Durante los años setenta, en el
cénit de la Guerra Fría, los edificios se construían de adentro hacia
afuera: todo comenzaba con un corredor, una especie de vena para el desangre
arquitectónico. En caso de ataque nuclear, debíamos desfilar por él, sin
correr, sin apurar el paso, ratones del ballet los cascanueces que pisando
campanas imperceptibles se escapan hacia una muerte nuclear segura. Los
corredores eran artefactos para dejar los edificios como cuerpos drenados, un
premio pírrico para los comunistas. Eran, interminables, lustrados y
resbalosos. Eran los sitios más solitarios.
Nunca había en ellos luz del
exterior: querían enfatizar la sorpresa y al mismo tiempo la contención, el
viaje sin profundidad, la travesía sin descubrimiento. Estaban hechos para que
antes de tocar una puerta se sintiera ese temor, esa contorsión de las entrañas
que provoca la ansiedad y que nos hace sentir como si un gato se revolviera en
el intestino al tiempo que nos alisamos la solapa del traje o nos dábamos un
ultimo toque en el pelo. Eran sitios privados en donde se fraguaba lo público: las guerras, los asesinatos...Watergate fue urdido a punta de suspiros por conspiradores de corredor. Surgió entonces esa especie de la política, los
lobbyistas.
De niño me gustaba detenerme en
la mitad de un corredor para sentir esos deseos aplastantes de orinar y de huir.
Los corredores son los entresijos de cierta forma de terror. Ninguna pesadilla
ocurre a plena luz del día. En la literatura no es extraño que un autor compare
el tránsito de la vida y la muerte con un corredor interminable. Las
instituciones mentales, como si hubiera un designio implicado, a menudo están
formadas por pabellones de corredores en una cruel metáfora de la locura: voltear
la página y seguir en el mismo texto. Los pacientes se sientan a dejar pasar el
tiempo en cualquier lugar elaborando una alegoría de la enfermedad como una
detención abrupta en medio de un pasaje, como un tener que tomar silla antes de
dirigirse a la muerte. Los corredores dan paso a lo mismo, porque la locura es
la monotonía, la repetición.
Acaso quien no conoció esos
corredores no me puede comprender. En muchos de ellos se pasaban puertas que
daban a espacios idénticos al anterior. Eran laberintos lineales, obvios, con
soluciones inevitables, pasadizos en los que no había transformación, como la
vida misma. En Alicia en el País de las Maravillas Lewis imaginó que su
heroína debía introducirse por una puerta diminuta para dar paso al mundo de la
fantasía. En los corredores de mi niñez, todo pasadizo era igual, nadie se
encogía, no había transmutación…y ciertamente carecían de fantasía.