Yo sentía en ese entonces que anochecía a las cuatro y media de la
tarde. Llegaba del colegio,
dejaba caer mi ropa en una línea que describía mi
trayectoria, y ya era de noche. Eran épocas en las que las calles eran largas y
terminaban en unos escombros en donde no había nada que robar. Por alguna razón
que la meteorología no comprende, llovía más que ahora y los transeúntes eran
grises, personajes de una pintura existentes sólo para que si a alguien se le
ocurría dibujar una escena costumbrista hubiera podido retratar un alma que
pasaba escondida debajo de una ruana. Eran frías las avenidas, más bien
desoladas, olía a humedad y a piedra, los taxis eran viejos Mercurys enormes,
de tablero metálicos con contadores que hacían tic-tic-tic sin conexión con el
recorrido. Pertenecían a otras épocas de prosperidad y abundancia, a los
gloriosos cincuentas americanos de los que tuvimos un atisbo ínfimo veinte años
después cuando construyeron el centro de Bogotá y todos esos edificios con
nombres “nuestros”: Bachué, Chicamocha, El Bochica, la sacrificada por amor
Furatena.
La vida se limitaba al colegio en el que no había más que una rutina
del paroxismo en la que yo no comprendía qué diablos se hacían los días. En las
tardes, en la casa tampoco había tiempo y sin embargo las horas parecían no
discurrir, los acontecimientos no sumaban lo suficiente como para decir que
algo sucediera. En las noches prendíamos el televisor que desarrollaba la
imagen a partir de un círculo que se expandía, -el aparato ya era viejo para su
época-. No lo sabía entonces, pero los hindúes creían que sus dioses crearon lo
que hay a partir de la nada, como de un círculo concéntrico que todo lo traía a
la vida en una ola; el cero, su más grande invención es un círculo porque ese
era su imagen de la armonía en la que nada sucedía, la alternancia cíclica del
cielo entre algo y el vacío. El cero es un círculo que encierra un vacío y lo
vuelve algo. Mi círculo que encerraba una nada también era cíclico, repetitivo:
a esa hora gris, televisor encendido, daban el Gato Félix, un alegre personaje
que cargaba una pistola desintegradora y un maletín con un patrón de cuadros
que a veces parecía salirse del maletín y era más plano que este. Pointdexter
se robaba la pistola, o lo intentaba todas las tardes, una y otra vez sin fin:
«Dame tu pistola des-in-te-gra-dora Mister Felix»
«Oh no, nunca nunca te la daré Pointdexter»
Día tras día los trazos del Gato Félix se mezclaba con su maletín y las
bocas parecían moverse siempre un paso más atrás que las palabras; a nadie la
importaba lo que pensáramos, éramos niños. El bigotón de El Profesor seguía
musitando un buen rato luego de que acababa sus líneas; las tramas no eran para nosotros, la
perspectiva del maletín era para los adultos. Y aún así todos los días veíamos
los mismos capítulos una y otra vez.
El Chavo perpetuaba esa existencia cíclica de América Latina en donde
nada sucedía, pero no sucedía continuamente; siempre los mismos chistes, la misma
fórmula. Mis primos se carcajeaban al comienzo. De cierto momento en adelante
ni siquiera una sonrisa, simplemente los repetían como si fuera un deber moral,
parecían no divertirse pero estaban dispuestos a cortarle la mano a quien osara
cambiar el canal como si hubiera interrumpido el suministro de un narcótico que
llegaba en una banda transportadora. A partir de cierta edad tomaron
predilección por algunos de los personajes: Quico, otras eran la Chilindrina.
Los imitaban sin inmutarse, como un ritual… no teníamos más referentes
factibles. Si estaban en la calle, corrían a su casa a verlo en estupefacción y
silencio.
A las siete de la noche ya debíamos apagar el televisor, era hora de
comer: la imagen se contraía en un Big Crunch, como el final del Universo
conocido y quedaba en la pantalla un punto diminuto que nadie sabía si lo
estaba imaginando o era una realidad; no se podía enfocar en el centro del
campo visual, y sólo se veía de lado, por lo cual daba la impresión de ser
elusivo, una sustancia fantasmal que prefería no ser vista. Pero era mejor no
hablar de eso, de la nada circular que envolvía nuestras vidas.
Extracto de: Memorias de un Mediocre