No soy feminista. Ha llegado el tiempo en que uno debe explicitar
que no lo es. Una y otra vez se debe recordar que esto no nos avoca a la
misoginia, o a la defensa de la cliterectomía, o a querer instaurar la
obligatoriedad de la hiyab. Tampoco implica no querer defender las causas de
las mujeres. Significa sin más que no encuentro dentro de mí la afinidad para avanzar
las tesis de ese algo amorfo y difuso que se llama “feminismo”, de la misma
manera que no defiendo cualquier otro “ismo”.
En mucho se parece esta situación a la del comunismo hace cuatro décadas cuando el que no lo defendía declaraba implícitamente no
tener corazón. Otras cuatro décadas antes, en 1927, Bertrand Russell se había
visto avocado a escribir “Por qué no soy Cristiano” como un texto emblema
contra el dogmatismo dominante de su tiempo. Estas eran las cosas correctas
para hacer; amar a Dios y ser comunista. Mientras que no es preciso en una
sociedad secular tenerse que explicar en uno u otro sentido, no defender el feminismo hoy es una declaratoria de inmoralidad con visos de
republicanismo americano, algo semejante a negar el cambio climático y la
importancia de las vacunas.
Para comenzar, simplemente no veo a las feministas haciendo
una labor paciente de tejido argumentativo y persuasión por medio del cual deba
yo convencerme de que este es un “ismo” que vale la pena salvar. Quizá esté
apegado a una lógica que la feminista Ruth Bleier llamaba “falocéntica”. Llámese
como se llame, múltiples formas del feminismo contemporáneo parecieran cubiertas
con el velo de la obligatoriedad. Y cuando una ideología se presenta con el
velo de la obligatoriedad, en ella algo ya está sancionado. Quizá sea mi maña
de sospechar de aquello en donde veo tumulto. Tal vez esté yo sólo en esto de
de preferir el disenso al consenso, en resistirme a creer que lo que todos llaman
bueno lo es porque todos lo llaman bueno. Me cuesta trabajo, por ejemplo, creer
que hay una
conspiración misogínica profundamente enraizada en la cultura. Por desgracia,
los misóginos son bastante reales. El filósofo Karl Popper ya lo advertía en la
Miseria del Historicismo, criticando
la idea de que siempre que algo malo pasa, muchos creen que hay gente responsable sobándose las manos a carcajadas. La falacia está posibilitada por
el hecho de que nada sucede sin una causa, y a menudo causa son las voluntades.
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Imelda Marcos ostenta un rubí incrustado en base de diamantes |
Pero yo prefiero centrar el problema de la
mujer en otro lado menos evidente. Como en el caso de los grupos marginales, se
trata de una especie de desprecio ideológico que es difícil de percibir o explicitar. Poco se pondera que desde hace más de cinco siglos la historia de la
vida en la cultura occidental es una historia del individuo, y en el fondo de nuestras
cabezas, ese individuo es un hombre blanco de edad mediana. No es una mujer
negra y anciana. Y si a ello vamos, tampoco un hombre obeso de oriente. Esto ha
hecho que en la historia estas personas hayan pasado por canales secundarios,
no insertos en el torrente principal de la vida. El feminismo en un sentido
estricto debería contar estas historias, entre las cuales están las de los
hombres. Porque esta forma de marginalidad no es exclusiva de las mujeres; la comparten con los pobres, con las minorías
étnicas y básicamente con todo ser humano que haya alguna vez sucumbido a lo
que García Márquez llamaba el óxido del
poder, esa fracción de la política, de las instituciones que logra colarse
hasta la intimidad de la vida.
Poca reivindicación se ha logrado revirtiendo
la historia para poner a los ignorados en posiciones de dominación. Las mujeres
en los mismos cargos que los hombres han demostrado ser tan falibles y tan
sedientas de poder como sus contrapartes. Imelda Marcos en Filipinas poseía la ridícula
proporción de 2000 pares de zapatos, incapaces de ser calzados en treinta años
así se cambiara su ajuar dos veces al día. O sin ir más lejos; ¿la política
colombiana se ha visto aireada por Maria Fernanda Cabal, Paloma Valencia o
Sofía Gaviria? La mujeres en política han demostrado ser tan capaces como los hombres
sin duda, pero eso sí, en el mismo
escaño de corrupción. Hay que recordar que esta última, Sofía Gaviria, obtuvo
sus votos para el Senado en la remota región del Putumayo en donde por algún
motivo sus ideas tuvieron un eco sin precedentes. Detrás de la concepción misma de que los hombres son
inferiores a las mujeres o de que las mujeres son superiores a los hombres,
ideas en ningún sentido equivalentes, no puede yacer más que una generalización
insoportable, ya que si bien hay que aceptar que no somos iguales, no se puede
con base en ella reclamar porciones de la realidad.
En días recientes, un grupo de profesoras feministas de la
Universidad del Rosario se quejaba -a raíz de la elaboración de una infografía para ser colgada en el Aula- de la poca participación de la mujer en
la historia de la independencia de Colombia. Un aspecto ominoso de la
obligatoriedad de ser feminista es que parece extenderse a los hechos. Uno no
se puede quejar contra los hechos; que estos sean infaustos, incómodos o risibles,
es otra cosa. Pero un reclamo sobre su incorrección no ha de permitir como si
fuera, regresar y reescribirlos desde una teoría de los derechos que uno
considera correcta. La historia de Colombia, patriotera y bufa como es, es un
ejemplo perfecto de hechos ridículos que están ahí, mirándonos a la cara, no a
la espera de ser re-escritos sino evitados.
Considérese el asunto de las escritoras colombianas
subrepresentadas frente al número de hombres en certámenes literarios internacionales
recientes. El problema de este grupo de personas que ponen como estandarte de
la literatura en Colombia no es que sean hombres; son las relaciones de poder
que manejan, de las cuales sólo una es el género. Es la rosca, es la intención
de exclusión. El feminismo al acentuar el rasgo de género obnubila estos viejos
problemas que no por viejos hemos resuelto. Detrás de la decisión de que estos
sean los escritores colombianos, hay una cantidad de mujeres, empezando por la Ministra
de Cultura. De tal forma que no es un fenómeno orgánico y espontaneo de la
sociedad machista, sino una decisión explícita en la cual han tomando parte
muchas personas. Si a ello vamos, gran parte del reclamo de las feministas
debería estar enfocado contra al labor de algunas mujeres. ¿No suelen acaso las
mujeres tiranizarse, exceptuarse y aniquilarse entre ellas con una
crueldad irredenta que no se detiene? Un prejuicio mío, quizá. Tal vez he
estado hablando con las mujeres equivocadas. La imagen de la cultura
contemporánea, del persecutor masculino; la historia de la infalibilidad
femenina y de su compasión son historias que no podemos dejarnos de narrar, a
pesar de su unilateralidad y de lo poco que se asemejan al orden de los
acontecimientos.
Detrás de la subrepresentación expuesta en el caso de las
escritoras lo que hay es un criterio gerencial, sostenido en el aire por un
lenguaje como este: convoquemos firmas,
unas que le den tranquilidad a los inversionistas que quieran apostarle a la
cultura en Colombia. Se trata de ese insoportable misticismo de la
consecución de recursos. ¿Acaso en ese lenguaje unilateral y optimista no
quedamos excluidos muchos hombres que escribimos? Y si vamos a las consideraciones
de calidad, ¿debemos confiar de manera tendida en que las personas que nos dan
tranquilidad entregan calidad? Esto lo digo independiente del hecho de que sean
hombres o mujeres. Un sistema de cuotas no subsana la inconsistencia. Uno de
los reclamos más inteligentes que le he escuchado a una feminista, la filósofa
Susan Haack, contra corrientes dominantes del feminismo de su tiempo, es el
constante recorderis de atenerse a la
evidencia: si no me gusta algo, no lo descalifico por sus resultados, sino por
su conformación. Si no me gusta que los neurólogos afirmen que hay diferencias
significativas entre la cognición de los hombres y las mujeres, habrá que mirar
la evidencia y no rechazar la investigación porque sus resultados no encajan
con mi representación ideológica del mundo. Esto dicho en un mundo en el cual
quedan pocas cosas aún por tergiversar…
Ahora, hombres y mujeres nos hemos dedicado a atacarnos en los detalles, en
las tareas ínfimas. El Malpensante publicó hace unos números un ensayo de corte
feminista contra los hombres que enseñan. Imagine la categoría, tan amplia, tan
poco reductible a algo concreto; los
hombres que enseñan. El artículo se
ensaña y con razón contra la prepotencia de algunos hombres que enseñan.
Justificado. ¿Pero no parecería claro
que no importa quién enseñe con esa actitud? ¿Qué tienen los hombres
que enseñan? Una acusación de la que uno no se puede salvar sin aniquilarse,
sin poner en ruda credibilidad no sus ideas sino quien uno es, ha de ser
injusta. Si no es así, podríamos y deberíamos enfilarla contra las mujeres mismas…Yo
Roberto, un hombre que ha enseñado toda su vida ahora resulto terriblemente
inauténtico, manchado con la más infausta forma de deshonestidad que resulta ser la interminable tarea de intentar ser uno mismo. De nuevo, me pregunto por todos los verdaderos impostores,
hombres y mujeres, que han vendido productos bancarios asquerosos por el mundo
causando hambre y muerte; por los príncipes árabes que han comprado una sola obra de
arte, como denunciara recientemente Peter Singer, por la suma que se requeriría
para curar toda la ceguera prevenible de África; por las mujeres y hombres
apegados al poder incapaces de vivir sin un i-phone, sin piscina en el conjunto
y sin hacer spinning en un maldita ventana. Piense en lo que verdaderamente nos
desdibuja a todos y nos denigra por pedacitos; la desigualdad, el sometimiento
a mediocres que son nuestros superiores, el triunfo del que está emparentado
con el poder.
A esto le temo realmente, y al hecho de que las luchas
intestinas de las mujeres parecen estar olvidando que no es a su libertad a lo
que le tememos. Las feministas radicales no nos causan temor, como algunas de
ellas mismas creen. Es algo más similar a una saciedad que se ha uno de
aguantar en silencio. Porque el sueño de ir por ahí asustando parece instanciarlo
sólo el que se ha puesto una máscara. Eso, andar con una máscara puesta, todo
el tiempo hasta que llega un momento en que uno cree que es el rostro propio.