Qué raro hubiera
parecido apostarle hace veinte años a que un electrodoméstico se tomaría
nuestras vidas. Por mucho tiempo generaciones enteras derivaban su identidad de
sus autos…y la industria se centró en ello: carros para los aventureros, para
los artistas, para los introvertidos, para los de bajo rendimiento en la cama.
Pero ahora al parecer nos define un enser que parecía inventado desde Graham
Bell: hubiéramos podido apostarle al televisor o a la tostadora, pero resultó
ser el teléfono. Y nos acompaña incluso más allá de la muerte.
Los
Neandertales hace cuarenta mil años enterraban a los suyos con sus instrumentos
de caza; los faraones egipcios con todo lo que se requería en vida porque
creían de una manera más bien literal en la existencia después de la muerte.
Hace más o menos diez años, en Australia, Inglaterra, Estados Unidos y países
africanos, ha surgido la costumbre de enterrar a las personas con su celular.
Ed Defort, el director de una publicación de servicios
funerarios ha constatado la tendencia creciente: ha visto cómo la gente no sólo es enterrada con sus
celulares, sino incluso con los audífonos de su iPod puestos, con alguna
canción favorita reverberando en la cabeza al infinito. En el siglo XIX a la
gente la solían enterrar con una campanita salvífica para avisar si alguien
había cometido un error y el muerto no estaba tan muerto. La idea
contemporánea de enterrar con el celular no tiene nada que ver con ese ‘salvado
por la campana’. Más se asemeja a la idea de ese antiguo emperador chino que
fue enterrado con todo su ejército inútil de guerreros terracota simplemente
para no deshacerse de su posesión favorita.
Un chico en un
cementerio de Hollywood, California fue enterrado dándole un abrazo fraternal a
su Game Boy. Da tristeza pensar en la rápida obsolescencia del adminículo. O
considérese el contexto que toma la muerte cuando el ataúd se cierra sobre el
muerto en pose de escuchar silencioso de brazos cruzados una tonada favorita,
justo como lo hacíamos en el colegio, el bus, durante la siesta o cuando nos
enfadábamos.
Con el entierro celular ha venido a florecer
toda una serie de rituales que nunca se hubieran imaginado. Se programa que una
persona cercana al occiso lo llame justo en el momento de descender hacia la eternidad;
el lento y mortal desprendimiento de la vida es marcado por el Nokia Tune que
lentamente se va extinguiendo. Todos saben que si una llama de luz y vibración
permanecen con el muerto en su caja, no se ha extinguido del todo…le queda una
o dos rayitas de batería. No contestará, pero no importa, por días la gente
sigue llamando y podrán dejarle mensajes al difunto: lo que siempre quisieron
decirle, las disculpas no pedidas, las confesiones mortales que quizá
menos mal no escuchó en vida, difunto quien gracias a la profunda compenetración que tenía en vida con su electrodoméstico las recibirá por medio de un
contubernio cósmico individuo- celular que se perpetúa en el más allá. Y si en vida peleábamos por minutos, la muerte se insinúa como un plan ilimitado por tiempo sin fin.
Marion
Seltzer, la esposa del abogado neoyorquino John Jacobs quien falleció en el
2005 y ahora protagonista de un extraño documental sobre el fenómeno, decidió
llevar la inmortalidad un paso más allá y seguirle pagando la cuenta de celular
a su esposo fallecido. Así cuando tiene dudas, pesares o simplemente le quiere
consultar algo lo llama. En ocasiones familiares todos se reúnen alrededor del
teléfono para escuchar cómo manda al buzón de voz. Menos mal nadie contesta,
pero todos sabemos que dejar mensaje es mejor que nada. Y como no hay que ser
egoístas, en lugar de un epitafio sobre la tumba del abogado, está inscrito su
número de celular para que cualquiera lo pueda llamar en el más allá.
Tal vez la
extraña costumbre vaya de la mano con una que se ha incrementado o al menos
vuelto más común: la de perderse por días a la vez. La muerte es una extensión
de esas ocasiones en las que me voy de parranda; es una retirada
hacia un lugar más privado en donde al fin puedo no contestar mis llamadas.
Claro que todo
esto sucede en los países desarrollados. En los que no lo somos tanto, el
entierro celular suele ser más directo, menos sutil y prosopopéyico. Más
total. En la República de Ghana puede uno ser enterrado en un ataúd hecho a la
manera de un Nokia. Adentro nada de cables y enseres electrónicos. Pero no se
dude ni por un instante que nos llevará y nos comunicará con quien se desee,
incluso con cualquier deidad: las manos entrando en contacto, esas que aparecen
al iniciarse el sistema, nunca revelaron más su aproximación a las de la
capilla Sixtina en las que Miguel Angel retrató a dios extendiendo una mano
para tocar al hombre.
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