(Parte 2)
No entiendo nada de las dinámicas ni de las
jerarquías, ni de las pequeñas esperas para responder un correo ni por qué debo
ponerlo con copia a la secretaria o al jefe. Es que no puedes escribir esto o aquello para tal o cual revista porque
pertenece el grupo Q o P, es de propiedad de fulano de tal, un
cristiano recalcitrante. No lo sabía, no tenía ni idea. Bien puedo leer en
esos simples actos desde intenciones macabras o dramáticas y asumirlas como una
regla incondicional, hasta una formalismo vacío. Para mí, ese mundo está ‘allá
afuera’, y el noticiero me lo trae a la casa cuando me niego a salir o a
cambiar el canal. Afuera todo transcurre mientras acá, desde mi casa en donde
escribo, todo permanece sumergido en una letargia que yo mismo le he impuesto,
un sopor necesario para detener las cosas y capturarlas con palabras.
Escribir es desenredar la madeja de los días.
A menudo vivo en ese ridículo cuadro que delimitan esas palabras. Una absurda
nostalgia se suele apoderar de uno cuando escribe. Detesto tener que reconocer
que esos clichés son significativos para mí y que vivo según creo es lo que
circunscriben esas palabras. Qué absurdos le deben parecer a otros mis días. Un
martes, demos por caso, puedo levantarme afanoso en la mañana a comprar un
empate para la manguera que uso para regar mis plantas. He pensado en ello
desde la noche anterior. Cuando no escribo proyecto mecanismos improbables en
mi casa; luces que se encienden solas por si no estoy -siempre estoy-, cerrajes
para que nadie entre a tal o cual rincón, pequeñas mezquindades como dejar a
punto algo para que el siguiente que entre lo tumbe y no sea yo - nadie viene-.
Puedo estar regresando a mi casa en la primera
hora de la mañana o comenzando un proyecto de años un domingo en la noche. Esta
mañana sentí una absurda culpa de disfrutar a las nueve y media de la mañana el
caminar tranquilamente entre los sauces y los alcaparros que llevan hasta mi
apartamento. Mis días más se asemejan a atmosferas, que toman el extraño sabor
de las cosas que leo, de la abundancia o la escases con las que vivo, de las
personas que frecuento…por temporadas, por semanas a la vez. Creo que esto es
lo que significa sumergirse en un libro, en un texto; tomar un gusto por
dejarse impregnar por un sabor. Claro, no hay horas para algo tan etéreo e
imposible. En la mitad de la noche, una idea me saca de la cama; odio que los
textos lleguen cuando se les da la gana, aterrizan en medio de la ducha cuando
no hay nada con qué escribir y pareciera que se van con la misma facilidad. El
escritor de ciencia ficción Carl Sagan solía usar el jabón en la pared de la
ducha. Aparecen cuando me siento en una cafetería a sorber un café lento. Me
esculco ansioso los bolsillos de la chaqueta, pero sería demasiado pedir haber
traído conmigo un esfero y una libreta de apuntes. Me los repito durante todo
el camino a mi casa como unas instrucciones, pero las palabras que no se
escriben se caen y nunca es posible volverlas a instalar justo como estaban. Como
si con ello enmendara el error, en casa escribo al computador con un esfero en
la mano y me paseo de un lugar a otro con una pluma. Algunas cosas terminan en
servilletas, no porque sean geniales sino porque en algo hay que terminar
usando la pluma luego de que uno la ha cargado infructuosamente.
A veces me siento como un escritor; son
momentos escasos. La mayor parte del tiempo me considero -a decir plena y
totalmente la verdad-, como un desempleado. Cuando tengo trabajo por encargo la
situación pasa felizmente a adquirir un prefijo; un sub-empleado, un poder
diminuto. Los formularios hacen que tenga que especificar. Casi ninguno dice “escritor”; no me enfurece como a algunos
activistas les parece violatorio no sugerir al lado de “Hombre”, “Mujer”, “Otro”.
¿Es actualmente empleado o no?; la verdad
no lo sé. Una vez llené un formulario que preguntaba sí había tenido Sida y si usaba oxigeno; sin duda, a diario lo uso en
una feliz mezcla con el nitrógeno. ¿El motivo
de su visita al doctor es personal o para algo relacionado con la empresa?
No sé, ninguna de las dos en realidad…vengo a entrevistarlo. Responder con
honestidad diametral lo suele a uno poner en aprietos para conseguir más de ese
pequeño suero del poder que es el sub-empleo.
Para los motores de búsqueda de empleo soy un
generador de contenidos, una especie
de ultimo eslabón de lo que dejan todos los geniales procesos administrativos,
lo que es la vaca al queso, una generadora de leche. Escribo en un tiempo en el
que por lejos toda genialidad quedó reservada a los que no generan contenidos.
En una opinión burda y descortés, que me permito sólo en mi intimidad, son los
que no generan nada. Pero hay en ello “genialidad”. Leía el otro día en una
revista sobre los cien genios de Colombia, la etiqueta que se aplicaba a un
hombre: ‘El genio detrás del Alpinito’.
Confieso, de verdad, sin remordimientos ni ironías que me es absolutamente
extraño reconocer que detrás de un extracto lácteo empacado y vendido a los
niños, inocentes consumidores de lo que entiendo es en esencia grasa colorada pueda
haber un genio. Algún proceso creativo hay que endilgarle a la generadora de
contenidos, que en este caso es la vaca. He intentado cerrar los ojos y
entender; la gente a menudo le achaca a uno la situación deplorable financiera
a no poder ver estas cosas, a vivir con ironía, al maldito sarcasmo. El
escritor romano Juvenal dijo alguna vez que es difícil no escribir sátiras. Para mi, los genios siguen siendo los grandes
escritores, la creación a partir de tan poco, la nada estadística; la astucia
comercial salpicada de peligrosas deshonestidades no se parece a lo anterior,
para abrir un mercado no se necesita ser un vidente, el venderle hielo a los
esquimales y leche en polvo a los niños del desierto no ha de contar como una movida
hacia una solución novedosa e impensable.
Claro que todo esto va aunado a no poseer
ningún poder, ni siquiera el de ser capaz de sopesar la propia vida. Por la
misma razón, no me la paso en aeropuertos, no tengo una movilidad
extraordinaria y aún me rodeo de los objetos que eran míos desde niño; mi cama,
mi mesa de noche, los viejos muebles de los consultorios de mi padre que me
acompañarán seguramente en mis re-encarnaciones. Nunca me imaginé que así sería;
quisiera poder olvidar esas cosas para no convidar el pasado tan a menudo, pero
me gusta mi mesa de noche, mis armarios y de alguna parte hay que despertarse
en la mañana sin poderes. Envidio, claro esa extraordinaria vibración de los
escritores renombrados, su habilidad de escribir en aeropuertos, el que puedan
dejar borradores y textos fallidos en canecas de hotel, el que tengan el
control de sus textos y de sus vidas.
A menudo he pensado que no seria una cruel
condena para mí un castigo que me obligara a vivir en un cuarto por años
siempre y cuando pudiera escribir o leer. Hay una especie de obsesión con el
tiempo necesario para realizar estas actividades, independientemente de que no
las haga como Hemingway sino más bien como una adolescente que hace una entrada
en su diario.
El poeta italiano Pasolini solía afirmar que
él no tenía tiempo para trabajar. Escribió este asombroso verso:
«Para
ser poetas, hay que tener mucho tiempo:
horas
y horas de soledad son el único modo
para
que se forme algo, que es fuerza, abandono,
vicio,
libertad, para dar estilo al caos.
Yo,
ahora, tengo poco tiempo…»
Si se supiera la enorme cantidad de tiempo
que se requiere para escribir….para concitar el tiempo se necesita tiempo. Ni siquiera
en las artes literarias hay verdadera alquimia gratuita que convierte el oxido
de los días y el plomo de las noches en oro. Claro entiendo que otros no lo
entiendan: ¿cómo diablos puede uno demorarse un día en una endiablada página si
hay gente que saca informes de decenas en el mismo tiempo? Mi esposa me
reprochaba que podía gastarme una mañana escribiéndole un correo a mis amigos.
Escribir es una máquina de consumir minutos, horas, días, porque es una forma
de no hacer; no poner una marca en la hoja, no contar esto o aquello, resistirse
al cliché, no usar un poder. Si pudiera decirlo en los términos más inocentes
que se me ocurren, es hacerse pequeñito para dejar pasar algo que viene
rebosante y a la vez tímido y que se quiere domeñar bajo la adictiva promesa de
que ese acto le devolverá a uno los poderes necesarios para saltar y regodearse
en lo muebles una vez más. Escribir se parece a un sueño; uno realmente va
creando algo a medida que sucede. Hay un círculo y si alguna vez esta palabra
tuvo significado, vicioso, realmente vicioso. Un familiar solía aplaudir todo
texto que sacaba casi con un criterio stalinista de que estaba haciendo algo;
en la antigua ex unión Soviética, se rumoraba que los escritores podían ir a
canjear sus cupones de comida y Vodka sólo cuando llegaban con un panfleto. No
me extraña, era un hombre corporativo, proactivo; solía vestir una camiseta que
decía ‘no DV8ion’; cero desviación; no mucho por el pensamiento individual.
Otro amigo arquitecto solía burlarse pensando que a cierta hora de la tarde yo
sacaba dos bolas de bolos y con cremas especializadas las pulía sólo para
volverlas a guardar. El mismo, acosado por un proyecto en el afán del dinero
intentó tomarse un manojo de píldoras para dormir; el tiempo…el tiempo perdido,
el tiempo recobrado, el que se ha ido para siempre, el que se esfuma como agua
cogida en un cesto.
Robert Frost alguna vez escribió este
asombroso verso:
«I have outwalked the furthest city light»
Ya sin poderes, sin ser capaz de
volar o volverse invisible no quedará más que regresarse caminando por la ruta
más demorada, con el traje rasgado y el orgullo herido para volver a comenzar
al día siguiente. Frost lo dijo en una sola frase; eso, me imagino, es tener un
poder de verdad.