(un retrato de
Japón, 1990)
Dos
locomotoras viajan la una hacia la otra. No van en el mismo carril, pero no
saben que se acercan hasta que sus silbatos rompen la oscuridad prístina de la
noche. Se acerca a gran velocidad, el frío ha dejado el aire como un cristal. A
medida que se acercan se oyen más y más silbatos de lado y lado. Si un observador
se parara en la noche invernal con la luz de la Luna iluminando la escena, por un momento podría tener la impresión de que
su encuentro es una colisión. Pero los trenes no se tocan. El aire que ha
quedado atrapado entre las dos se ve succionado por el frenético movimiento
contiguo y hace que las paredes se expandan; al fin puedo meter mi brazo cómodamente
entre la silla y el linimento color pastel de la piel del vagón. Tomo
conciencia rápidamente de la estupidez de lo que hago; en instantes el vacío se
habrá detenido de repente y todo volverá a la normalidad.
Unos puestos
más adelante un mesero que se esfuerza por ser servicial le sirve un agua embotellada
a una turista europea que no interrumpe su lectura de un periódica de la mañana
y todo en el vagón parece ignorar lo que afuera sucede. Volteo a mirar por la
ventana y veo el Monte Fuji que se yergue desafiando la últimas luces del día
que muere. Recuerdo un Haikú sobre la noche, no lo puedo evocar perfectamente,
pero en mi recuerdo dice algo así:
La
noche
Roza
mi cuello
La
tengo atada
Los dos trenes
han dejado de estar lado a lado. Oigo el silbido furioso del otro tren alejarse
en la distancia. El espacio entre mi silla y la pared se ha encogido
dramáticamente; el Monte Fuji a la distancia también.
No hay comentarios:
Publicar un comentario