, yo también poseído por el
pánico, debió congelar su grito desesperado y helarle el corazón.
En esos breves
instantes antes de que el enano se convirtiera de nuevo en su hijo y el bombillo
del corredor volviera a ser un bombillo y no una luz espectral, debió sentir el paso toda una vida.
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