Mis abuelos amaron las cosas que sobraron de
la Segunda Guerra Mundial cuyas curadurías son los restaurantes paisas: el plato
esmaltado que duraba para siempre, las neveras que hedían a petrolato pero se
podían prender en la selva, el Jeep Willys. Eran nuestros
cincuentas, aquellos en las que todas las fincas se llamaban Vistahermosa,
cuando la gente compraba cosas Selectas y Surtidas, era las épocas del
maravilloso Triguisar, cuando los hospitales eran estériles y los cristianos
iba a Sears sin que tuviera nada que comprar y Carlos Lleras pescaba de noche
-con cosas compradas en el Sears-. Su
lado lujoso, el de ese mundo que se revuelve en la memoria, aún provenía del
Titanic: estolas haciendo despliegue de un zorrillo domeñado y congelado en la
pose de la derrota; artículos para caballero, irritantes, cortantes,
cancerígenos, cigarrilleras de plata hechas para gente que no gusta de
compartir y que desdeña la plata en pos del oro, estilógrafos para firmar el
cheque que podría cubrir los daños hechos por King Kong. Lamiéndose juntos el
índice y el pulgar, mi abuelo dice:
«Ahí
tiene mi buen hombre, creo que esto…» firma y lo dice lento «…debe cubrir todas sus molestias;
verá, Kong tenía buen corazón»
El dueño del teatro, aún mirando el cheque,
estupefacto levantándose el sombrero para rascarse la frente y dando la mano
con fruición:
«Gracias,
gracias señor Palacio».
Mis padres amaron otros objetos, más del
París soñado de Alain Delón, propios del fumar en una pitillera; eran las cosas
requeridas para llevar una vida en la cual estaban decididos a que nada les
fuera a dañar el caminado. Se deleitaron con la indumentaria que dejó la misión
Apollo y la Luna. Mi madre adoraba los neceseres. Yo adoraba que mi madre
adorara los neceseres. Nadie nunca reveló que Buzz Aldrin llevó un neceser al
la Luna y se dio un retoque antes de salir a superficie. He pensado resueltamente
en qué eran. Tal vez se me entienda cuando digo que son un carro al que le han
quitado todo menos el parasol femenino que tiene una luz. Mi madre tenía uno
poderoso; se abría y aparecía una luz que podría haber sido la del camerino de
Liza Minelli, congestionada, histérica, pidiendo una Tab: la mujer gran
artista, lista para el escenario de la vida; su maquillaje, los disfraces de la
escena. Los neceseres eran camerinos móviles. El que cargaba mi mamá en los
viajes olía a ocre, a maquillaje con nombres como “Atardecer Durazno”, “Tierra
India”. Toda la vida transcurría y la gente tenía un neceser que era su esclavo
de los viajes. Era una parte ínfima de algo más grande: las maletas de los años
setentas, coloridas, con carácter personal, reminiscentes de los viejos baúles
de los viajes dieciochescos que nada sabían de la comodidad al ser cargados,
solo de la brutal ubicuidad interna de todos los objetos.Para los hombres los enseres eran básicos
aunque tampoco realmente necesarios. Mi papá cargaba en la guantera del carro
unos forros de caucho para sus Flor Sheim en caso de que lloviera. Nunca los
usó porque eran muy difíciles de volver a embutir en la bolsa. Todo era
compañero de la gabardina, como si lloviera siempre y en todas partes como en
Istmina. Orgullosos llevaban relojes precisos. El pelo de los antebrazos era
bueno en ese entonces: daba un aire de científico o de golfista, de hombre de
mundo. Había una acervo de cosas esclavas y desechables en ese pequeño
mobiliario; los Kleenex para llorar a profundidad, los enseres de los hoteles y
de las aerolíneas se podían conservar por décadas. Los jaboncitos, las
peinillas Vandux blancas de los tocadores improvisados de los toilettes de los
clubes, los gorritos de baño que sólo servían para un baño. Eran buenas épocas
para tener cosas. Nadie había caído aún en la compulsión. En los mismos sitios
regalaban pantuflas reutilizables. Todo decía Braniff, Hotel Chicamocha,
Clínica de Marly. El colombiano siempre ha amado robar estos objetos, incluso
en el caso de que le fueran regalados. Era un triunfo; el chaleco salvavidas de
TWA en el baño, un cenicero de algún Hilton en la sala.
Los bidés eran parte de ese mundo
afrancesado. Los quitaron cuando la
gente comenzó a jugar en lugar de lavarse las venéreas. A mí me advirtieron una
y otra vez que el bidé no era para jugar. Tal vez si hubiéramos tenido una
piscina en la casa me hubieran reventado a punta de: «Maldita sea, Roberto, ustedes cogieron eso para nadar…». Eran
épocas del triunfo de los Volkswagen, como los dinosaurios con dientes
triunfaron al final de Cretácico. Recuerdo muy bien que venían en colores
pastel deliciosos, eran firmes y reales; el escudo del timón retrataba un
lobito que orgulloso se erguía sobre un castillo, y pesados y lentos se podían perder por entre
la tramoya de luces y destellos de París o incluso de Bogotá y ser parqueados
mientras la gente hacía el amor. Por eso todo el mundo, aún hoy, quiere un
Volkswagen Escarabajo.
Extracto de: Memorias de un Mediocre