(Un recuerdo de cuando el autor conoció al heredero del Imperio del Sol
Naciente)
Para cuando conocí al
heredero del Imperio, en 1993, o tal vez en 1994, había pasado unas tres
semanas en el New Otani Hotel de
Tokio fumando. Había tenido la fortuna de ganarme una Beca JAICA sin consultar
una sola vez la página del Icetex, un programa del gobierno nipón para que
desventurados sin ningún futuro económico pudieran viajar a las antípodas. Yo
clasificaba. Fue así como luego de un viaje de 14 horas sobre el Polo Norte
desembarqué en Narita International
Airport preguntándome qué había hecho yo para estar ahí.
Mild Seven; tubitos blanquecinos de actitud y felicidad |
Los japoneses acostumbraban
salir tarde en la noche de sus lugares de trabajo y antes de viajar dos o tres
horas en un tren muerto y silencioso atiborrado de publicidad pornográfica a
sus diminutos dormitorios se bajaban una botella de bourbon para sentir por
unos instantes la magnificencia del samurai. Mi bourbon eran los Mild Seven,
los cigarrillos más deliciosos que se hayan enrollado jamás, blanquecinos
tubitos de actitud y felicidad.
Fumando recorría la ciudad
llena de recovecos que parecían armados por un niño muy sabio y juicioso
educado en la China. Un vómito casi convulsivo que me atacó los primeros días
me enseñó que no podía comer en cualquier parte en que me detuviera. Los
japoneses acostumbran poner deleitables imitaciones de plástico de los platos
que sirve el restaurante en las vitrinas y ha de admitirse que el plato servido
se le asemejaba casi siempre. Pero pronto descubrí que invariablemente a la
segunda o tercera cucharada cuando uno ya ha dicho que la advertencia sobre la
comida oriental es un mito inventado por la gente que no sabe comer, irrumpe ese
sabor entre mentolado y agresivamente fresco del guasabe cuyo analogía más
favorable es la de un pescado descompuesto lleno de clavos de olor que como un
muñeco de vudú es arrastrado por el piso de un consultorio odontológico. Y sale
prendiéndole fuego al intestino bajo, como un camicaz que ya no tiene nada que
perder. No entiendo cómo hay gente que lo pide con aire de gourmet: “Más guasabe mi buen hombre, no escatime…a
ver…”.
Me gustaba entregarme al metro, dejarme llevar a lo largo de una
hilera de estaciones que eran cantadas por lo que imaginaba como una muñequita
de Manga lasciva: ‘Acasaka Mitsuke’, ‘Ropongi’. Bastaba aprenderse el nombre de
la de origen; bueno, «bastaba» suena
tan factible… Emergía en rincones de la ciudad en esencia similares a todos los
demás pero con pequeñas variaciones gracias a su uso: el distrito de las
flores, el de los anticuarios, el de los vertederos de basura que en Tokio son
una especie de colección surrealista de cuadros de de Chirico. Se me ha
olvidado el nombre del distrito botadero, pero era como una especie de ‘Day
After’, intacto, sin humanos, lleno de carros parqueados a lado y lado de las
calles casi nuevos de los cuales sus dueños salieron tan rápidamente que
algunos dejaron la puerta abierta en lo que parecía la huida de una persecución
alienígena. Mejor de Godzilla…sí. Otros habían atado a los postes motocicletas
que pretendían abandonar con la esperanza de que nadie advirtiera el abandono,
lo cual es ilegal pero más económico que
llamar al camión de la basura para que recoja un carro de tres años de uso.
Al final de la cuadra,
dominando ‘The Day After’, como el templo de la deidad del despilfarro, sobre
un lote con piso de tierra se levantaba una montaña de televisores nuevos, una
pirámide hecha de bloques de plástico negro. Me paré frente al absurdo cerro y
luego de observarlo absorto por un rato levanté los brazos con las manos
encocadas como garras, y lleno de poder como Ronnie James Dio en el video de
‘Holy Diver’ le comandé a todos los receptores que se encendieran al tiempo. No
se movió un solo cable. Caminé por el lugar, tocando pedazos de
electrodomésticos con la punta de los pies, merodeando. No importaba estar
allí, ni un alma vi en todo ese tiempo que deambulé. Después me dijeron que era
frecuentado por turistas y residentes europeos que recuperaban mercancía en
perfecto estado: indigencia europea, pensé, ¡qué lujos había en este país!
"...comandé a todos los receptores que se encendieran al tiempo" |
No estaba yo haciendo mucho
más que vagar, indigestarme y cancerizarme cuando llegó el anuncio de la visita
al palacio real. No la esperaba, de hecho no tenía mucha claridad que los
organizadores de JAICA la hubieran programado y en mi jerarquía de cosas, no
hubiera sido algo que me generara la más mínima expectativa.
Esa mañana me subí a un
pequeño busecito en el que las sillas eran escualizables y podía uno darles un
giro completo. Fue inevitable quedar de cara a otros colombianos que habían
sido invitados por el programa. Como siempre que se hace una convocatoria de lo
«más representativo de la juventud colombiana» había de todo, menos lo más
representativo de la juventud colombiana. Adelante iba un grupo de bogotanos de
estrato 6 ó 16 ó 226 quienes me saludaron con frialdad y en el que todos
parecían conocerse; hablaban de cambiar su pasaje de regreso para ‘darse una
pasadita’ por Indonesia. Más adentro había un grupo de personas de la costa
Atlántica de Colombia, seguramente también de lo más exquisito de su mundo, una
mujer con bigote que curiosamente tenía nombre colombo-japonés Yusemi ó Yukemi y recuerdo haber pensado que su
pecado no consistía en no ser representativa sino en ya no pertenecer a la
juventud colombiana. En la parte de atrás asistían algunos dignatarios de la
clase media; Rodrigo, un periodista que cuyo equipaje iba aumentando cada noche
gracias a las existencias de toallas y sábanas que robaba y Hernando, un
estudiante de medicina de la Universidad Nacional que estuvo a punta de que le
cancelaran la matrícula por haber propuesto un proyecto de investigación como requisito de grado. Me senté al lado del médico;
no paró de hablar.
Mientras recorría la ciudad
arrullado por una voz que parecía practicar
la consulta, nos fuimos acercando al Palacio Imperial. Comenzaba el
invierno y ya las ramas de los viejos pinos que rodeaban la gigantesca edificación
blanca, que a pesar de su tamaño persistía en la fisionomía de una casa, habían
sido delicadamente forrados en esterilla para protegerlos del frío y apoyadas
en horquetas. Me pregunté cómo estas mismas gentes llenas de arrepentimiento
matan ballenas en el pacífico norte.
El perímetro del Palacio era
descomunal; ese complejo al cual entraba me lo había topado cien veces en mis
caminatas y en mi cabeza se denominaba “la reja verde que no deja pasar”: en mi
ciudad también las había, estorbando, tiradas justo en la mitad de los pasos
como si al niño chino se le hubiera caído un cubo en la mitad del corredor; el
Cantón Norte, el Country Club. Ahora yo llegaba como invitado especial al
interior de la reja verde. Una vez adentro, me extrañó que nos hicieran entrar
por lo que me pareció entonces la puerta de la cocina.
Adentro, nada era como me lo
imaginaba. La enorme edificación conservaba las proporciones de una casa
acogedora. Comenzamos a pasar en fila de una habitación a otra, encabezados por
un guía japonés que actuaba como si el llegar tarde lo fuera a deshonrar de
alguna manera ceremonial y absoluta. Había algo absurdo de darse afán para
saludar el Hijo del Sol. Recorrimos infinidad de salas, una tras otra, todas
dispuestas acogedoramente, con las luces encendidas y los cojines probablemente
calentados por el trasero de algún esclavo del Imperio entrenado para empollar
mobiliario. Imaginé a Naruhito persiguiendo a la princesa consorte por las
habitaciones, engendrando un nuevo emperador en cada sofá empollado. Apenas si
había tiempo de detallar los espacios; unos eran de temáticas azuladas,
cortinas aguamarina y lámparas con velo de añil; otros rojos, con potencia
premeditada en donde parecía que alguien hubiera fumado una pipa y planteado la
guerra hace un instante.
Un ‘clock’, la puerta de
entrada, un nuevo espacio, una sala,
colores, iluminaciones, caminar hasta el extremo, otro ‘clock’, la puerta de
salida y así continuamos por más sitios de los que tuve cuidado en contar. En
algunas habitaciones había delicadas cigarrilleras de plata al alcance del
caminante, llenas de blancos cigarrillos similares a los ‘Seven’ que adoraba,
pero con una flor de cuatro puntas como el logo de un Montero Mitsubishi en
esteroides; ¡el símbolo imperial! Luego descubrí que por más imperiales que
fueran, no se comparaba el sabor a los callejeros ‘Seven’. Deseé
encarecidamente por mi país, por Colombia, que Rodrigo que venía detrás no se
estuviera guardando las cigarrilleras para hacer juego con sus cobijas y sus
sábanas de conocedor del mundo y posiblemente con el chaleco de supervivencia
de su silla en North West Airlines;
Rodrigo tapado hasta el cogote flota debajo de las sábanas japonesas protegido
por un chaleco salvavidas y mientras saca un Mustang de una cigarillera de Plata
del Imperio ahoga las cenizas en un cenicero de cristal que dice Lobby New Otani Hotel, Tokyo… en alguna
parte de Bogotá y sonríe satisfecho. Maldita sea ser un habitante del segundo
país más feliz del mundo; yo que no quiero estar contento.
Me adentraba en las entrañas
de una bestia y no hubiera podido salir en ese instante si me lo hubiera
propuesto, algo que siempre me ha molestado de los aviones y los ascensores; yo
no me reservo el derecho de admisión propio
-a veces me toca entrar en sitios que no me gustan- pero sí el de expulsión en los momentos,
llamémoslos así, «sofocantes». Me consoló pensar en todo lo que le tocó sufrir
a Richard Chamberlain en Japón cuando fue ‘Shogún’. Tampoco lo dejaron salir
por mera y pura amabilidad y tuvo que terminar desposando a una mujer que
portaba un honorable nombre como ‘Masato’…’Mariko’, eso es.
La caravana finalmente se
detuvo en un lugar que no me pareció adecuado; no era una de las miles de salas
sino una especie de desapacible corredor curvo; ¿no era acaso esta gente de
Feng Shui? Una traductora japonesa que acompañaba a la comitiva, una mujer a la
que nunca le vi ni soltar ni consultar un cuaderno que llevaba tapándole el
seno izquierdo, nos hizo gestos circulares con las manos que no entendimos. No
habló en español porque para el momento ella misma entendía que era más
comprensible su japonés. Con la cara agachada como si nos deshonrara, optó por
tomarnos de los hombros y ubicar a cada uno en su sitio, describiendo una
especie de semicírculo en el que mirábamos hacia el frente. Hicimos silencio.
Luego de un rato más largo
que el que nos tomó llegar hasta allá hubo un ‘clock’ final y de las entrañas
más íntimas del monstruo emergió Naruhito, el Hijo del Sol. Era como del mismo
tamaño que su ‘action figure’; de seguro existía en alguna parte del mundo una
figurita Naruhito articulada con un imperio por gobernar [imperio y las pilas
no incluidas]. Me tomó un rato descubrir qué tipo de hombre era. No me refiero
claro, a su fuero más interno, a sus amores y sus trásfugas sentencias. Me
refiero a su fisionomía: ¿qué clase de hombre era? Con el tiempo le he podido
poner una etiqueta: era Ben Kinsley en esa película en la que se hace matar por
defender una casa que compró en Estados Unidos; digno, frontal. De ojos muy
juntos, casi distrábico, blanco como el pecado, como una cajetilla de ‘Mild
Seven’. No era el tipo de la calle, y me pregunté si entre estos seres humanos
también se clasificaban por estratos del uno a seis como en mi país. Llenaba su
traje azul a la perfección, rasgo que me pareció el producto de un trabajo de
equipo, no de Naruhito. Era un hombre que no se imagina uno agachado recogiendo
los calzoncillos:
«Déjalos,
buen asistente Totumi, han caído al piso, prefiero por todos mis antepasados
perderlos»
«Pero…pero,
su Majestad, le imploro, es el último par…»
Mirando el Sol poniente,
abraza a Totumi y ambos se sumergen en un momento de profunda compenetración
durante el cual suena una flautica anecdótica y aguda
«Déjalos
buen Totumi, que esta noche, cuando me venza la irritación del paño inglés,
cuando mi blanca piel nipona sea un nido de prurito e irritación incomprensible
para occidente…¡me rasco el real culo!»
Totumi deja escurrir una
lágrima en silencio.
'Action figure' de Naruihito |
En efecto, era todo
verticalidad.
Caminó por la fila haciendo
charla cordial de tiempo controlado con
cada uno de los presentes. Hubiera dado plata por saber qué habló con Yukemi.
En la fila me precedía uno de los bogotanos, quien invitó a su Majestad a
‘conocer nuestro país’ tan reiteradamente que el hijo del Sol se vio obligado a
levantar la mano y pedir que ya no lo invitara más. Mientras se retiraba, este
personaje, que debía llevar un nombre altivo y lisonjero de clase alta, algo
así como ‘Juan Fernando Soto’ lo seguía invitando desde lejos.
Cuando me tocó el turno de
intercambiar algunas ideas con la única deidad que yo haya contactado, no supe
qué decir; aún estaba un tanto indignado con ‘Soto’ y creo que caí en la misma
estupidez de preguntar “qué conocía de nuestro país”, externalicé mi Juan Fernando; me faltó poco para
invitar a Naruhito a Bogotá una vez más. Los colombianos no estamos contentos
si no le restregamos a algún extranjero en la cara el no tomar aguardientes
dobles uno tras otro, el no comer arequipe a paladas y el no bailar salsa como
un gallinazo sobre una teja caliente, única y verdadera forma, como lo saben
hacer los negros de zapato blanco en Juanchito.
A través de la traductora me
hizo saber que no conocía a Colombia, pero que era de su mayor interés este
país engastado en la mitad de ningún lugar en especial, de gentes que hacen
básicamente lo que hace la mayor parte de la gente del mundo; lo hubiera dicho
de Kazajstán, de Borneo, de Vanuatu. Me respondió en japonés, cosa que luego me
asombraría porque la traducción era casi incomprensible y el Emperador sabía
español. No supe qué más preguntar; me miraba penetrantemente, pero no tomaba
iniciativa y mi tiempo para decir algo que simulara inteligencia se agotaba. Le
pregunté entonces qué había estudiado. “Navegación
Fluvial en el Nilo” me dijo, “en
Oxford”; carrera increíble, improbable. ¿Qué clase de pregrados hay en
Oxford? Yo le advertí con mucho presunción que era estudiante de filosofía,
porque eran épocas en las cuales aún tomaba orgullo en ello. Fingió interés,
realmente lo fingió.
Por unos instantes, la
conversación cayó de nuevo en un punto muerto y recuerdo haber mirado al piso
con gran incomodidad antes de proferir la más estúpida de las preguntas: “¿Y hoy en día pasan barcos muy grandes por
el Nilo?” ¡Qué interés desbordante por las condiciones fluviales y de
navegabilidad de un río en el otro extremo del mundo! ¡Qué inspiración divina y
eterna de una inteligencia fracasada! Por un instante hubiera podido asegurar
que prorrumpió en el rostro de Naruhito
algo similar a una sonrisa, como si en
su calidad de emperador magnánimamente perdonara mi brutalidad y se condoliera
de mi incomodidad:
«Oh
no…no tengo ni idea qué barcos pueden pasar por el Nilo»
«Pero,
pensé que era lo que había estudiado…»
Se me acercó, riéndose conmigo,
casi demostrando intimidad.
«Tal
vez no le dije el nombre completo de mi ‘Mayor’ en Oxford: “Navegación Fluvial
por el Nilo en la Época de los Faraones”»
Y yo que pensé que había
estudiado algo inútil.
Con los años lo comprendí,
entendí por qué el Hijo del Sol había podido interesarse por un tema que en ese
momento parecía un poco más que un cuento de hadas, por qué había colosales
pirámides de plástico en la mitad de Tokyo, guerreros del bourbon en las calles
y deliciosas Isis del amor y la locura en las paredes del metro; todos decían
ser hijos del mismo padre.