A Andrés Felipe Solano...gracias por Kurt Vonnegut
Por algún motivo,
mis recuerdos más felices –y los más desdichados- están relacionados con la
radiación. Cuando llegué a Hiroshima en 1993 como becario, tomé un teléfono y llamé
a una alsaciana de ojos azules llamada Gabriela Bucher y desde Colombia una voz
diminuta que se demoraba en volver me contestó llena de ilusión y deseo ‘Hiroshima Mon Amour’, como la película
de Alain Resnais, ‘Hiroshima Mon Amour’…no
dejé de pensar en su torbellino de pelo negro como las montañas, en sus besos
hirvientes de cien radones, y pasé los días de ese verano recorriendo Japón
entre enloquecido y adormilado por la humedad y el aliento de bourbon y sake
que aún aliñaban el aire en las calles. Fuimos felices por escasos ocho meses
que todavía vienen a la memoria con facilidad.
La radiación, no
me lo hubiera imaginado. Cuando era niño no creíamos que fuera tan grave; crecí
y me formé en plena guerra fría. Si uno se agachaba lo suficiente y hacía como
una tortuga y en casa se ponía una toalla mojada en el dintel de la puerta, las
ondas alfa y beta no podía pasar; no era algo por lo cual hubiera que
preocuparse. De hecho, mi abuela advirtió de la manera más clara y contundente
que no pensaba meter la mano en el primer horno microondas que compró mi papá
en 1978 porque la radiación se la iba a comer la carne hasta el hueso, pero no
había por qué no meter el café. Todos pensábamos que las cosas quedaban
irradiadas. A las ollas a presión en Medellín entonces se les llamaba la olla
atómica; adentro ocurrían crueles y esenciales procesos que de manera
inmisericorde rompían la materia, liberando cuantos increíbles de energía que
le podían a uno detonar en la cara. A Carmelita, la muchacha de la casa de la abuela,
le estalló una olla atómica en la cara y el parecido con las pobres gentes de
Nagasaki comenzó a ser asombroso, o al menos eso se decía.
Tomado de: Memorias de un Mediocre
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